Todavía recuerdo, el invierno pasado, a mi madre con una gripe que no le dio ningún respiro. «Todo el mundo está enfermo en el trabajo», me decía por teléfono. Yo le decía: «Pobrecita,
descansa un poco, ya pasará». Y recuerdo más noticias, los primeros casos de infección en un pequeño pueblo cerca de Milán. Los titulares de los periódicos, las primeras alertas.
Lo clásico puede pervivir más allá de su creador, quien incluso puede haber desaparecido. Lo viral es inseparable de la marca que lo ha creado y lo representa. Lo clásico y lo viral coinciden al menos en dos rasgos fundamentales. Todo lo clásico fue en algún momento viral —el de su canonización— y todavía, en menor medida, lo sigue siendo. Y ni lo clásico ni lo viral son categorías estéticas, sino aglutinadoras: acogen en su marco lo trágico y lo cómico, lo tradicional y lo moderno, lo bello y lo feo, lo irrelevante y lo sobresaliente.
Me gustaría hacer una pregunta simple, que no me parece que se haya hecho ya: ¿Por qué las vidas, que intentamos salvar hoy haciendo una «guerra» contra el Covid-19, nos parecen más importantes que aquellas que normalmente no salvamos? O bien: ¿Qué hace que un sistema que desde siempre ha sido absolutamente incapaz de movilizar lo poco que se necesita para salvar otras vidas, hoy está dispuesto a todo para salvar éstas?
No podía permitirle que me vacunara de nuevo. Mi padre estaba envejeciendo, era menos lúcido, y me preocupaba. También sabía que sería una declaración de principios: he perdido la fe en ti. Después de comer, me levanté de la mesa de la cocina, guardé algunas aceitunas y hummus en el refrigerador y vi sus jeringas acomodadas en el frasco de la mantequilla. Cuando más tarde me preparaba para volver a Manhattan, me esperaba con un algodón con alcohol y aguja. Murmuré, «No, gracias» y, sí, ese día de 1988 fue terrible, como si me hubiera salido de la iglesia una vez más.