Dossier: 18-oct.- Latinoamérica

La revuelta contra los torniquetes de la subjetividad (neo)liberal

Óscar Ariel Cabezas

«Hasta que la dignidad se haga costumbre».

Grafiti de la revuelta del 18-o.

Un fantasma recorre el planeta, es el fantasma incendiario de las revueltas. Todos los poderes se han unido para exorcizar los cuerpos plebeyos que claman por su dignidad. La cruzada contra el devenir de lo plebeyo no parece dar tregua. Las fuerzas del orden —esa invención de la modernidad que padecen las revueltas— arremeten contra los cuerpos enardecidos. Los levantamientos se suceden alrededor del Globo Terráqueo y no carecen de racionalidad. No responden a ninguna condición acéfala o principio de anarquía. El deseo de insurrección contra lo establecido es la racionalidad de las revueltas. Su deseo de desobedecer es el fin de la «servidumbre voluntaria» a la que la subjetividad del neoliberalismo sedujo con su sistema de consumo crediticio. El componente de la revuelta son los cuerpos y la pluralidad de mundos, abiertos a las diferencias que desean cambiarlo todo. La revuelta está cargada de la tensión entre el deseo de otra vida a la que de manera precisa llama «costumbre» de la dignidad y la posibilidad de la muerte en la lucha por este imperativo.

La dignidad es la materia que impulsa el deseo de otro modo de vida y expresa un levantamiento que ha dejado de temer a la muerte porque en su diagnóstico del «estado de cosas» la muerte por asfixia, más lenta o más rápida, es lo que ofrece una civilización que se cae a pedazos.

Ésta es la diferencia de las revueltas de hoy con los programas ilustrados y modernizadores de la revolución de ayer. La revuelta intuye que el proyecto civilizatorio del capitalismo ha dejado de ser sostenible, y que el viejo orden político de la modernidad ha dejado de acumular legitimidades en la ficción del individuo de la libertad (neo)liberal. La dignidad es el imperativo de una historia abierta al porvenir; es el umbral y la voluntad de co-existencia de una subjetividad plural y de una inteligencia colectiva que ha decidido saltar los torniquetes de la servidumbre y el adormecimiento. Éste es el principio que mueve a las revueltas latinoamericanas, norteamericanas y europeas. El movimiento de los cuerpos intuye que el colapso del proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista no puede ya sostener la vida en el planeta. Hoy toda revuelta tiene territorios locales, pero nunca tanto como hoy sus luchas están inscritas en la historia mundo de lo que Félix Guattari con precisión y acierto llama capitalismo mundialmente integrado.1

En América Latina, la revuelta solía emerger del interregno entre el campo y la ciudad, como una contra-modernidad o una reacción violenta a los procesos de modernización de la juridicidad del capital. Las insurgencias de indios y campesinos, el malón o el quilombo recorren las páginas del criollismo blanco de las élites a las que los espacios rurales les parecían el lugar de la barbarie. ¿No es acaso el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento o el odio hacia los indios de Francisco de Bilbao el lugar letrado desde el que se excluyeron las revueltas indias o las de los negros cimarrones? A diferencia de éstos, la paradigmática revuelta que encabezaran Pancho Villa y Emiliano Zapata sigue la traza, la huella de levantamientos sociales por la dignidad. El orden de los saberes disciplinados y el sensacionalismo de la prensa amarilla los suele categorizar como aquello que amenaza ciudades, quemando símbolos o derribando el hierro con el que la cultura civilizada convierte en sagrada su violencia. La novedad de las revueltas se da en un momento en que ya no podemos pensar en la estabilidad del proyecto civilizatorio de la modernidad.

El fármacon

Sin embargo, la revuelta del 18 de octubre en Chile es una insurrección de la plasticidad moderna y no-moderna de la sociedad civil, es decir, es todavía un sujeto que se levanta en nombre del legítimo derecho a la desobediencia civil, pero el levantamiento no está compuesto por la homogeneidad del viejo y fenecido ciudadano del Estado-nación. Hasta antes del 18 de octubre la sociedad civil no había emergido con la intempestividad que lo hace bajo el gobierno del empresario Sebastián Piñera. Antes adormecida por la sociedad de consumo y el entretenimiento espurio, el conato rebelde de la sociedad civil emergió del hastío contra los privilegios y los abusos de un sistema de instituciones que trabaja al servicio de la clase política y la oligarquía chilena. Un simple aumento en la tarifa del metro desencadenó la rebelión contra la normalización de la «banalidad del mal» neoliberal. Lo que la desencadenó fue el malestar y el descontento de millones de ciudadanos con el modo en que los partidos de la izquierda tradicional (Concertación y Nueva Mayoría) y el gobierno de la derecha de Piñera han naturalizado el abuso. Éste ha sido legitimado por la ilegítima Constitución que el tránsito a la democracia (1989-90) heredó de la dictadura genocida del General Pinochet. La consigna generada por la profundidad de la inteligencia plebeya se repliega en la primera consigna de la revuelta: «No son treinta pesos, son treinta años». El «ataque» de los «bárbaros» al patrimonio y los símbolos de la usura y la violencia contra las instituciones del odio es bautizada por la primera dama de la nación como acciones de «alienígenas», es decir, de los que están fuera del negocio del Estado. Los bancos y sedes del gobierno se convirtieron en el flanco de los enardecidos manifestantes. Por la magnitud de los cuerpos en las calles, la indignación fue rápidamente denominada con el nombre de «estallido social».

A diferencia de aquellos estallidos sociales que se han protagonizado en nombre de la reducción de las horas de trabajo o en nombre de un aumento salarial, las revueltas de nuestra «ontología del presente» han dejado de ser modernas, porque la modernidad en la región ha estado fuertemente subsumida en la modernización del capital. En Chile el malestar no puede ya ser analizado desde un ortodoxo enfoque freudiano centrado en el malestar moderno. El secreto de la sociedad neoliberal estaba alojado en la administración del goce. La entretención y el acceso masivo a la cultura del consumo cambia las coordenadas freudianas del análisis del Malestar en la cultura (1930), y al mismo tiempo destruye las instituciones en las que Freud pensaba la posibilidad de la civilización.2 La apropiación de las satisfacciones que produce el consumo neoliberal no depende de las instituciones de la cultura y el bienestar social que debe regular el Estado. El neoliberalismo del oasis chileno destruyó los principios más básicos de las instituciones modernas sustituyéndolas por la administración del goce consumista.

El límite de esta estrategia centrada en la ilusión de un goce mercantil y efímero había sido el principal mecanismo de cohesión de la dominación neoliberal. Esto no sólo es un componente que permitió sustituir instituciones de bienestar social por un sistema de endeudamiento que producía satisfacción efímera y sobre todo culpa por imposibilidad de pago en las clases más desposeídas. La satisfacción de las pulsiones de Eros y Tánatos y el control civilizatorio/institucional de la economía libidinal que permite subordinar el principio del placer al principio de la realidad fueron radicalmente destruidos como posibilidad con el golpe de Estado en 1973. Todo lo que vino después del terror de la dictadura ha sido articulado por el principio de crueldad.

La policía, expresión de fechorías y crueldad, lleva nombre de animal: los chanchos. Se vincula a lo sucio, a la fuerza bruta que le otorga la supuesta legitimidad de la soberanía del Estado. La fuerza bruta, descerebrada y anárquica de la policía, da golpes, tortura, viola mujeres, golpea y mata a los pueblos indígenas, viola los DDHH en defensa del pacto de una oligarquía (financiera) que vampiriza la fragilidad de los Estados y sus instituciones. Las paredes de las calles de Santiago de Chile y de la totalidad de sus ciudades se convierten en un largo lienzo en el que se escribe el rechazo a las instituciones castrenses. Cientos de miles de grafitis de distintos tamaños, colores y caligrafías con la consigna más globalizada del presente se reúnen en una sensibilidad, un mismo grito de protesta: A.C.A.B. (All Cops Are Bastards). La inmediatez es la ira y el grafiti el modo en que ésta, en un primer momento, se expresa convirtiéndose en afecto, en posibilidad de invención del cuerpo. La revuelta es temida porque su potencia corpórea podría eventualmente hacer un agujero en el orden simbólico.

El principio de crueldad articulado por el Estado es tanto físico (represión y abuso policial) como psíquico (endeudamiento, frustración, depresión). Lo que Antonin Artaud llama microestructuras del dolor mental son los componentes esenciales de un sistema de dominación que ha destruido toda posibilidad de modernidad.3 El neoliberalismo niega y destruye la modernidad de las instituciones y las hace desaparecer en el gobierno de la crueldad de un Estado-mercado. Esta destrucción, evidenciada aún más por la pandemia global del Covid-19, no puede ser contenida por la clase política ni por el moderno sistema de representación, también destruido por la fuerte y corrupta relación entre parlamentarismo democrático y capitalismo transnacional y oligárquico.

La pandemia y los levantamientos (Chile, Colombia, Perú) han abierto surcos en la superficie del globo terráqueo y han evidenciado que los problemas ya no son nacionales. La revuelta es un rechazo generalizado al principio de crueldad neoliberal. Por eso, toda revuelta es al mismo tiempo una vela encendida que se opone a la crueldad y hace de la dignidad una experiencia singular para cada miembro del género humano.

Los incendios causados por la rebelión iluminan, como antorchas, la vida en rebeldía de las poblaciones a las que laeconomía neoliberal humilla, vandaliza y saquea sin ninguna mediación, sin ningún principio civilizatorio, salvo el de ofrecer que todas y todos seamos emprendedores. En esto consiste la revolución molecular, la revolución subjetiva de la virología neoliberal. Toda y todo emprendedor en la singularidad de su narcisismo tiene los mismos derechos e igualdades. En su operación molecular de afectar los cuerpos, de minar la subjetividad con el virus del egoísmo racional (canalla) encontramos la defensa que la filosofía de Ayn Rand levanta contra los valores del altruismo y el socialismo, internalizada por la subjetividad del orden.4

En Chile esta filosofía del egoísmo, molécula fundamental del principio de crueldad, ha sido internalizada con una eficiencia paradigmática y sin ninguna otra ilustración que la del terror de los años de dictadura y el cinismo de la transición a la democracia. La revuelta ha sido la terapia al narcisismo canalla y a la individualidad cínica de la meritocracia, cinismo que funciona como otra forma molecular de la subjetividad del (neo)liberalismo. El código (neo)liberal de la libertad y la meritocracia de que todas y todos podemos realizarnos según nuestras capacidades comenzó a experimentar un rechazo en los cuerpos de las singularidades colectivas que protagonizaron la revuelta del 18-O. El estallido social transparentó la miseria del orden simbólico y el vínculo con los narcóticos del adormecimiento se desvanecieron. La revuelta deja en evidencia que el neoliberalismo es un narcomundo orientado a promover la «angustia de muerte». En el libro Hasta que valga la pena vivir. La revolución de octubre de 2019 en los muros de Santiago (2019) de Luciana Echeverría, Javier Rebolledo y Dauno Tótoro la contención a la angustia de los narcóticos se resuelve así: «Con justicia social, no necesitas clonazepam».5 Las drogas que adormecen la subjetividad y castran el despertar hallan en la revuelta la terapia al fármacon neoliberal.

El antídoto

La dignidad como antídoto a la depresión o a las «pasiones tristes» se tornó un carnaval en una de las plazas de Santiago. La plaza, lugar moderno de recogimiento de la vida cívica y espiritual de la nación, se convertirá en el campo de batalla de un interregno político sin resolución parlamentaria. La plaza Baquedano es el lugar en el que el estallido reunió la pluralidad de cuerpos y mundos subjetivos en la que, se puede decir, surgieron varias de las estéticas del devenir plebeyo (el Negro Matapacos, los Avengers chilenos y Pikachú rebelde provienen de esta experiencia). En el monumento al general Baquedano —soldado al que la oligarquía le debe el haber luchado contra Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico, entre otros méritos patrioteros— y hoy bautizada por la revuelta como Plaza de la Dignidad, se ha venido congregando la «comunidad de los que no tienen comunidad» bajo el dominio de la sociedad neoliberal. Esta comunidad de mujeres, movimientos indígenas, precarizados, ancianos y ancianas, estudiantes, inmigrantes y desempleados. La comunidad replegada en la desobediencia civil y en el clamor por dignidad ha fragilizado los aparatos de dominación psíquica que no tienen precedentes en otros periodos de la historia.

La industria de Hollywood y sus películas basadas en la trama invariante de la justicia y la rebelión por dignidad han funcionado como la «caja de herramientas» teóricas y tácticas para organizar la autodefensa de la revuelta. La conocida Primera línea y su cuerpo de paramédicos emergen como héroes de una contienda épica, sus tácticas de contención, formación en línea y autodefensa —posiblemente tomada de films como Gladiator (2000) de Ridley Scott o Braveheart (1995) de Mel Gibson— expresan el agrupamiento y la organización de los afectos que antes habían sido depresión, humillación o rabia contenida. La violencia con la que la policía arremete contra la potencia afectiva de estos cuerpos hace de mediación visible e inmediata del principio de crueldad. Lo increíble es que la rebelión ha usado de manera no militar, sino creativa, los mismos aparatos tecnológicos que trabajan al servicio del control de las subjetividades y de la vigilancia de los cuerpos mediante la producción de signos mercantiles y dispositivos de invasión televisiva. Los dispositivos visuales y de vigilancia que habían sido interpretados por varios y varias teóricas contemporáneas como dominación total o como transparencia absoluta de la sociedad del control se han vuelto contra el orden neoliberal. El fenómeno puede explicarse a través de la hipótesis de que la dominación, por más perfecta y compleja que sea, nunca puede ser total. Por otro lado, en las artes de la vigilancia de los mundos sensibles del planeta, el orden subjetivo del liberalismo extremo nunca ofreció una comunidad de salvación, salvo la del adormecimiento en la sociedad del espectáculo y el consumo.

El deseo de desobedecer proviene de la materia animada por la vida de los cuerpos que bailan y protestan en el frágil cobijo de la «flaca fuerza mesiánica» que les otorga la consigna de que «sólo el pueblo salva al pueblo». «No hay comunidad de salvación por fuera de la revuelta», «no hay vida digna por fuera de la lucha», son los emblemas de un estado subjetivo en rebelión. Pero también de una apertura, un forrado en el orden de los símbolos, en los diques que reproducen el poder. Los levantamientos se han producido, principalmente, contra los Estados neoliberalizados y destruidos en sus presupuestos más elementales de lo que fue el viejo Estado de derechos. La hegemonía articulada por el principio de crueldad que controla desde los años ochenta la vida y la coexistencia en todo el planeta no puede evitar su relación con el crimen organizado estatalmente. El crimen tiene efectos directos en la catástrofe medio ambiental: el robo de los ríos, la polución de las ciudades, la minería extractiva, el robo de tierras, el despojo de poblaciones, es una consecuencia directa de la falta de Estado y de instituciones al servicio del bienestar de los y las existentes en territorios que se supone están regulados por un concepto moderno de civilidad. En un devastador escenario la revuelta por dignidad no es sólo contra el gobierno, sino contra todo lo que ha devastado la posibilidad de una vida en donde la costumbre sea la dignidad de coexistir. Esta costumbre, de ser posible, niega el peso del cinismo de las clases acomodadas que en la compulsión por el valor y el dinero denigran la posibilidad de la vida en dignidad. Lo que está en marcha es la potencia de la dignidad de los nadie, como la llamara el director de cine Fernando «Pino» Solanas.

La dignidad es la revuelta

En su libro Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), Immanuel Kant, el filósofo de la modernidad europea, la define así: «[e]n el reino de los fines, todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad».6 Lo que no tiene precio es también aquello que hace de la costumbre un valor imposible de ser valorizado en el juego de los consensos y de los intercambios de mercancías que están en la base de lo que adquiere precio. La dignidad es el cerebro afectivo de las revueltas y, a su vez, es el clinamen, la lluvia de átomos que transforma la rabia en el afecto colectivo de una inteligencia que ha dicho basta. El ¡basta ya! no es un cuerpo que puede ser medicado o recluido en las instituciones del control subjetivo. Se trata de un NO como movimiento de negación del orden que afirma la materialidad de una multiplicidad de cuerpos. Una pluralidad indignada, anti-liberal e insubordinada a los protocolos de subjetivación del orden neoliberal es como la ola de un tsunami que desea desobedecer para inundarlo todo de dignidad. «Hasta que la dignidad se haga costumbre», es un imperativo insurreccional que afirma la urgencia de otro modo de vida, de coexistencia. Este imperativo no es nuevo. En cambio, sí lo es el clamor y la urgencia con la que se expresa hoy su necesidad.

La revuelta en Chile aterroriza a los poderes porque tiene inevitablemente un carácter mesiánico. Es común leer en las redes sociales el enunciado: «El neoliberalismo empieza en Chile y se acaba en Chile». Hay algo que el movimiento por la dignidad de la sociedad movilizada promete. Se trata de la promesa que abre la historia a lo que no tiene precio, es decir, a la vida que debe —es urgente que lo haga— dejar de ser valorizada en términos mercantiles. La multiplicidad de los vivientes no tolera más que la medida de la vida sea el valor de cambio. La revuelta no sólo tiene por deseo la recuperación de la diferencia moderna entre lo público y lo privado.

Su deseo de desobediencia es la recuperación de una promesa cuya apertura está dada por una conversión subjetiva. Saltar todos los torniquetes de la subjetividad es el clamor de lo que se halla condensado en la performance del colectivo feminista Las Tesis. «El violador eres tú» es un contra-himno que resiste las instituciones modernas en la que se forma la subjetividad del orden despótico. Lo que el contra-himno nacional de Las Tesis impugna son las instituciones que denigran la vida porque operan como programas de la acumulación de riquezas y de una justicia que nunca llega. En la afirmación «El Estado opresor es un macho violador» hay una alegoría de los síntomas de un malestar globalizado. El Estado moderno ha dejado de ser el lugar de la promesa emancipatoria porque no sólo no controla los procesos de socialización en los que se generaliza e internaliza el principio de crueldad neoliberal, sino porque tampoco puede dar ya garantías de la recomposición moderna de lo público.

En Chile, lo público había sido el acontecimiento que produjo la experiencia de la Unidad Popular de Salvador Allende. Esa experiencia de la dignidad del pueblo sería clausurada de manera violenta por el golpe de Estado de 1973. El golpe abrirá paso a un liberalismo extremista y a la completa desestabilización de la diferencia entre lo público y lo privado. La modernización de la dictadura movilizará con el apoyo de la izquierda tradicional el saqueo de las tierras mapuches, el vandalismo hacia la educación, la violación de los derechos humanos, la corrupción y la desmesura de la violencia policial que hemos visto en un año de revuelta social. La izquierda tradicional (Concertación y Nueva Mayoría) es parte del problema, porque en 1989 decide aceptar la ilegítima Constitución de 1980. La Constitución de Pinochet y Jaime Guzmán es continuada por gobiernos de izquierda, radicalizando el liberalismo extremo de la dictadura. Privatizaciones y negocios (transnacionales) de todo tipo van a significar el fin de la contradicción entre lo público y lo privado. El liberalismo extremo o neoliberalismo clausura la posibilidad de lo público y radicaliza el sistema de privatizaciones en el dominio de la salud, educación e incluso se llega al extremo de privatizar el agua. En los 30 años de democracia por la que muchas chilenas y chilenos dieron su vida, todo deviene precio y denigración de la dignidad. La desvalorización de lo público hace desaparecer la lucha por la «cuestión social». La izquierda moderna desaparece y con ella también la dignitas como legado de la modernidad criolla.

El clamor de la dignidad que emerge con la revuelta social del 18-O no es moderno. Por eso, no puede resolverse en una distinción que pertenece a la historia de la opresión y el abuso que se agotó en 1973 y que radicalizó la democracia de los consensos con la oligarquía. La revuelta de la sociedad chilena está profundamente desligada de la izquierda tradicional, cuya herencia era la modernidad que tensaba la diferencia entre lo público y lo privado. Las dificultades que hoy tienen los sectores más progresistas del gobierno de vincular sus «buenas intenciones» a las demandas de la revuelta hay que buscarlas en el hecho de que la diferencia entre lo público y lo privado es una diferencia que sólo existe en los manuales de ciencia política. Si bien la más importante de las diferencias de la modernidad política nunca fue demasiado fuerte, la remoción de lo público de las luchas por parte de la izquierda moderna y su conversión en administradores de la derrota de 1973, hace de la clase política (de izquierda a derecha) uno de los principales enemigos de la revuelta. La crisis de representación es una crisis de la modernidad criolla y su enorme dificultad para mantener las instituciones y legitimidades del orden (neo)liberal.

¿La nueva Constitución?

El 25 de octubre de 2020, en el plebiscito por el apruebo y el rechazo de la Constitución de 1980, el resultado fue un abrumador triunfo del apruebo con el 80% de los escrutinios y un 20% del rechazo. La clase política y el gobierno de Sebastián Piñera celebraron este triunfo electoral como un triunfo impulsado por ellos. El triunfo electoral de la sociedad movilizada aparece también como el triunfo del gobierno de Piñera. La opción por una Convención Constitucional en la que se elegirán 155 representantes de los partidos políticos deberá escribir una Nueva Carta Magna. ¿Cómo se llegó a esta apertura?

Esta brecha fue abierta el 18 octubre del 2019 por una revuelta inédita en la historia de Chile. El llamado de los escolares a saltar los torniquetes en las estaciones del metro de Santiago por el alza de 30 pesos en el boleto enciende la rabia de lo que había sido una adormecida ciudadanía. El oasis del neoliberalismo se incendia en medio de una incontenible sociedad movilizada. La consigna del estallido social era certera y no tenía ninguna mediación en la representatividad del sistema político: «No son 30 pesos, son 30 años».

La reacción de la policía y el gobierno fue reprimir con brutalidad y violencia. Las calles convertidas en lienzo de demandas y denuncias fueron una y otra vez escritas con la consigna globalizada de A.C.A.B. El rechazo a la policía es expresión del cansancio a los abusos y atropellos a los más desposeídos, pero también a los nadie de las clases medias endeudadas y frustradas por el oasis de la oligarquía. Al estallido se sumaron las luchas de los movimientos sociales (feministas, mapuches, movimiento contra el sistema privado de pensiones [AFPs], disidencias sexuales, ciclistas y ecologistas, estudiantes y abuelos y abuelas jubilados) que no van a negociar la emblemática consigna que condensa la pluralidad de mundos en rebeldía: «¡Hasta que la dignidad se haga costumbre!». Si la principal consigna de la revuelta es la dignidad hecha costumbre su vocación de justicia y la enorme voluntad de cambio que ha abierto se ha expresado en el agujero que le ha hecho al orden simbólico del neoliberalismo. En Chile, el modelo a emular por otras repúblicas en América Latina no ha sido herido por el progresismo de izquierda. La izquierda progresista en Chile aún no ha tomado lugar. No tiene existencia porque su característica ha sido la de continuar el modelo heredado de la dictadura. El neoliberalismo con rostro humano es lo que ha aportado la izquierda que ha sido gobierno. La herida en el orden simbólico ha sido causa y efecto de la revuelta en curso. No sabemos qué tan profundo es el agujero. Tampoco podemos calcular en qué podría consistir el umbral subjetivo que ha abierto un proceso que sólo puede entenderse como un quiebre en el orden de la modernidad capitalista.

La revuelta es un golpe plebeyo a la Constitución y las leyes que han reproducido un orden social. El orden simbólico y la subjetividad del ciudadano crediticio o con credenciales para endeudarse y realizarse en el festín de las mercancías ha sido puesto en stand by. La revuelta es temible para el orden porque ésta es una especie de escalpelo en las tripas de la subjetividad adormecida por la deuda, la mercantilización y el consumo como programa de vida. A la desprogramación del oasis del Mall, el auto, los viajes de turismo a costa de una deuda que produce culpa, frustración o envidia, el programa de la revuelta es la desprogramación de la vida como precio que se opone a la dignidad. El emblema de esta oposición es la consigna «Chile despertó». El despertar es el salto a los torniquetes de la subjetividad del precio o valorizada según el acceso al consumo.

Los torniquetes de la subjetividad neoliberal no son binarios, co-pertenecen y se prolongan en la diferencia moderna de la izquierda y la derecha. El sujeto neoliberal es el que sin poder salir del adormecimiento de las ficciones culturales creadas por la sociedad del liberalismo extremo o neoliberalismo ha internalizado una cultura. El neoliberalismo es un modo de producción de la subjetividad porque es un modo de producción de discurso. La molécula de este modo de producción está dada por la ficción del individuo meritocrático.

El mérito es la ficción de igualdad con la que la subjetividad del individuo confronta a todos y todas las que antagonizan con ella o con él. Todos podemos ser ricos si nos esforzamos e ideamos nuestro emprendimiento. El límite de este torniquete molecular comienza a debilitarse cuando el todo deja empíricamente de incluir al todos sin la trampa y el cinismo. Todos podemos tener educación, sí, pero hay que endeudarse con los bancos; todos podemos tener salud, sí, pero debes tener dinero si no quieres morir en una sala de espera; todos podemos jubilarnos, sí, pero con un estipendio que ni siquiera alcanza el sueldo mínimo. El día que los escolares saltaron los torniquetes del metro, la sociedad decidía saltar el torniquete molecular de la subjetividad neoliberal.

Lo que no podrá entender el gobierno de Sebastián Piñera ni la clase política que lo hace posible es que el clamor de la revuelta ha saltado el torniquete que produce la herida en el orden. Este salto es el verdadero estallido y el verdadero peligro para la reproducción de los habitus de un orden social que hoy aparece resquebrajado. El estallido social está lejos de ser la anarquía que el sensacionalismo de las imágenes televisivas o de los antropólogos de la imagen han mostrado. La revuelta no sólo produce imágenes o contra-imágenes al orden simbólico dominante, también produce la crisis de la imagen. De hecho, la dignidad no es una imagen, es el estado subjetivo de una posición afectiva. En otras palabras, la dignidad es la materialidad de la pluralidad de cuerpos que produce todas las imágenes de indignación y revuelta. Es la materia irreductible encarnada en lo que no tiene precio, y por lo tanto no puede ser universalizado por el control del equivalente general del dinero.

En Chile, la dignidad como subjetividad ingobernable posiblemente volverá a cuestionar el modo en que el gobierno, la clase política y los 155 escribirán la Carta Magna. La reactivación de la sociedad del mérito tendrá que reprogramar unos viejos torniquetes para los que la subjetividad de la revuelta tiene poderosas piernas atléticas. El límite de la Convención Constitucional es el límite de una maniobra del gobierno en complicidad con la clase política. Al no reconocer la profundidad del deseo de cambio de la desobediencia no reconoce que en el umbral de la subjetividad que abrió la revuelta existe el deseo político de una Asamblea Constituyente compuesta por una pluralidad de mundos subjetivos. La estrategia de la clase política es la de contener un nuevo modo de vida, contener el General Intellect que la revuelta viene preparando a través de asambleas territoriales, de cabildos, de juntas de vecino, de grupos de inmigrantes, de mujeres, de pueblos originarios, de estudiantes, de disidencias sexuales, etc. Es muy probable que el mega espectáculo de una nueva Constitución vuelva a mostrar que los viejos conceptos de la modernidad política no pueden ser resueltos desde la tradición republicana que diferencia lo privado y lo público. ¿Cómo se escribe hoy la demanda infinita de justicia?

El proyecto de modernidad basado en programas de desarrollo extractivo y de venta del territorio nacional a los grandes poderes transnacionales no es algo que esté en el horizonte del cambio que propondrá la Nueva Carta Magna escrita por 155 representantes del mismo sistema de partidos que la revuelta puso en crisis. La revuelta es la demanda infinita por justicia y, por lo mismo, no tiene precio, no puede ser valorizada en términos de demandas reivindicativas. No hay un pliego de peticiones que pueda ser absorbido por una política consensuada que logre «calmar» las pasiones de la rebelión por dignidad. El acontecimiento de la dignidad sólo ha tenido dos momentos en la historia de Chile. La dignidad con que la experiencia de la Unidad Popular (1970-73) empoderó a las clases plebeyas desde el Estado y la dignidad con que la revuelta del 18-O empoderó a la sociedad civil desde el clamor de una subjetividad anti-neoliberal.

  1. Félix Guattari, Las luchas del deseo. Capitalismo, territorio, ecología. Escritos para un encuentro 1989-1991, Santiago de Chile, Pólvora Editorial, 2020.
  2. Sigmund Freud, Obras completas. Volumen XXI, traducido por José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 2012.
  3. Antonin Artaud, El teatro y su doble, traducido por Enrique Alonso y Francisco Abelenda, Barcelona, Edhasa, 2011.
  4. Ayn Rand, The Virtue of Selfishness, Nueva York, Signet, 2011.
  5. Luciana Echeverría, Javier Rebolledo y Dauno Tótoro, Hasta que valga la pena vivir. La revolución de octubre de 2019 en los muros de Santiago, Santiago de Chile, Seibo, 2019.
  6. Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, traducido por Manuel García Morente, San Juan, Pedro M. Rosario Barbosa, 2007.