Columnas

La raja

Luciana Cadahia

Feminismo nac & pop

La famosa frase expresada por Fredric Jameson de que es «más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», repetida por pensadores como Slavoj Žižek, Mark Fisher y Jorge Alemán, parece haber cobrado una actualidad inusitada ante el vertiginoso escenario de la pandemia. Pero contrario a lo que muchas voces escépticas se empeñan en pronosticar, a saber: que la pandemia se ha convertido en el escenario propicio para poner fin a la democracia e inaugurar un poder autoritario bio-tecnológico sin precedentes, pienso que esta situación límite nos exige no ceder a las tentaciones fatalistas y orientar nuestros esfuerzos en construir esa imaginación alternativa que el capitalismo no cesa de obturar. Y esta decisión de ninguna manera trata de evadir la realidad, al contrario, apunta al corazón de lo existente, es decir, apunta a aquellos legados que nos pueden ayudar a imaginar algo así como una idea de futuro. Pero en este caso se trata de una vocación de futuro distanciada de los preceptos europeos de moda, cuya compulsión a la repetición de verse a sí mismos como el lugar de la vanguardia opaca lo que hay de inaudito en otras latitudes como puede ser la escena latinoamericana. Y por inaudito nos referimos a eso que la misma palabra guarda en su acerbo etimológico: lo que ha quedado sin escuchar (in-auditus). De ahí que resulta curioso descubrir a voces autorizadas como las de Jaques Rancière, Bifo Berardi o Toni Negri descartar, casi irreflexivamente, las experiencias de los populismos latinoamericanos al asociarlos con experiencias fallidas o resabios del pasado. Y más llamativo es descubrir a una buena parte de la intelectualidad latinoamericana reproducir de manera mecánica esos lugares comunes de cierto eurocentrismo en horas bajas. Como nos recuerda Mariátegui: «La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía». Y estos caminos de la fantasía no pueden desentenderse ni de los legados históricos que los hace posibles ni de los lugares de enunciación que nos abren a esa imaginación de futuro.

Pareciera que cuando intentamos pensar el feminismo junto al campo popular algo colisiona, puesto que resulta difícil imaginarlos como parte de una misma lucha política.

En esa dirección, nos parece interesante invertir la posición de los intelectuales europeos de moda, y detenernos a imaginar qué hay de inaudito en esos supuestos resabios del pasado, en esas capas de sedimentos históricos que delimitan un modo de hacer y pensar lo político desde América Latina. Y lo que resuena ante nosotros es la configuración de dos fuerzas históricas: el campo popular y el feminismo.

Sin embargo, pareciera que cuando intentamos pensar el feminismo junto al campo popular algo colisiona, puesto que resulta difícil imaginarlos como parte de una misma lucha política. Si nos preguntamos por las razones de este desencuentro, me parece que todo apunta a los obstáculos patriarcales que, por un lado, ponen trabas a la feminización del campo popular y, por otro, relegan a un segundo plano las políticas de los cuidados.

Ante este escenario algunas compañeras feministas toman distancia del campo popular y buscan construir una fuerza política autónoma. Muchas de estas compañeras desean autonomizar el feminismo porque hacen coincidir esa lucha con sus proyectos intelectuales o artísticos. ¿Pero no hay algo narcisista en esta búsqueda de desvincularse simbólicamente de las demás luchas contra la opresión? Bajo la consigna de que el patriarcado lo permea todo terminan por alentar narrativas antagónicas al interior de los mismos sectores populares. Creo que ese camino se torna un poco peligroso y pierde de vista los acumulados históricos que necesitamos para una imaginación política de futuro. Me parece que no se trata de establecer una falsa disyuntiva que nos obligue a elegir entre el feminismo y el campo popular sino, más bien, liberar a este campo de los resabios patriarcales y restituirlo a una lucha común capaz de articularse como movimiento colectivo. El significante campo popular ha sido muy poderoso para articular las diferentes luchas contra la opresión, a la vez que conserva un acumulado histórico del cual el feminismo debería mostrarse solidario. Junto a la opresión de género existe la opresión de raza y de clase. ¿Por qué, entonces, resultaría más estratégico producir una escisión entre todas estas luchascontra la opresión? ¿No es demasiado grande el poder de la oligarquía mundial como para darnos el lujo de establecer grietas al interior del campo popular? El deseo de dinamitar las lógicas patriarcales no debe llevarnos a destruir los lazos de solidaridad entre las luchas de raza, de clase y de género que mujeres y hombres construyen día a día. Quizá ahí, en la articulación de todos estos legados, emerja una nueva oportunidad para reactivar nuestros sedimentos históricos irresueltos.