Dicen que a la hora de morir nos arrepentiremos de todo lo que no hicimos en vida. Los besos que no dimos, las dietas que no rompimos, los sistemas de sonido que no compramos.
Yo me adelanté. No estoy en mi lecho de muerte, aunque a veces lo pareciera, y ya me arrepentí de todos los conciertos a los que no fui antes de que comenzara la gira del Covid. Por desidia, por causas ajenas a mi persona o por pendejo.
Antes de que el estudio de la O2 Arena arrojara que asistir a conciertos puede prolongar tu vida hasta nueve años, yo asistía a toquines de manera compulsiva. Por lo que deduzco que el objetivo del confinamiento producido por la pandemia es matarme. Siempre pensé que la única razón por la cual yo dejaría de asistir a conciertos era por cuestiones monetarias. Oh, qué ternura me doy.
Ir a conciertos era mi yoga. Y desde que pararon, mis niveles de estrés se han incrementado a la velocidad del carbohidrato simple. Quedarme en casa ha tenido un aspecto que otros podrían calificar de positivo, yo no. He ahorrado. Pero yo no quería ahorrar. Yo quería ver bandas en vivo. Existe gente que en su lecho de muerte se revuelca en toneladas de dinero. Eso no es para mí.
Si algo me ha enseñado mi historia personal es que nunca aprendo de mi historia personal. A cuántos de nosotros no nos ha pasado que vemos un disco, un libro, una revista, y decimos: al rato la compro. Luego vuelvo por ella. Y cuando regresamos ya no está. Se ha vendido. Se la ha llevado otro menos tibio. O que todavía no se quemaba la quincena. Así me ha pasado a mí con algunas bandas. Luego las veo, me digo. Y después me llevo cada descalabro.
El recuerdo más amargo que albergo data de abril de 2012. La primera ocasión de Pulp en México. No asistir a una fecha es un desperdicio. Pero cuando te regalan el boleto es una estupidez total. No recuerdo por qué decidí no asistir. Hoy cualquier motivo se me antoja irracional. Es más: en la actualidad hasta con un tributo a Pulp me conformaría. Seguro debí decir una mamarrachez como: Qué güeva que toquen en el Palacio de los Deportes.
Estaba en la cdmx una semana antes y tuve que viajar al norte. No sin que antes Lalo Jay y DeJohnston me hicieran notar que contaban con una entrada para mí. Volé a la provincia con la firme promesa de volver. Incluso puede que ese fuera el plan. Pero no lo hice. Y no hay día que no lo lamente. Y como el tarado que soy no me queda de otra
que esperar a que Jarvis Cocker tenga la amabilidad de volver a pisar el país. Cosa que no ha ocurrido en ocho años. Que por lo pronto no sucederá hasta que se levante la prohibición de conciertos a causa de la pandemia. Lo que tampoco es una garantía.
El segundo doloroso recuerdo se remite a ese mismo 2012, al mes de diciembre. Sí, yo fui un mongol que no me presenté a la cita con Bruce Springsteen en, off all places, el Palacio de los Deportes. La culpa la tuvo la Feria del Libro de Guadalajara. Como obedece a estos casos, yo acabé hecho gerber. Y se me acabó la fuerza de la mano izquierda. Apliqué la misma de siempre. Me compré la de: Sí, a güevo, voy a la casa, duermo tres días y luego me lanzo.
Qué mierda me pasó ese año. No puedo creer que haya viajado a Guadalajara en 2019 para ver a una pobre versión de Black Flag, con sólo Greg Ginn, y haya dejado escapar a Pulp y nada menos que a The Boss. Han pasado ocho años y me sigo recriminando por mis malas decisiones.
Me encontraba en Monterrey cuando el tour del virus pisó México. Sólo le rogaba a los dioses del karma que me concedieran una oportunidad. Que no clausuraran el Pal’ Norte. Pero la maldita estampita de San Gabriel no funcionó y me perdí a The Strokes. Se me ocurre que existe un santo para todo. Pal desamor: San Antonio. Pa los casos difíciles: San Judas. Pa los caminos: San Cristóforo. Como el disco en vivo de Spinetta. Pero no existe un santo de los conciertos. Y urge. Sobre todo en estos momentos. La iglesia se está tardando en hacer algo al respecto. De tanto que se ha descontinuado últimamente, debe quedarle una morrallita para que nos canonice algún rockstar. Propongo a Bon Scott como santo patrono de las tocadas en vivo.
Una ex puede volver. Una ex perdona. Pero un toquín, no. Piénsenlo. He perdido para siempre la oportunidad de ver a mi banda favorita: The Who. Tenía boleto para Dallas. Una faringitis, que además ya es crónica, en la garganta de Roger Daltrey se interpuso. Otra vez el mal timing jugó en mi contra. La noche anterior alcanzaron a tocar en Tampa. Nos enteramos ya en Texas. Así que de puro coraje Lalo Johnston y yo nos tiramos a la copa. Y, no lo niego, terminé blackouteando en una calle de Dallas.
Soy un cuarentón, sí, pero no tengo tantos privilegios como imaginan. Lo chido es que la pandemia impidió que ese concierto se llevara a cabo. Y me alegro por los que sí tenían ticket y se la pelaron.
Semanas después Townshend mató a los Who, dijo que no volvería a tocar con Daltrey. De hecho salió a la luz que durante la gira dormían en hoteles distintos. Para no toparse en el elevador de manera accidental. Nuestras esperanzas estaban por los suelos. Porque aunque se había reprogramado el show de Dallas temíamos que por un berrinche de Townshend nos dieran cuello por segunda vez. Lo que en efecto sucedió. Pero cancelaron por culpa del Covid. Nos reembolsaron el dinero de los boletos. Pero insisto, yo no quiero dinero. Quiero que me devuelvan a The Who. Esto fue culpa del pendejo de Lalo Johnston. Quien se aferró a ir a Dallas. Si hubiéramos ido a Los Ángeles como yo propuse en un principio, no nos los hubiéramos perdido.
Esta columna debutó con un texto en el que ofrecía treinta razones por las cuales no asistiría a Guns n’Roses. Después de su primera visita desde los noventa ya sabía lo que sucedería. Que cada fin de semana tocarían en la ciudad. Y la edición del Vive Padrino en la que encabezaron el cartel también me la perdí. Ahora me arrepiento. Pero en su momento no. Por qué. No quería pagar 2,500 pesos por la entrada. Hoy pagaría 5,000. Estoy tan desesperado que iría a ver hasta un espectáculo de esos de reinas tipo Adele + Celine Dios + Mariah Carey.
Otro concierto que me pudo fue Rage Against The Machine. Le dediqué una columna al tema. En resumen: pinche reventa elevó los boletos de 150 dolarucos a 400. No mamen. Pinches chairos, según ellos están con el pueblo bueno pero permiten que los buitres de Ticketmaster nos la metan doblada. Pues no compré entrada. No porque los 400 dólares sean inalcanzables, sino que prefiero darlos en pensión. Soy un cuarentón, sí, pero no tengo tantos privilegios como imaginan. Lo chido es que la pandemia impidió que ese concierto se llevara a cabo. Y me alegro por los que sí tenían ticket y se la pelaron.
El golpe del que no me he podido reponer es la cancelación de idles en México. Pero algo positivo le encuentro a este revés. Cuando regresen, porque lo tienen que hacer, van a venir con Ultra Mono, su tercer álbum. Que es, junto al disco de The Strokes, mi disco favorito del año. En cuanto anuncien la preventa seré de los primeros pendejos que gustoso acepte pagar los cargos por el servicio.
No existe consuelo posible para los conciertos que me he perdido, por culpa de mi idiotez o por culpa de la pandemia. Es como el sueño. No se recupera uno de las desveladas. Se van acumulando. Pero albergo la esperanza de que cuando haya vacuna, y los espectáculos al aire libre se reactiven, una avalancha de bandas azote México. Y entonces sí, iré a todo. Y me podrán decir La Señora de los Conciertos.