En una colonia menonita en Bolivia, entre 2005 y 2009, muchas mujeres empezaron a despertar adoloridas, con moretones, sangre, semen en las sábanas luego de haber sido agredidas sexualmente, sin que supieran bien a bien qué había pasado mientras dormían. En una colonia en la que el cuidado comunitario y la religión es parte de la configuración, las mujeres no entendían qué estaba pasando. Pronto adjudicaron lo que pasaba al castigo de Dios por sus pecados. Algunos miembros de la comunidad empezaron a decir que las mujeres mentían, que todo era producto de su desbocada imaginación. Con el paso de los años, las mujeres de la colonia continuaron despertando con dolores de cabeza, sangre y semen hasta que una de ellas se dio cuenta de lo que estaba pasando y así dieron con ocho hombres —de entre diecinueve y cuarenta y tres años— que habían estado metiéndose en las casas mientras todos dormían para rociarles un anestésico para vacas y caballos hasta dejarlas inconscientes para así abusar sexualmente de ellas.
Ocho mujeres de dos familias —las Loewen y las Friesen—, de tres generaciones, acuerdan entonces juntarse en un granero para hablar de estos abusos y decidir qué hacer. Entre ellas está Ona Friesen, embarazada de su violador, que cada tanto vomita en uno de los botes para ordeñar vacas, y está Miep, una niña de tres años que tiene una enfermedad de transmisión sexual —quien fue abusada no una, sino tres veces— y que además ha tenido que volver a usar pañal a causa de esto. Las mujeres que han sido sistemáticamente agredidas sexualmente en la colonia de Molotschna tienen entre tres y sesenta y cinco años. Es decir, que ninguna edad es un resguardo. Peters, el padre de la colonia, les aconsejó que no llevaran a Miep con un médico para no correr rumores sobre lo que está ocurriendo en Molotschna, y opina que la solución a este problema es que las víctimas perdonen a sus agresores para poder asegurar el lugar de todos y todas en el paraíso. Sin embargo, las mujeres quieren tomar una decisión colectiva, quieren discutir lo ocurrido para acordar qué quieren hacer con su futuro: por eso y para eso se reúnen. Por eso y para eso ellas hablan. En estas conversaciones no se sumergen en las profundidades oscuras de los abusos de los que han sido víctimas, tampoco hablan con detalle de las violaciones, ellas hablan para decidir en colectiva entre estas tres opciones que se plantean en asamblea: no hacer nada, quedarse y luchar e irse. En las conversaciones se debaten estas tres opciones. Están dolidas, están confundidas ente el encabronamiento y la fe, pero el fin es decidir qué hacer, por eso Agata sugiere: «Hablemos de nuestra tristeza cuando hayamos concretado nuestro plan». Ellas hablan se trata, sobre todo, de llegar a un acuerdo juntas.
Ellas hablan para decidir su futuro en colectiva.
Ellas hablan transcurre a lo largo de dos días, entre el 6 y 7 de junio de 2009, en dos asambleas para tomar una decisión colectiva. Insisto en esta palabra porque es tan extraña en nuestra sociedad como en la colonia menonita: «Greta cierra los ojos y repite la palabra “colectivamente” como si fuera el nombre de una verdura nueva que no conoce».
Porque pasa de la extrañeza a ser la fuerza de la historia, su estructura. La novela es una transcripción de las actas de esas reuniones entre las Loewen y las Friesen. Las asambleas ocurren en un granero entre pacas de paja y ratones que van y vienen al fondo; las mujeres están sentadas en cubos para ordeñar vacas alrededor de una mesa conformada por pacas. Toman café instantáneo, fuman, bromean, se mueren de la risa, por ejemplo aquí: «Ninguna les hemos pedido nunca nada a los hombres, afirma Agata, ni una sola cosa, ni siquiera que nos pasen la sal, ni un centavo ni un momento a solas, que recojan la colada o abran una cortina, o que no se pasen con los tusones pequeños o me pongan la mano en la parte baja de la espalda mientras intento, por decimosegunda o tercera vez, sacar a un bebé de mi cuerpo. ¿No sería interesante, dice, que la sola y única cosa que pidieran las mujeres a los hombres fuese que se largaran? Las mujeres vuelven a echarse a reír». Las risas de una contagian a las otras. Se mueren de la risa. En el camino de decidir qué hacer lloran también colectivamente, se aconsejan, se cuestionan, comparten datos, como esta belleza que suelta Ona cuando sopesan la idea de irse del pueblo sin saber qué pasará si lo hacen, pues no tienen mapas ni los saben leer: «¿Sabían que el periodo de migración de las mariposas y las libélulas es tan largo que a veces sólo llegan al destino sus nietas?». En colectiva caen en la cuenta de que son tratadas como animales, como simbólicamente las equipara el mismo anestésico que les han puesto para agredirlas sexualmente mientras duermen, que son menos que animales, aunque ellos, los animales, tal vez tengan ventajas: «Somos menonitas sin patria. No tenemos ningún sitio al que volver, y hasta los animales de Molotschna están más seguros en sus casas que nosotras». Alrededor de las pacas, el humo del cigarro y el café instantáneo, sentadas en los cubos para ordeñar vacas, quizás las más distraídas son las dos adolescentes de las dos familias, Autje y Neitje, que en un momento se trenzan como siamesas, una sola y larga trenza, están unidas por el pelo mientras las demás hablan, como una hermosa metáfora de lo que las palabras de las mujeres de las dos familias trenzan en colectiva.
¿Quién cuenta esta historia trenzada por ellas? En esta colonia menonita, sólo los hombres aprenden a leer y a escribir, de modo que las actas de las asambleas están escritas por un hombre. Ona Friesen invita al marginal August Epp, suicida, feminizado y fuera de los parámetros patriarcales, para que lleve las actas de las asambleas. Sin embargo, podríamos cuestionar por qué esta novela que se titula Ellas hablan está narrada por un hombre. Por qué el recurso para contar esta historia es la voz de un narrador testigo, masculino. Una pregunta natural con un título y una anécdota como ésta. Sin embargo, conforme se desenvuelve la novela, esta decisión se revela como parte de su belleza. August Epp, quien escribe la historia coral que leemos, está invitado a escuchar y a escribir: son las voces de las mujeres las que están al centro. Es una decisión fundamental, un punto de vista eje, un deseo de que la ficción no sólo proyecte la realidad de los abusos sino también su punto de vista: August Epp escucha. Él, como escucha y narrador testigo, con los privilegios propios del género en su colonia, escribe una historia coral. Si August Epp no escribiera esta historia, no existiría, pues a las mujeres no les enseñan a leer y a escribir. Esta decisión del punto de vista transparenta el mecanismo patriarcal de la colonia y lo revierte. Si son ellos quienes tienen la voz, quienes dictan qué narrar y cómo narrarlo y Ona Friesen invita a August Epp a escuchar y escribir, así lo revierte, así se escribe esta bellísima historia coral, en colectiva. Para escribir esta historia de abusos tan brutalmente parecida a nuestra realidad.
Hablemos de Molotschna, este pequeño pueblo en Bolivia. Veámoslo más de cerca: es del tamaño de Latinoamérica. Veámoslo más de cerca: es del tamaño de México, donde cada cuatro minutos ocurre una violación sexual, donde el 70% de las violaciones ocurre en el contexto familiar. Tan parecido cualquier país latinoamericano a Molotschna, en donde una niña de tres años tiene edad suficiente para haber sido violada en repetidas ocasiones. Una sociedad patriarcal que tiene como resultado once mujeres asesinadas diariamente por el único hecho de haber nacido mujeres. Las mujeres de esta pequeña colonia menonita han sido dopadas con el anestésico para animales mientras duermen, en su estado más vulnerable, y así, en el despliegue de vulnerabilidades son violadas en repetidas ocasiones durante varios años. ¿Pero cuál es la solución? ¿Cómo pueden perdonar, como lo sugiere el padre Peters, si las han violado a ellas, a sus hijas, a sus amigas? No saben leer, no saben escribir, no saben leer mapas, no han salido de la colonia, hablan plautdiestch, una lengua muerta, mientras August Epp traduce al inglés todo lo que hablan las mujeres con miras a tomar una decisión final. ¿Por qué es importante que ocurra en Bolivia? Porque como una caja dentro de una caja dentro de una caja, en el zoom in del continente americano, a Latinoamérica, a Bolivia, a Molotschna, toda sociedad patriarcal es expuesta con detalle. No es coincidencia que en algunas ocasiones se le haya llamado la novela del #MeToo menonita. Miriam Toews (1964, Steinbach, Canadá), en su séptima novela se planteó las preguntas más urgentes en nuestra realidad, en nuestro presente y las responde con esta bellísima obra, brillantemente traducida al español por Julia Osuna Aguilar. Y quizás una de las preguntas centrales sea «qué sigue», ese motor que reúne a las mujeres a contar, a trenzar. Y quizás de esta manera responde en un sentido más amplio, más panorámico: ellas se reúnen para hablar de lo que sigue. Para decidir colectivamente el futuro. Como tal vez deberíamos hacer.