No podía permitirle que me vacunara de nuevo. Mi padre estaba envejeciendo, era menos lúcido, y me preocupaba. También sabía que sería una declaración de principios: he perdido la fe en ti. Después de comer, me levanté de la mesa de la cocina, guardé algunas aceitunas y hummus en el refrigerador y vi sus jeringas acomodadas en el frasco de la mantequilla. Cuando más tarde me preparaba para volver a Manhattan, me esperaba con un algodón con alcohol y aguja. Murmuré, “No, gracias” y, sí, ese día de 1988 fue terrible, como si me hubiera salido de la iglesia una vez más.
Inmunólogo, mi padre era tan ingenioso que una compañía farmacéutica le construyó su propio laboratorio. Durante tres décadas, se dedicó a una prueba para el cáncer basada en antígenos, así como a posibles inmunoterapias, convencido de que la movilización de nuestros guerreros diminutos era hermosa, se apegaba a la naturaleza y era la forma correcta de proceder. En todo este asunto, era un disidente y un romántico, cuestiones que el establishment del cáncer le cobraría caro. Ese mismo espíritu renegado lo llevó a considerar que la vacuna nacional contra la gripa era un desastre. Así que preparaba nuestras dosis cada verano. Era nuestro remedio casero familiar.
Mi padre murió hace algunos años en un día suave y soleado de mayo, y cada primavera desde entonces emergen recuerdos suyos no solicitados. Sin embargo, este año han aparecido por torrentes. En aislamiento por el coronavirus, adicto a la consulta de estadísticas epidemiológicas y complicadas preguntas relacionadas con anticuerpos, cargas virales, lípidos y mutaciones de arn, busco respuestas en vano, perplejo sobre cómo la ciudad que adoro podría recuperar su intimidad de hombro con hombro. Recuerdo las excentricidades de mi padre y la forma en que ahora quizá debamos adoptarlas todos.
Él nació en la Tierra Sagrada, cerca del Monte Líbano. La antigüedad lo circundaba. Los iconos sangraban, las plegarias eran atendidas, y los grafitis en las cuevas de la costa fueron tallados por los primeros cristianos. Desde su temprana infancia se le pidió que entrara en ese reino, que vislumbrara aquello que no puede ser visto, que tuviera fe en los acontecimientos que desafiaban a las leyes de la causalidad. No, la Edad de los milagros no había concluido. El aire aún rebosaba de espíritus. Sus padres les contaban esto cuando su hijo, nacido en 1917, llegaba a un mundo en guerra y bajo una epidemia de influenza. Filomena había dejado que el cabello de su hijo creciera al largo de los hombros, le recortó los rizos, y un domingo los presentó como ofrenda. Oh, Dios, cuida de nuestro hijo.
Durante mucho tiempo, los trastornos de la vida se mantuvieron lejanos. La pandemia desapareció. Las langostas –sí, esa plaga bíblica– desaparecieron. Después, en 1938, el padre del chico se marchó hacia Beirut en una noche lluviosa y jamás volvió. Para quienes dejó detrás, las llantas de su coche volcado giraron por siempre. Cuando fue enviado a la universidad a una edad muy temprana, en un parpadeo mi padre se encontraba solo. Perdió la fe en el orden de los ángeles. Ventilaba su rabia y su dolor con Mikhail Naimy, miembro del círculo de Khall Gibran. Sorprendentemente, el poeta le escribió de vuelta. Le pedía al joven que considerara nuestro desconocimiento de Dios y de sus planes. Seis décadas más tarde, mi padre era capaz de recitar frases de esas cartas líricas, como si las tuviera frente a sí.
Mi padre murió hace algunos años en un día suave y soleado de mayo, y cada primavera desde entonces emergen recuerdos suyos no solicitados. Sin embargo, este año han aparecido por torrentes. En aislamiento por el coronavirus, adicto a la consulta de estadísticas epidemiológicas y complicadas preguntas relacionadas con anticuerpos, cargas virales, lípidos y mutaciones de arn, busco respuestas en vano, perplejo sobre cómo la ciudad que adoro podría recuperar su intimidad de hombro con hombro. Recuerdo las excentricidades de mi padre y la forma en que ahora quizá debamos adoptarlas todos.
El desconocimiento, entonces, no formaba parte del plan de vida. En la Universidad Americana de Beirut, un profesor recomendó un libro que se convirtió en su obra de referencia. Escrito en 1926 por el científico americano que devendría escritor célebre, Paul de Kruif, Los cazadores de microbios se convirtió en un súperventas internacional. Estremecedoramente elogioso, hacía perfiles de gente como Anton Leeuwenhoek, Louis Pasteur y Robert Koch, profetas seculares que habían atisbado lo invisible, y al igual que Dante regresando del inframundo, habían quedado por siempre modificados. Caminaban por el aire con aguda conciencia de los seres que pululaban, giraban y se desplazaban por doquier. Leeuwenhoek, farmacéutico convertido en fabricante de microscopios, puso mugre de sus dientes bajo la lente, y la encontró repleta de “miserables bestiecillas”. Se trataba de otra realidad, al mismo tiempo angelical, en tanto era la asombrosa fuente de la vida, y demoniaca, pues rebosaba de los vectores de la muerte.
Las historias de Kruif inspiraron a muchos lectores a participar en la cacería. Mi padre entre ellos. El microscopio se convirtió en su varita mágica. No se trataba exactamente del reino etéreo de los padres de la Iglesia, pero aquí estaba aquello. Su conversión vino completa con nuevos tipos de santos patronos. Kruif ensalzaba a un conjunto de inmortales, no sólo por su brillantez sino por sus caprichos y su comportamiento escandaloso. Ridiculizados por excéntricos, varios de ellos eran despreciados por sus vecinos. Los cazadores de microbios concluía con el distraído Paul Ehrlich, aquel de “una imaginación extraña y equívocada y poco científica”. Al vivir con un pie puesto en aquel otro mundo, Ehrlich descubrió una “bala mágica” para la sífilis. Para los lectores, el imperativo moral era muy claro. El enemigo debía ser imaginado. La gente se mofará. Había que ser raros.
Pues había una batalla en curso. Antes de que se formulara la teoría de los gérmenes, contagios innombrados cruzaban fronteras y burlaban nuestra vigilancia. Ciudades enteras se vaciaron. Emergieron fantasías hedonistas salvajes y cultos del fin de los tiempos. Víctimas sacrificiales eran buscadas para ser atormentadas. Se ofrecía sangre. Se cantaban las alabanzas. Cuando la plaga regresó en la España de los moros todo el mundo –musulmanes, imanes, rabinos judíos y sacerdotes cristianos– se unió para alzar la voz en oración. La pestilencia se negó a escucharlos.
Tras graduarse de la escuela de medicina, mi padre atestiguó la gran destrucción causada por estos microbios. Las ululaciones, esa peculiar forma árabe de hacer duelos, repiqueteaban en sus oídos conforme se desplazaba en mula a remotos pueblos montañosos. Lo que él llamaba “su misión” se hizo claro; se especializó en bacteriología y parasitología. En 1945, obtuvo una beca del British Council para estudiar medicina tropical en Londres, donde conoció a Sir Alexander Fleming, el hombre que por serendipia descubrió la penicilina y trajo consigo el ingreso a una nueva época. Una beca de la Organización Mundial de la Salud le permitió acudir a Harvard a estudiar salud pública, y ahí sus investigaciones inmunológicas se enfocaron en la tifoidea, la malaria, la kala azar y la hepatitis. Después se vio aquejado por un pensamiento extraño, de aquellos que tanto atesoran los lectores de Cazadores de microbios: ¿Podían los mismos métodos de la tuberculosis utilizarse en enfermedades no infecciosas como el cáncer? ¿Poseían antígenos específicos esas células rebeldes? Nunca más se detuvo. Había que ser raros.
Así que durante mi niñez, podía estar con nosotros viendo televisión o, adormecido, de vuelta en su laboratorio, su “isla encantada”, escribió alguna vez, “donde lo conocido encuentra a lo desconocido y lo visto se une a lo invisible”. Por momentos intentaba transportarnos hacia ese mundo microscópico. La mano de Dios, decía, podía atisbarse si se utilizaba un microscopio lo suficientemente poderoso. En el almuerzo dominical, conversaba con lirismo sobre sus asombrosos “amigos”, los leucocitos, aquellos diminutos glóbulos presurosos que de alguna manera reconocían la identidad de la otredad. Elogiaba a los pobres e incomprendidos macrófagos.
Cuando comenzaba a hablar de estas cosas, mi madre sonreía y murmuraba, vôtre père est original. En francés, eso no se dice como un cumplido. Sin embargo, sí era original, muy distinto de nuestros vecinos. Si alguien tosía o fumaba un cigarro junto a nosotros en el cine, para nuestra gran consternación, nos hacía cambiarnos de lugar. Nadie más hacía eso. Las frutas y los vegetales eran bañados en agua y jabón para limpiarlos del DDT, los hongos y bacterias. Éramos los únicos que teníamos un sistema de agua filtrado con carbono. Y los únicos que tomábamos leche deslactosada y comíamos pan integral. El polen era su némesis, así que cuando trabajaba en el jardín, combatía las alergias portando una máscara, que era terrorífica. También aparecían las máscaras si alguien en casa tenía algún bicho. Si alguno veía que le iba a dar gripa, debíamos lavarnos la nariz con agua enjabonada y hacer gárgaras con Listerine, cuestión que obviamente no hacíamos. En algún momento se topó con un virus endémico a los pollos estadounidenses; les producía cáncer y a mi padre le preocupaba que pudiera ser transmitido a los humanos. Publicó en un artículo su hipotesis y un aparato de doble cocción rostizaba a nuestros pollos.
Mi padre siguió siendo espiritual, aunque en ocasiones sus dos mundos invisibles entraban en colisión. Cuando éramos niños pidió un encuentro privado con nuestro sacerdote para advertirle contra dar la comunión del mismo caliz a sus feligreses, en especial durante la temporada de la gripe. ¿Sabía el padre que el H2N2 había matado a un millón de personas en 1957, y que en 1968, el H3N2 se había llevado a otro millón? ¿Quizá era posible utilizar vasos de plástico? Sus empeños fracasaron, así que nunca más bebimos la sangre de Cristo. Si alguno de nosotros enfermaba y expresaba, no pasa nada, sólo tengo gripa, mi padre hacía un inventario de los síntomas y concluía con evidente alivio que no, no era gripa. Nacido durante una pandemia, aún no lo había olvidado.
Ahora, siete años después de su muerte, me sorprendo dando vueltas envuelto en un inquietante silencio, a menudo interrumpido por sirenas. En algún momento, el sistema hospitalario para el que trabajo tenía ingresados a 2500 pacientes de covid, unos 600 con ventiladores. Los testimonios de nuestro personal de cuidados intensivos son casi insoportables. Cuando debo salir de mi departamento, salgo huyendo si alguien estornuda o tose. Baño nuestras compras a domicilio en un potente jabón. Me enfado con absolutos desconocidos por no llevar cubrebocas, y mezclo mi propio sanitizante de manos con un alcohol de grano polaco llamado Spiritys. Me he convertido en mi padre. Y lo triste es que ya no es algo que resulte extraño.
Me alegra que mi padre no atestiguara el colosal colapso de nuestro sistema de salud público, las increíbles negaciones y pronunciamientos equívocos, nuestra delirante omnipotencia. No le tocó jalarse los cabellos al contemplar cómo durante semanas, casi nadie usó cubrebocas. No tuvo que escuchar cómo los expertos aconsejaban a la población en su detrimento. Le habría resultado devastador. Los cazadores de microbios le había señalado una pascua secular, donde el conocimiento de un mundo extrasensorial podía evitar la muerte. Y ahora ante este virus se encontraba la ceguera, mentiras e ignorancia, una vez más.
Casi al final, cuando su memoria era ya muy tenue, una tarde soleada dimos una vuelta. Sus últimos años habían sido duros; tras millones de dólares en costos y varios estudios de confirmación, su prueba de antígenos para el cáncer había sido aprobada verbalmente y después bloqueada en el último momento por una nueva panda de burócratas sanitarios. Habían insistido en que había demasiados falsos positivos, que en el caso de una prueba diseñada para encontrar células carcinogénicas, de otro modo indetectables, era justo de lo que se trataba. Era la tierra de lo absurdo, y le resultó imposible escapar de ahí. Aunque la convicción de su misión nunca reculó, sus pasos se volvieron vacilantes. Ese día, mientras caminábamos despacio bajo robles y arces, le pregunté medio en broma: “¿Papá, cuál es el secreto de la vida?” Era una pregunta boba y adolescente, pero quería extraerlo del silencio en que se encontraba sumido, a ver si con ello lo conseguía. Con una llama muy tenue, sus ojos adquirieron la mirada que yo tan bien conocía. “Más vida”, respondió rápidamente, “más vida”.
4 de mayo de 2020