Durante los últimos cuatro años, la comentocracia estadounidenses han entrado en un estado de histeria suspendida sobre lo que llaman “populismo”. En el léxico de nuestros expertos, “populismo” se refiere a las peculiares visiones de Donald Trump, o a las de los líderes de Hungría, Brasil y Polonia. En términos más formales, se dice que el “populismo” es el “ismo” de pesadilla bajo el que autoritarios racistas atacan a los medios de comunicación e ignoran la autoridad de las clases educadas.
Yo simpatizo con cualquier persona que quiera luchar contra el conservadurismo, movimiento que celebrará el 40 aniversario del triunfo presidencial de Ronald Reagan este mes de noviembre. Pero cada vez que escuchamos a nuestras autoridades designadas y líderes de opinión utilizar el término “populismo” como sinónimo de todo lo que está mal con dicho movimiento, deberíamos recordar que fue un término que originalmente se inventó precisamente para designar la sensibilidad opuesta.
A diferencia de otros términos políticos, sabemos con gran precisión cuándo, dónde y por qué se originó la palabra populismo. Fue acuñada en mayo de 1891 por un grupo de políticos de Kansas que viajaban en tren de Kansas City a Topeka; ser “populista” se convirtió en una abreviatura para los partidarios de un movimiento en pro de un tercer partido político que apenas comenzaba a desafiar a los pilares tradicionales de la política y economía del siglo XIX.
El partido populista, como se le conocería, fue parte de un florecimiento de izquierda que tenía lugar por todo el mundo, un aproximado equivalente estadounidense de los partidos laboristas y sindicatos socialdemocráticos que surgían en otras tierras. El “populismo”, como lo veían sus partidarios, era un asunto bueno y esperanzador, un movimiento masivo de granjeros y trabajadores industriales que exigían que el gobierno actuara para mejorar la situación económica de la gente ordinaria y, de pasada, librar un combate a la corrupción. En una maniobra extremadamente extraña para su época los populistas intentaron, en los primeros días del movimiento, agrupar a los granjeros negros junto con los blancos del sur para pelear por reformas económicas. (El experimento no acabó bien).
Las élites estadounidenses de la época estaban unidas en su miedo y asco del populismo. Utilizaban el nombre del movimiento como un tipo de abreviatura distinto, como emblema de todas las patologías que las clases altas utilizaban para etiquetar a las clases desfavorecidas.
Según los principales editores de periódicos y hombres de letras en Estados Unidos, el populismo representaba los resentimientos irracionales de los perdedores de la sociedad y la población rural ignorante, quienes clamaban por cosas absurdas como un impuesto a las ganancias, moneda fiduciaria y el combate a los monopolios. Se decía que el populismo era una especie de locura colectiva que aquejaba a estas clases bajas, en donde demagogos siniestros –a menudo, mujeres– engatusaban a las mentes simples de la población rural. Dado que los populistas revivieron la cuestión del patrón oro –que por entonces era un bastión exclusivo de los economistas académicos–, las élites los etiquetaron de ignorantes y antiintelectuales. Desde su perspectiva, el populismo significaba la llegada de la lucha de clases a Estados Unidos. Ante un clima de histeria periodística desatada, el establishment gobernante de Estados Unidos en la década de 1890 procedió a oprimir al populismo. (Si tienen curiosidad, pueden encontrar una selección de caricaturas políticas antipopulistas de esa época en mi página web).
Durante unas cuantas décadas en la primera mitad del siglo XX, los historiadores estadounidenses tenían una opinión muy favorable del populismo, pues lo consideraban el comienzo de la tradición reformista que en su momento se materializó bajo el gobierno de Franklin Roosevelt.
Después todo cambió. En la década de 1950, los intelectuales estadounidenses dieron la espalda a los movimientos reformistas compuestos por la clase trabajadora. Liderados por el más famoso historiador de la época, el académico de la Universidad de Columbia, Richard Hofstadter, los eminentes pensadores de esa era contenciosa retrataban al populismo como el gran ejemplo de las cosas peligrosas que podían ocurrir cuando los órdenes inferiores de la sociedad se organizaban. Antes que héroes, sus fundadores ahora eran vistos como gente rara de zonas remotas que se había alzado contra un sofisticado sistema económico que eran incapaces de comprender. Los representantes de la racionalidad de mediados de siglo redefinían el populismo como una abreviatura genérica para definir todo lo que ellos no eran: fanáticos, xenófobos, antiintelectuales, anticiencia, paranoicos. Los “populistas” eran gente que se sentía incómoda con la complejidad y fuera de sintonía con la modernidad.
Aunque estos intelectuales del “consenso” nunca lo reconocieron, su reinterpretación psicológica del populismo fue bastante similar a la retahíla de acusaciones histéricas que habían sido dirigidas por los conservadores a los reformistas en la década de 1890.
Y había algo más que debió resultar familiar sobre los ataques de mediados de siglo contra el populismo: al igual que en 1890, funcionaban como justificación del gobierno de las clases altas. Los intelectuales del consenso de 1950, como los propagandistas de 1890, defendían un nuevo orden social en donde ahora eran la élite: fueron los albores del liberalismo gerencial, con su grupo de expertos respetables, sus gigantescas universidades para llevar a cabo investigación, sus grupos de interés universitarios, y sus administradores que se fundamentaban en pruebas estandarizadas.
En la ilustrada década de 1950, todo el mundo sabía que los movimientos de protesta masivos no tenían lugar en una época que Daniel Bell calificó con arrogancia como la del “Fin de la ideología”. Los alzamientos de la clase trabajadora no eran el camino para conseguir reformas o prosperidad; tales bendiciones sólo podían venir mediante el empoderamiento del personal altamente educado que ahora dirigía nuestras grandes corporaciones y nuestro aparato militar.
Así que los pensadores del consenso redefinieron el populismo como un sustantivo de usos múltiples que no simplemente denotaba los movimientos de granjeros de la década de 1890, sino cualquier situación en que la democracia se sale de control o en que la gente común se niega a postrarse ante el estatus social o los méritos académicos. Como lo formuló Bell en El fin de las ideologías, “el populismo va más allá” que el mero rechazo del estatus económico: “Se niega con vehemencia que hay unos más calificados que otros para ofrecer sus opiniones”. Un eminente sociólogo, Edward Shils, afirmó en 195 que el populista “niega autonomía” a cualquier institución de gobierno. Los populistas, escribió, detestan el sistema de justicia y a los políticos. Desprecian el aprendizaje y niegan el derecho a la privacidad. Era de lejos más deseable un orden deferencial en donde la gente aceptara la jerarquía. También: “un sentido de afinidad entre las élites”.
El desprecio al populismo se convirtió rápidamente en una postura habitual para el liberalismo académico de mediados de siglo. Pero este ataque académico contra la gente que originalmente acuñó el término tenía un rasgo peculiar: estaba equivocado.
Hofstadter, cuyo libro de 1955 sobre el populismo dio pie a la redefinición del término, en su momento fue duramente criticado por sus colegas historiadores, quienes con entusiasmo destruyeron su interpretación psicológica del movimiento reformista de antaño. Al investigar, hallaron que el populismo no era más retrógrado que ningún movimiento de protesta contra el capitalismo. No estaba en contra de la industrialización. No era hostil a la educación o el aprendizaje. Era mucho menos nativista o xenófobo que otros grupos de la época; de hecho, los populistas compitieron con éxito por atraer votos de inmigrantes. Tampoco era un movimiento irracional o dado a la búsqueda de chivos expiatorios: según los estándares de la época, estaba bien informado y dedicaba su atención a asuntos económicos.
Pero he aquí lo extraño: ninguno de esos hechos parece relevante. El antipopulismo académico continúa existiendo prácticamente de la misma forma que en la década de 1950. De hecho, está en auge. Hoy en día, prácticamente cualquier persona educada de Estados Unidos y Europa sabe que el populismo es el nombre que damos a los movimientos masivos que son fanáticos e irracionales; que amenazan las normas democráticas con su demagogia antiintelectual. A partir de este famoso error académico de la década de 1950 –que a su vez se originó de la nociva propaganda reaccionaria de 1890– es que ahora se construye el sentido común del liberalismo global.
¿A qué se debe lo anterior? A que el antipopulismo es básicamente una parte fundamental de un mito político que le resulta cercano a un cierto tipo de gente. El odio al populismo es el corolario añadido a la magna visión de este grupo acerca de cómo debería dirigirse la sociedad: es decir, guiada por profesionales responsables, es decir, ellos mismos, siempre estando en prudente acuerdo entre ellos, siempre haciendo su mejor esfuerzo por sacar adelante al mundo de sus problemas complejos. El núcleo de este mito, como lo formuló alguna vez el teórico político Michael Rogin, es: “La esperanza de que si tan sólo se dejara en paz a las élites responsables, si tan sólo los temas políticos se mantuvieran alejados del pueblo, las élites tomarían decisiones sabias”.
Por desgracia, las élites llevan años tomando decisiones de gran estupidez sísmica: la desregulación de los bancos, los rescates a Wall Street, la desindustrialización, la epidemia de los opiáceos y la Guerra de Irak, por nombrar unas cuantas. Además, el contexto de la autosuficiencia de la Guerra Fría se ha esfumado hace mucho. El liberalismo confiado se desmoronó hace varias décadas. El consenso es un ideal que ya no engloba a la mentalidad académica: hoy en día, el tema son los conflictos. Pero, de alguna forma, la antigua fe de 1950 continúa vigente en medio de todo, entonando su canción monotonal de indignación antipopulista, incluso conforme acaece la noche orquestada por la derecha.
Dudo mucho que mis esfuerzos sean suficientes para rescatar el término “populista” del abuso contemporáneo. Pero aun así estoy absolutamente convencido de que instruir a los estadounidenses a que muestren mayor respeto a sus superiores ilustrados –denostar a la masa ciudadana en aras de algún gran consenso de los sabios y virtuosos– tan sólo afianzará el poder de la derecha.
La única verdadera respuesta tanto frente a Trump como ante la plutocracia consiste en un movimiento masivo de gente común y corriente, que provenga de todo tipo de trasfondos, unida por un deseo común de comprender y desmontar las fuerzas que hacen que sus empeños sean tan infructuosos. Lo que equivale a decir que la respuesta tanto ante el fraude de la derecha como el elitismo liberal debe provenir de nosotros, de los ciudadanos democráticos mismos.