Dossier: 18-oct.- Latinoamérica

No hay hegemonía sin transgredir(se)

Manuel Canelas

El 18 de octubre pasado una abrumadora mayoría de bolivianos corrigió en las urnas el rumbo delirante en el que había entrado el país desde el golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019. La noche de ese domingo los principales medios de televisión anunciaron que a las ocho en punto se conocerían los resultados de bocas de urna y conteos rápidos de encuestadoras privadas, pero algo sucedió. Durante más de cuatro horas no dieron la información, argumentando súbitas limitaciones técnicas y permisos que debían cumplir por parte del Órgano Electoral, y el nerviosismo escalaba. Los programas de televisión dedicados a las elecciones, así como la mayoría de los medios escritos, se habían llenado de «analistas» que, durante la campaña electoral, y antes, aseguraban que el «70% de los bolivianos no quería el retorno del Movimiento al Socialismo (mas)». Las caras de esos analistas fueron mudando durante esas horas de espera la noche del domingo 18 de octubre y los análisis de esa noche perdieron repentinamente cualquier significado: el MAS había ganado las elecciones y con un resultado contundente, más del 50%. En pocos lugares como en Bolivia la diferencia entre opinión publicada y opinión pública es más elocuente; el último año fue directamente obscena y la decepción ante la evidencia fue enorme. Finalmente, pasada la medianoche lo inevitable salió a la superficie: Luis Arce Catacora —ex ministro de economía de Evo Morales por diez años y candidato a presidente— alcanzaba más del 52% de los votos y su rival, el ex presidente de centro derecha Carlos Mesa se quedaba en el 30%. El cómputo final, unos días después, amplió la diferencia a 55,11% frente a 28,83%.

Un poco atrás pero no tanto

Las elecciones de octubre de 2019 dieron un resultado ajustado a la hora de determinar si era o no necesaria una segunda vuelta: Evo Morales obtuvo el 47,08 y Carlos Mesa el 36,51. La norma boliviana determina que, si el primero supera el 40% y tiene una distancia mayor a los 10 puntos respecto al segundo, no es necesario el balotaje. La diferencia superaba por la mínima ese umbral y esa fue una de las condiciones para que se activara la operación golpista que la derecha nacional —desde Carlos Mesa hasta el líder de la ultraderecha local, Luis Fernando Camacho— puso en marcha con la inestimable ayuda del secretario general de la OEA Luis Almagro. Ahora bien, ésta fue una de las condiciones, pero existieron otras como la pérdida de confianza de algunos sectores urbanos de capas medias en el MAS y una caída de la legitimidad del proceso electoral.

Hay pocas dudas de que Evo Morales es uno de los líderes más populares en la historia de Bolivia y uno de los mejores presidentes en estos casi 200 años de vida independiente.

Si vemos los resultados de las elecciones desde 2005 en las que de un modo u otro Morales era el sujeto principal de la consulta —elecciones generales o referéndums— tenemos que ese 47,08% de las generales de 2019 fue el porcentaje más bajo y el referéndum revocatorio de agosto de 2008 el más elevado: en esa ocasión, al calor del enfrentamiento con las élites agroindustriales de Santa Cruz, el «Sí» a la permanencia de Evo Morales en la presidencia obtuvo el 67,41%. Difícil dudar que Morales ha sabido representar de manera sostenida las aspiraciones de una gran mayoría del país. La sustancial mejora de los indicadores de pobreza extrema, desigualdad, pobreza moderada, ampliación de servicios básicos, etc., han sido reconocidos por todos los organismos internacionales de referencia esta última década. Un apunte sobre el MAS: está lejos de ser un partido político tradicional, en realidad se trata de una suerte de confederación de movimientos y organizaciones populares con una organización bastante gelatinosa, pero al mismo tiempo eficaz como forma de movilización de lo popular en el país. El MAS opera casi como una lengua franca entre estas organizaciones que, sobre todo en tiempos electorales, es capaz de construir una cierta universalidad incorporando los diferentes intereses corporativos sectoriales —y ha tenido en Evo Morales a su intérprete último—.

Esta triada: la centralidad de Evo como factor de cohesión de lo popular, el apoyo electoral mayoritario a su figura y los resultados socioeconómicos de la última década nos llevaron a tomar y respaldar la decisión de promover un referéndum en febrero de 2016 para que se modifique el artículo de la Constitución que limitaba la reelección presidencial. El No obtuvo 51,3% y el Sí 48,7%. Sin embargo, decidimos buscar una vía alternativa —polémica y que fue, difícil dudar de ello, un elemento clave en la pérdida de confianza de algunos sectores de la población— a través de la habilitación vía Tribunal Constitucional como habían hecho en su momento Arias en Costa Rica y Ortega en Nicaragua. Esta fue una decisión colectiva, un error colectivo. Ninguno, desde la cabeza hasta el último legislador o dirigente, se animó a oponerse, a cometer lo que habría parecido una herejía. Las razones para apoyar esta ruta, la sólida creencia en la triada, parecían consistentes. La hegemonía, sin embargo, se resentía. Evo Morales pasó de figura indiscutida (en las elecciones de 2014 uno de los lemas de la derecha era «cambiaremos sólo lo malo» y el MAS logró 37 puntos de diferencia sobre el segundo y ganó incluso en Santa Cruz) a convertirse en el centro de los ataques más virulentos, con guiones de fake news a la mano.

Entonces, si bien se mantenían buenos números de aprobación a la gestión gubernamental, la intención de voto se vio afectada y la oposición, antigua y siempre derrotada en las urnas, consideró a partir de entonces que no tenía que renovarse o esforzarse en tener un mejor proyecto que el MAS sino simplemente organizar el sentimiento antimasista, recuperando para ello, sin ningún rubor, discursos racistas clásicos en la tradición antipopular nacional. El odio al indio, al cholo, se camufló, sin mucho disimulo, en el rechazo al masista. Ya no había mucho bueno que mantener, todo valía para echar a «la dictadura de 14 años».

Durante la crisis posterior a las elecciones de octubre de 2019 se conjugaron esta pérdida de confianza de algunos sectores urbanos con el odio organizado por los sectores radicales de la derecha. Terminaron, como reconoció Luis Fernando Camacho en público, sobornando policías y militares. El día 10 de noviembre la cúpula militar «sugirió» a Evo Morales su renuncia. Con una puesta en escena ruidosa la Biblia «volvió al Palacio de Gobierno» al mismo tiempo que se quemaba la bandera de los pueblos indígenas, y símbolo oficial de Bolivia desde la Constitución de 2009, la wiphala.

Las herejías nacional populares

El ciclo progresista latinoamericano de las últimas décadas ha tenido en los liderazgos carismáticos un elemento central del éxito electoral de distintos proyectos, pero también su permanencia o sucesión ha sido controvertida y no siempre fácil de abordar. ¿Qué hacer cuando algo que es imprescindible tiene, también, algunas dimensiones de problema, de límite? Esto no tiene una respuesta sencilla ni que se pueda tratar satisfactoriamente en pocas líneas, por lo que sólo comentaré brevemente algunos puntos sobre este tema que considero central. No pocas veces líderes políticos, intelectuales o dirigencias políticas que arrancan con ideas más «movimientistas» o «autonomistas» sobre la política, la organización y la manera de tomar decisiones terminan capturados por una especie de fetichismo estatista. Ni las posiciones que entienden cualquier presencia/trato con el Estado como una rendición, ni tampoco los que entienden la toma del poder estatal como la etapa final nos darán las respuestas que necesitamos. Sucede que el Estado, y su liturgia, generan una seductora cotidianeidad de la que no es sencillo librarse y rápidamente se constituye en los límites del mundo de muchos cuadros políticos. La consideración del Estado como un necesario momento táctico —no intentaremos discutir acá por cuánto tiempo— la tiene meridianamente clara la derecha que nunca apuesta todo a su control, pero tampoco tiene ningún problema con ello. Juega en distintas canchas a la vez sin que le suponga grandes contradicciones, o menos aún, sonoras rupturas o luchas fraticidas. En los últimos 20 años, la llegada al poder de proyectos de cambio encabezados por liderazgos carismáticos ha dejado exhaustas, cuando no raquíticas, a las organizaciones políticas y sociales que los promovieron, en parte porque se produce un traslado de sus cuadros políticos a cuadros de la burocracia. Si, además de ello, el fetichismo del Estado nos captura incluso para considerar que los líderes de estos proyectos sólo serán líderes en tanto sean jefes de Estado, los problemas y los límites no tardan en aparecer. Tendríamos que pensar nuestras organizaciones —¿partidos?— también como instrumentos de interrupción permanente de esa liturgia estatal y diseñar instrumentos e incentivos para ello de manera expresa. No renegar del poder estatal, sino interrumpir continuamente el cierre de su liturgia. El problema de la mediación sigue estando muy presente y no se supera solamente al desechar la palabra partido como un producto del siglo XX.

Quizás la dimensión última para redondear un liderazgo es que lo echen de menos. Nosotros en Bolivia, con la polémica en torno a la habilitación de la reelección, no dejamos que eso ocurriera. Lula Da Silva, antes de que el lawfare haga su trabajo rápido e injustamente, iba camino de ganar las elecciones por lo que representó y por lo que seguía representando: un pasado donde se vivía mejor y una ilusión de futuro. El caso de Cristina Fernández también nos sirve, si bien ella probablemente no habría ganado la elección del 2019 si encabezaba la fórmula —el famoso «Con Cristina no alcanza, pero sin ella no se puede»—, pero los cuatro años de Mauricio Macri y su decisión de elegir a otro candidato, permitieron que el binomio Fernández-Fernández ganara con claridad la elección. La derecha que consumó el golpe de Estado en Bolivia se creyó lo que sus analistas repetían: que la gran mayoría no quería volver al pasado y que Evo y el MAS eran un proyecto acabado. Los bolivianos tuvieron 11 meses para ver cómo era un gobierno de la oposición y pronto el pasado se añoraba. El acierto en la elección de Luis Arce como candidato hizo el resto: Arce representaba como nadie el modelo económico que había dado buenos resultados y además era la mejor respuesta a la crisis económica fruto de la pandemia, pero también de la desastrosa gestión de la derecha que tuvo en 11 meses 3 ministros de economía. Su acompañante, el excanciller David Choquehuanca, era la señal del otro gran logro y la respuesta a esa wiphala quemada: la inclusión.

De hecho, salir de la liturgia estatal le permitió al mas, de manera algo paradójica, fortalecerse como movimiento, recuperando la mística y algunos de sus mitos fundacionales, como el hecho de ser el «instrumento político» de los de abajo. Ahora que Evo Morales retornó a Bolivia tendrá como misión prioritaria la de liderar el MAS y demostrar que para que la hegemonía continúe es necesario ser herejes y jugar, al mismo tiempo, en varias canchas. Que con la calle no alcanza para cambiar las cosas, pero solamente con el Estado, tampoco.