Al igual que en el caso de San Francisco de Asís y Maquiavelo, tratar de mostrar una «instantánea» de Gramsci es un reto muy complicado. Existe una gran bibliografía al respecto, principalmente en italiano, pues es uno de los héroes nacionales. Pero existe una complicación adicional con Gramsci, en tanto su pensamiento no es sistemático sino que está fragmentado, debido a que el grueso de su obra —treinta y dos cuadernos que componen casi tres mil páginas— fue escrita dentro de una cárcel fascista, donde pasó diez años de su vida y terminaría por morir en 1937, a los cuarenta y seis años. Desde el punto de vista corporal, su vida fue un interminable sufrimiento físico y emocional, cuestión que tampoco ayudó. Era jorobado, muy bajo de estatura, y vivió bajo pobreza extrema buena parte de su vida. En breve, se trataba de un muy improbable candidato para abrir un enorme «espacio» dentro de la teoría marxista y la sociología en general, al grado de que ochenta años después de su muerte, el análisis gramsciano se aplica vigorosamente en teoría política, historia, estudios culturales y campos relacionados.1
Dado el fracaso del marxismo, es posible que los lectores se pregunten por qué he decidido ocuparme de un académico marxista. Por «fracaso» me refiero a que la predicción de Marx de una revolución proletaria en las naciones industrializadas jamás se materializó y, adicionalmente, el régimen comunista de la Unión Soviética se derrumbó estrepitosamente. Pero en realidad la versión gramsciana del marxismo explica dichos fracasos; y si bien la capacidad predictiva de Marx terminó por ser endeble, sus virtudes analíticas, al menos en cuanto al capitalismo respecta, fueron maravillosas. Buena parte de El manifiesto comunista, publicado en 1848, se lee como si hubiera sido escrito ayer. Cuando Marx y Engels observan que el capitalismo «no ha dejado en pie ningún nexo entre hombre y hombre, más que el interés personal al desnudo» y ha ahogado todas las emociones humanas «en las heladas aguas del cálculo egoísta» describen al neoliberalismo en términos generales y a los Estados Unidos en particular (en un letrero de luces de neón, podríamos añadir). Desde el punto de vista analítico, no se trata de una teoría mohosa y avejentada que debamos de descartar. Todo lo contrario: ciento setenta años después, aún tiene mucho que decirnos.2
El concepto crucial de Gramsci, aquél que rompió con el estricto determinismo económico marxista y por lo tanto ofreció una más amplia comprensión de los procesos sociales, es el de «hegemonía» (egemonia). Sin embargo, antes de detallarlo será necesario decir algunas palabras sobre la teoría marxista ortodoxa, ante la cual Gramsci reaccionaba.
Los fantasmas formados en la mente humana son también, necesariamente, sublimaciones de sus procesos de vida materiales, que son empíricamente verificables y vinculados a premisas materiales. La moralidad, la religión, la metafísica y el resto de la ideología y sus formas correspondientes de conciencia dejan así de presentarse como independientes.
Como parecería indicar el epígrafe inicial de Marx, él consideraba que las actividades de los hombres y la sociedad operaban en dos niveles jerárquicos, que llamaba «base» y «superestructura». La base es la realidad económica, el llamado modo de producción. Sobre eso se construye la superestructura, a saber, el fenómeno de la mente humana: ideas, ideologías, religiones, y a lo que en general nos referimos como cultura. El asunto crucial es que la segunda es un producto de la primera. De hecho, está determinada por la base. Es análogo a una locomotora: el carbón y el motor en la parte inferior (la economía) genera el vapor que sale por arriba (la cultura). Adicionalmente, las ideas de cualquier época corresponden con el modo de producción dominante en dicha época. Una sociedad feudal basada en la tierra y el trabajo agrícola (esclavos y siervos) tiene un sistema de creencias; una sociedad capitalista basada en la industria y la manufactura tiene otro conjunto de creencias muy distinto. Existe una tendencia, dijo Marx, de que los miembros de una sociedad, de cualquier época, crean que sus creencias son eternas, válidas para todo tiempo y lugar; pero si se modifica el modo de producción, todas esas «certidumbres» se escapan por la ventana, reemplazadas por otras nuevas. En resumen, las ideas son como la pelusa.
Los fantasmas formados en la mente humana son también, necesariamente, sublimaciones de sus procesos de vida materiales, que son empíricamente verificables y vinculados a premisas materiales. La moralidad, la religión, la metafísica y el resto de la ideología y sus formas correspondientes de conciencia dejan así de presentarse como independientes.3
Y de hecho, es algo peor, porque la superestructura no es simplemente pelusa que se refleja desde la base, sino que se trata de un engaño que engulle a la sociedad entera. «Las ideas rectoras de cualquier época», escriben Marx y Engels, «siempre han sido las ideas de su clase dominante». En su biografía de Marx, Isaiah Berlin dice que a lo que Marx se refería era que en las sociedades capitalistas, la mayoría «trabaja por el beneficio y según las ideas de otros… sus ideas e ideales no corresponden con su propio predicamento real… sino con los objetivos de sus opresores. Por lo tanto, sus vidas se basan en una mentira». El propósito de la superestructura, en cuanto hace a la clase dominante, es justificar su propio estatus privilegiado, y lo lleva a cabo consiguiendo que el resto de la sociedad vea sus valores como eternos, parte del orden natural de cosas. Esta tesis también fue postulada por Erich Fromm en El miedo a la libertad (1941) y, más recientemente, por Nicole Aschoff en Los nuevos profetas del capital:
Para que el capitalismo sobreviva y prospere, la gente debe participar voluntariamente y reproducir sus estructuras y sus normas… Grandes sectores de la población deben creer activa, o al menos pasivamente, que la sociedad capitalista merece su creatividad, energía y pasión, que ofrecerá algún marco con significado, que satisface su necesidad de justicia y seguridad.4
En resumen: la zanahoria es más efectiva que el palo; nos encontramos en el umbral de la «hegemonía» de Gramsci.
Como ya señalé, la predicción marxista de la inevitable revolución proletaria en las naciones de Europa occidental no se materializó. Y además, la Revolución rusa no encajaba en el modelo, pues el marxismo postulaba que la evolución hacia una sociedad comunista debía seguir una estricta progresión de etapas económicas y, en el caso de Rusia, transitó del cuasifeudalismo al comunismo sin las etapas intermedias del capitalismo. Gramsci se dio cuenta de que el determinismo económico de Marx era una fórmula demasiado mecánica para explicar la vida y que, particularmente, a la superestructura se le había dado poco margen de maniobra. En síntesis, las ideas importan, y la superestructura no era simplemente la prima distante de la economía, o su hija bastarda. Este vislumbre abrió un inmenso espacio de transformación en el campo del análisis social y político, porque ahora el reto consistía en averiguar qué tipo de poder (hegemonía) tenía la superestructura, y cómo interactuaba con la base. Esta «segunda etapa del marxismo» fue el regalo de Gramsci al mundo.5
En todo caso: la hegemonía. Y extrañamente, los analistas gramscianos han tendido a explicarla mejor que Gramsci. Aquí el historiador galés Gwyn Williams:
Un orden en donde un cierto estilo de vida y pensamiento es el dominante, en donde un concepto de realidad se disemina por toda la sociedad y en sus manifestaciones institucionales y privadas, informando con su espíritu todos los gustos, la moralidad, las costumbres, los principios religiosos y políticos, y todas las relaciones sociales, en particular en sus connotaciones intelectuales y morales.6
Esto representa un poder persuasivo, no coercitivo, una idea que Gramsci originalmente derivó (en parte) de Maquiavelo. En el capítulo 18 de El príncipe, Maquiavelo evoca la imagen mitológica del centauro, mitad hombre y mitad bestia, y afirma que «hay dos métodos para luchar, uno es mediante la ley, el otro por la fuerza». Un príncipe, continúa, debe ser capaz de utilizar ambos métodos, porque en términos de detentar conservar el poder, «uno sin el otro no resulta duradero». Guante de terciopelo, puño de acero.7
Si el gobierno o el poder requieren un equilibrio entre la ley y la fuerza, o el consentimiento y la coerción, entonces la persuasión, a través de la hegemonía (que puede ser principalmente inconsciente) es la forma habitual de control social. El sistema jamás es cuestionado excepto por unos cuantos beatniks como Allen Ginsberg («Aullido»). Pero si una «visión contra-hegemónica» de estos tipos marginales comienza a ser seguida por más gente, entonces se abandona el guante de terciopelo: los manifestantes son golpeados por la policía, incluso se les dispara como en la universidad de Kent State, o en Tlatelolco. La clase dominante se muestra amable siempre y cuando no sienta que su hegemonía se ve amenazada. Si, por otro lado, el sistema entra en modo de crisis, la Élite del poder (C. Wright Mills) saca los dientes, que siempre estuvieron ahí. En otras palabras, es el paso de Huxley (Un mundo feliz) a Orwell (1984).8
Se trata desde luego de una crisis espiritual-intelectual: mucha gente cuestiona el «sentido común» del régimen hegemónico (a lo que Mills llamó «realismo lunático») —que podría ser, por ejemplo, los valores y cosmovisión del capitalismo— y siente que se le ha vendido una estafa. ¿Trabajo catorce horas al día, para qué exactamente? Y si se presenta un estilo de vida alternativo, que ofrezca la posibilidad de reemplazar el actual patrón hegemónico con uno distinto, entonces se produce una crisis de fe y, potencialmente, del poder.
Una mirada con más cuidado al concepto de hegemonía puede ayudar a apuntalar nuestra comprensión del análisis político gramsciano. Para Gramsci, el capitalismo no era sólo económico, sino todo un estilo de vida. Y creía que la cultura era el campo de las luchas políticas. El espacio de esta lucha es lo que él llamaba «sociedad civil»: instituciones como la iglesia, los sindicatos, la prensa, los museos y demás. La hegemonía de la clase dominante se expresa mediante instituciones como estas; las utiliza para reforzar su visión del mundo, y el resto de la población absorbe pasivamente esta visión sin mayor reflexión: es decir que la considera ética y universal. El sistema es relativamente estable porque los «subalternos» (los de abajo, los excluidos) creen en él, al identificarse con el sistema de valores dominante (hegemónico). Esto —el gobierno mediante el consentimiento, apoyado en la coerción como trasfondo— se considera un régimen exitoso. Gramsci creía que los regímenes más estables serían aquellos donde la coerción fuera menos visible.9
Lo cual trae a colación el tema de la «falsa conciencia»: la idea de Noam Chomsky del «consenso fabricado».
¿Cómo debe aproximarse un partido político revolucionario, o un grupo de beatniks o hippies, al 99% de la población que no pertenece a la clase dominante? ¿Deben decirles que les han lavado el cerebro, que sus valores están mal construidos, y que en realidad no quieren (pace Janis Joplin) un Mercedes Benz?
¿Y si respondieran —como ha sucedido—: «No, sí quiero un Mercedes Benz», entonces, qué? El asunto es que muy pocos sistemas sociales pueden ser descritos como una conspiración por parte de gobernantes malévolos. Volveré en un momento a este tema de la contra-hegemonía. La política, escribió Gramsci, puede trascender la economía, poner en juego motivos más allá de los beneficios, como son las emociones y las aspiraciones. Es entonces relativamente autónoma, y no está mecánicamente atada a una base económica.10 En Estados Unidos los «progresistas» se han preguntado incesantemente por qué las clases bajas votan contra sus propios intereses, cuando la respuesta es bastante clara: sus intereses no son solamente, o incluso primordialmente, económicos. También son hegemónicos, es decir, culturales y simbólicos. La clase trabajadora se avergüenza de recibir asistencia social porque el ideal hegemónico es el del individualismo despiadado. Puede que no compartan el programa progresista de derribar las estatuas confederadas. Apoyan las guerras estadounidenses porque es lo que un patriota debe hacer, incluso si son sus hijos quienes morirán en ellas. Y así sucesivamente. En particular, conservan un ápice de dignidad: no quieren que se les diga lo que deben hacer, o cómo vivir. Consideran (erróneamente) que su visión del mundo es generada por ellos mismos. Incluso, que es única.
Para Gramsci, analizar cómo opera la hegemonía no era un mero ejercicio académico. Concordaba con Marx en que estaba bien estudiar el mundo, pero que el objetivo era transformarlo. Aquí entra en juego la noción de contra-hegemonía. Si la lucha se produce en el terreno ideológico de la percepción, entonces el trabajo de los intelectuales hegemónicos —a los que Gramsci denominó intelectuales «tradicionales»— es servir a la clase dominante al marcar los límites, por decirlo de alguna manera. En la época de Gramsci (y probablemente también hoy en día) incluía articulistas del Corriere della Sera y La Stampa; en Estados Unidos, los periodistas asociados con el Washington Post y el New York Times caen dentro de esta categoría. Su trabajo es reasegurar a las clases media y media-alta de profesionistas, decirles que a pesar del manifiesto caos y disfunción que envuelve a la nación, no hay de qué preocuparse: en última instancia, todo está bien. (Yo solía decirle a mis estudiantes que si se me indicara el tema, podría escribir a ciegas un editorial perfecto para el Wall Street Journal). La mayoría de los profesores universitarios caen dentro de esta categoría: el Estado les ha sido benévolo, en términos económicos: no es probable que quieran agitar el avispero.11
Para Gramsci, el capitalismo no era sólo económico, sino todo un estilo de vida. Y creía que la cultura era el campo de las luchas políticas.
Gramsci llamaba «orgánicos» al otro tipo de intelectuales —intelectuales en formación, podríamos decir—. Se trata de los líderes que necesitan educar a la clase trabajadora sobre la hegemonía en general, la situación en la que se encuentran, y el hecho de que existe una alternativa socialista, contra- hegemónica, que potencialmente podría liberarlos de su opresión. La meta es que los trabajadores lleguen a un punto de reflexión autoconsciente: que se reconozcan como clase social. Por ello Gramsci enfatizó tanto la importancia de la educación, y cuando le fue posible, viajaba por el país dando clases y conferencias sobre marxismo y temas relacionados. En sus propias palabras, se trataba de una «misión civilizatoria». Su ejemplo favorito de este proceso cultural era la Ilustración francesa, los philosophes como Voltaire y Rousseau, allanaron el camino para la Revolución francesa mediante el poder y la diseminación de ideas contra-hegemónicas.
Sin embargo, Gramsci no utilizaba la palabra «líderes» en su sentido tradicional. Creía que estos intelectuales tenían que ser completamente orgánicos: es decir, provenir del pueblo; que los grupos subalternos debían desarrollar a sus propios voceros y voceras. También consideraba que este «despertar» era psicológico, incluso similar a una epifanía: que los miembros individuales de la clase trabajadora debían llegar a esta autoconciencia mediante momentos de autoreconocimiento. Llamaba «catarsis» a este proceso, y afirmó que se trataba de momentos de gran intensidad. Una vez que esta toma de conciencia más amplia se difundiera entre el proletariado, éste estaría en marcha hacia la revolución.12
Desde luego que no funcionó así, como bien sabemos. Gramsci se sorprendió ante la aparente indiferencia de las masas ante el socialismo o la revolución, y como explicación al respecto enunció el hecho de que el paradigma hegemónico dominante fuera tan poderoso. Los obreros estaban imbuidos del mismo, y no podían ver más allá de ese marco.13 También podría argumentarse que el socialismo no les resultaba atractivo, que no les interesaba particularmente, que lo encontraban incluso abstracto, impenetrable. Recuerdo una discusión que tuve en los setenta con un activista medioambiental en San Francisco, que me dijo: «Durante los sesenta estuvimos buscando a un soldador o a un carpintero que leyera a Sartre a Marx. Nunca lo hallamos». Pero no todo está perdido: la obra de Gramsci y el concepto de hegemonía puede utilizarse para iluminar la naturaleza, la operación, de sociedades completas, con una mayor flexibilidad y profundidad de la que sería capaz el determinismo marxista. Permítanme ejemplificar con los Estados Unidos.
El paradigma hegemónico en Estados Unidos se conoce como el Sueño Americano. Es una mitología que tiene varias vertientes, pero quizá la más importante es la idea de crecimiento: ilimitada expansión económica y tecnológica. Casi todos los ciudadanos están involucrados en este proyecto, como observó Alexis de Tocqueville hace casi doscientos años. En otros sitios me he referido a esto como «oportunismo». La idea es abrirse paso a nivel individual, principalmente en términos económicos, y después continuar acumulando. El consumo conspicuo (Thorstein Veblen) y el consumismo en términos generales son su expresión más manifiesta. En una escala nacional, era el motivo detrás del Destino manifiesto del siglo xix, y de la mayoría de nuestras guerras (imperiales).14
El Sueño Americano se mantiene con vida desde muchos lugares: el éxito es literalmente una religión en Estados Unidos. Sin esa meta, la mayoría de los estadounidenses se sentirían perdidos. Estamos inundados por historias del tipo de Horatio Alger, por la cultura de la celebridad, los comerciales de televisión y la interminable propaganda corporativa que admira a esos individuos que valen miles de millones de dólares. Que dicha gente pueda ser ruin, deshonesta y cruel es irrelevante para gran parte de los ciudadanos. En una encuesta realizada hace unos años sobre su actitud respecto al uno por ciento más rico (fue realizada por el Pew Charitable Trust), la mayoría de los estadounidenses afirmaron que su meta era pertenecer a dicho grupo. Los pobres, a quienes hace más daño esta ideología y estilo de vida, resultan ser sus más acérrimos defensores, y son fuertemente patriotas. Según mi propia experiencia, si uno le sugiere a un estadounidense que este estilo de vida es vacío espiritualmente, o que la tierra no posee recursos ilimitados, la reacción habitual es de pronunciada ira, acompañada por un griterío de eslóganes. Entonces, el crecimiento es la verdadera religión americana, nuestro «vellocino de oro», como lo formuló alguna vez el economista Herman Daly.15
En ese sentido, los años setenta fueron en Estados Unidos bastante atípicos, pues se produjo el surgimiento de una ideología contra-hegemónica. La persona a la que más se identifica al respecto, tanto en un sentido espiritual como ecológico, fue el presidente Jimmy Carter, que gobernó de 1977 a 1980; pero lo que puso las cosas en movimiento fue el famoso/notorio estudio Los límites del crecimiento, publicado en 1972 por el Club de Roma. Era un estudio generado por computadoras, abundante en cifras. Formulaba que si continuábamos con la trayectoria de expansión sin límites, nos precipitaríamos al abismo: un colapso del sistema en toda regla, el colapso de la civilización.16
Las reacciones frente al estudio fueron similares a la que acabo de describir, mi «conversación» con el estadounidense promedio: y cuando surge una reacción acalorada, emocional, por lo general se debe a que el interlocutor tiene pavor de que uno esté en lo cierto. A los israelíes no les agradó la decisión de Moisés de quemar el vellocino de oro y sustituirlo por un conjunto de reglas que ponían límites a la conducta. Algo así sucedió, desde el punto de vista metafórico, tras la publicación de Los límites del crecimiento. Como ha escrito el periodista Christopher Ketcham, el estudio fue blanco de un rabioso ataque inmediato. Un artículo del New York Times a cargo de tres profesores de economía lo denominaba «pseudociencia», «ficción polémica», un ejemplo de «chicanería técnica». Una reseña tras otra daban muestra de fervor evangélico, al sugerir que el estudio fuera desechado sin más, con frases como «una impúdica muestra de sinsentido». Era un claro ataque al Sueño Americano y, como corresponde, los estadounidenses se enfurecieron. Por supuesto que el presidente Reagan lo aborreció, y años después afirmaba frente a su público que «no existen límites al crecimiento».
Así que, ¿quién rio al último? En 2016, un grupo parlamentario británico informó que las predicciones de 1972 eran básicamente acertadas. Muchos ecologistas llegaron a la misma conclusión, y un gran banquero de inversión declaró (en el año 2000) que Los límites… era asombroso, en cuanto a la precisión de su extrapolación. La puesta al día del estudio llevada a cabo en 2004, luego de treinta años, señaló que las advertencias ofrecidas en el libro original habían sido ignoradas («denigradas» sería más preciso), y que lo más probable era que, como consecuencia, nos dirigiéramos al desastre.17
El paradigma hegemónico en Estados Unidos se conoce como el Sueño Americano. Es una mitología que tiene varias vertientes, pero quizá la más importante es la idea de crecimiento: ilimitada expansión económica y tecnológica.
La relación de todo esto con la hegemonía es bastante clara, y más cuando trasladamos el debate al terreno de la política nacional. Como mencioné antes, Jimmy Carter rompió con el Sueño Americano. Sabía de la existencia del estudio de Los límites…, así como varios textos más que aparecieron antes de que ocupara la Casa Blanca en 1977: por ejemplo, Lo pequeño es hermoso, de E.F. Schumacher, así como libros de Barry Commoner, William Ophuls, Wendell Berry y demás. Todas estas cuestiones saturaban el ambiente de los setenta, incluidas las ideas de simplicidad voluntaria, la economía del estado estacionario, tecnología adecuada y demás. El progreso como fin en sí mismo —el Sueño Americano— estaba bajo gran escrutinio. Se trataba entonces de una tradición anti-hegemónica que sugería que comenzáramos a vivir de una manera distinta, caracterizada por la austeridad, la moderación y la sustentabilidad. No hay algo más anti-estadounidense que todo esto. Al mirar atrás, es sorprendente que incluso se produjera esa discusión en Estados Unidos, por no decir que durara más de una década. Carter cultivaba un «estilo sencillo» (hasta la fecha). Invitó a Schumacher a la Casa Blanca. Instaló paneles solares en el techo de la misma (posteriormente retirados por Reagan). Y el 15 de julio de 1979, en Annapolis, pronunció su famoso discurso de la «enfermedad espiritual», en donde atacó pilares del Sueño Americano: la autoindulgencia y el consumo, en particular. Esta era la armadura de la contra-hegemonía.
Como podemos imaginar, no resultó del todo bien. Carter no conocía al público al que hablaba, y no comprendió que todos los libros y frases ecológicas no eran más que cháchara que se pronuncia en fiestas de la alta sociedad: chic contra-hegemónico, podríamos llamarlo. A la hora de la verdad, el pueblo estadounidense jamás consideró seriamente abandonar el paradigma hegemónico dominante: tan sólo querían continuar consumiendo, continuar en el sendero de expansión económica y tecnológica. Es especialmente notorio que después del famoso discurso varios miembros del Congreso dijeron en sesión que el presidente había enloquecido (¡!). Ahí se muestra el poder del Sueño Americano, la ideología de expansión sin límites. Si se quiere romper con ello, debes estar loco, por definición: ¿cómo más podría explicarse? En las sociedades industriales de occidente, dijo Gramsci, no es probable que la contra-hegemonía derrote a la hegemonía sin una larga guerra de desgaste. E incluso así, la victoria no está en absoluto asegurada.
Así que Reagan fue electo con la mayor diferencia en la historia de Estados Unidos. Su toma de posesión costó once millones de dólares. Su gobierno triplicó la deuda nacional. Ni una sola vez presentó un presupuesto equilibrado al Congreso. Y así sucesivamente. «El amanecer en Estados Unidos», gritaba; «Estamos de regreso». A nadie pareció importarle y Carter volvió a su modesta casa y su modesto estilo de vida (que en realidad nunca abandonó). En la elección presidencial de 2016, el Partido Verde recibió 1.06 por ciento del voto popular, y ningún voto del colegio electoral. Ahora enfrentamos una destrucción ambiental masiva, y no hacemos nada al respecto. Como reza esta cita de W.H. Auden: «Preferimos arruinarnos que cambiar».
Un sociólogo —se me escapa ahora quién fue— describió a Gramsci como «un teórico del fracaso». Desde el punto de vista político, jamás logró que nada sucediera. ¿Terminó entonces igual que Maquiavelo, con una visión ideal que jamás se materializó? Quizá. Aun así, ambos nos dieron maravillosas herramientas para comprender a los seres humanos y sus sociedades; herramientas que permiten ver más allá de las mitologías dominantes, y cómo la cultura se relaciona con el poder y el status quo. En mi opinión, el mundo es un lugar más rico por haber contado con Gramsci, principalmente si le damos la vuelta al famoso dictum de Marx: los políticos han cambiado el mundo de muchas formas; sin embargo, el asunto es comprenderlo.