Columnas

La maquetica del barroco

Carlos Manuel Álvarez

Lector de uso

No tengo casa fija y, por tanto, la idea de armar una biblioteca ha estallado en pedazos. Pero, ¿quién necesita armar una biblioteca de cero a estas alturas, sobre todo después de haber armado dos, ladrillo a ladrillo, para que ambas terminasen secuestradas en cajas de cartón en una casa municipal al interior de Cuba? Un lugar, el interior de Cuba, que convierte en pulpa a las personas, no digamos ya a los libros.

Las bibliotecas en mi país se construyen como se construye todo: resolviendo. La acumulación de libros sigue la misma lógica que la acumulación de sacos de cemento. Luego uno va a levantar con eso un lugar donde guarecerse.

Cuando me di cuenta de que los libros habían invertido su dirección y de que, en vez de guarecerme, me desprotegían, paré de robar, paré de comprar y paré de pedir prestado.

Es absolutamente deprimente para mí acumular libros de cinco en cinco o de diez en diez para luego viajar por ellos de uno en uno. No necesito eso. Que algo me recuerde que mi tiempo es corto. Hace ya bastante que los libros sólo me provocan malestar. Esto no esconde ningún tipo de parábola. Hablo de malestar real, malestar ponzoñoso, malestar del tipo: quítenmelos de mi vista.

Los buenos libros tienen la virtud de sacar lo peor de mí, un claro e irrefutable sentimiento de angustia y envidia. Y los libros malos me reflejan. Contrario a los libros buenos, que son un hoyo negro o un punto de fuga o una espiral de náuseas en la que no me puedo reconocer y que, mientras más me succionan, más parecen alejarse de mis posibilidades y de mi brevísima singladura, siempre hay algo de mí, de mis pretensiones y mis artificios que aparece perfectamente retratado en los libros malos, que los libros malos saben captar mejor que cualquier otra cosa, y no sólo que lo saben captar, sino que lo saben devolver como si me lanzaran una recta a los codos.

Sin embargo, por alguna razón he logrado sobreponerme y seguir leyendo. Mi disciplina se formó principalmente en el gimnasio de las Ediciones Huracán: Balzac y Stendhal en páginas amarillas enfermas, libros que se desgajaban literalmente entre las manos, atravesados por las polillas. Es curioso que luego cada tiempo haya tenido su propia editorial: la fabulosa colección Cocuyo, o la desigual pero igualmente reveladora colección latinoamericana de Casa de las Américas. Visor Poesía, Anagrama, y luego Sexto Piso, donde los libros no me cuestan y son, por tanto, los únicos textos que probablemente siga leyendo de ahora en adelante.

Como todo el mundo sabe, un libro le abre el camino a otro de su mismo sello, de ahí que en mi carrera de lector nada sea tan drásticamente rechazado como encontrarme una edición contemporánea de Letras Cubanas o Unión. Si ninguno de estos nombres te suena, es porque no existen. Son editoriales fantasmas de un país que tampoco existe.

Algo más. En las librerías y puestos de viejo agarro los libros de autores desconocidos y esforzados, o conocidos y esforzados, escritores infames que no le han hecho daño a nadie. Los contemplo durante dos cuartillas, y en ese espejo de letras los veo retorcerse como larvas tristes. Todas sus madrugadas y sus ilusiones y sus ínfulas y sus lecturas empaquetadas y convertidas en pulpa. Esto es absolutamente necesario para mi salud psíquica. Pocas cosas en la vida me reconfortan tanto como saber que tanta gente escribe mal.