Lecturas

Cuando las metáforas se desbocan

Claudina Domingo

El 8 de diciembre de 1980 un hombre se aproximó a John Lennon y le pidió que autografiara un disco. Horas más tarde, por la noche, el sujeto volvió y le pegó cinco tiros. Cuando el individuo fue capturado, cargaba un libro en el que había anotado unas pocas palabras. El libro en cuestión era El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Mark Chapman (célebre desde entonces por asesinar a alguien más famoso que Jesucristo) diría después: «La mayor parte del tiempo soy Holden Caulfield, el resto del tiempo debo ser el diablo», y eso es lo más cerca que estuvo de crear una frase literaria. No necesitaba mucho más, hay que decirlo, después de forzar realidad y ficción en un acontecimiento que no era un asesinato cualquiera, sino el homicidio de quien se esforzó en crear, a través de su música, lo mismo un manifiesto de rebeldía que uno de conciencia del dolor huma-no, la necesidad de empatía particular y de paz mundial. Lo paradójico de todos estos elementos los hace casi extraodinarios: ¿cómo se convierte una novela de aprendizaje en el detonante de un asesinato?

La respuesta más lógica (por sencilla) es que Chapman habría podido leer lo mismo el Cantar de los Cantares, Mujercitas o Adiós a las armas si lo que le urgía era un detonante para la psicosis. Y puede ser, pero eso no evita la tentación de releer El guardián entre el centeno en busca de «la clave» que incita a la propia autodestrucción y la destrucción de los otros. Antes que J. D. Salinger, Scott Fitzgerald había escrito una aparente novela de iniciación, A este lado del paraíso (1920), con un trasfondo oscuro y nihilista. La novela de Fitzgerald, sin embargo, tenía en su estudiante protagonista a un joven culto y agudo, un artista en potencia, que buscaba (casi perseguía) los abismos de los que era, al fin y al cabo, un diletante.

En contraposición, Holden Caulfield es un muchacho más joven, con una mente mucho más modesta, traumatizado por la muerte de su hermano menor (e inconsciente del poder de destrucción de una muerte próxima). En un periplo más bien patético por las calles de Nueva York, el protagonista busca distraerse del vacío de la muerte en una variedad de encuentros que lo muestran lo suficientemente escarnecido por el dolor pero lo bastante mimado (y propenso a escandalizarse) como consecuencia de una vida y una educación bur guesas. Lo que resulta es una hilarante metáfora sobre la soledad existencial con momentos casi cinematográficos (y famosos también ahora), como la obsesión del protagonista en torno al destino de los patos de Central Park en invierno. Novela existencial disfrazada de novela de formación o novela de iniciación devenida en reflexión filosófica, El guardián entre el centeno atormenta brevemente al lector cuando parece que «de verdad» el joven Caulfield lo mandará todo a la mierda y se convertirá en un paria vagabundo. Pero esto no dura mucho: al final, la soledad gana una partida al mismo tiempo que salva un final «feliz»: el joven problemático y educado en la ironía termina en un hospital mental de donde saldrá (en un futuro narrativo oculto) para reincorporarse a una vida burguesa en el otoño.

Lo primero que nos enseñan en la escuela es que la literatura es «de imaginación». Algo tiene de endeble el postulado porque nos lo repiten después, en la universidad o los críticos literarios: estamos ante la «representación» que hace el autor de un mundo más o menos parecido al verdadero. El problema es que las metáforas pueden ser muy poderosas, y no únicamente por su capacidad para aprehender las pulsiones (y compulsiones) de una época, sino por la enorme facilidad con que proponen diégesis o argumentos «totales», redondos, radicales. El guardián entre el centeno (1951) se «adelantó» a su época al representar a una sociedad de hombres (y mujeres) inmersos en una soledad devastadora al mismo tiempo que emocionalmente inmaduros: una sociedad estadounidense parca en los afectos, esclavizante económicamente y generosa

en armas y cárceles. (Lennon bromeaba diciendo que los estadounidenses usaban las armas como extensiones de los brazos).

¿Cuál es la metáfora en el asesinato de un pacifista a manos de un hombre solitario y «confundido»? La biografía y la carrera artística (o musical o mediática) de John Lennon era ya una historia excepcional.

El chico con talento que salió de un barrio bajo de una ciudad inglesa gris y se convirtió en una estrella del rock and roll. El músico lo bastante astuto como para apegarse a un rock and roll americano con tonos de pop, pero lo suficientemente ambicioso como para ser original y atrevido en una década llena de artistas originales y atrevidos. El rockstar irreverente, arrogante y agresivo que, sin embargo, parecía casi un intelectual seductor. El hombre que borró del mapa a los Beatles y los sesentas de un solo golpe para dar discursos pacificistas medio ingenuos metido en una cama junto a su «misteriosa oriental». Lo que salvaba a John Lennon de la caricatura y la charalatanería era su aguda conciencia de ambas.

A la distancia, y después de haber visto o participado ad nauseam en festivales infantiles con «Imagine» de fondo, una balada como esa podrá no impresionarnos, pero estaba inspirada no sólo en el discurso antibelicista de la época, sino en el fuerte resentimiento social que Lennon sentía hacia los «guardianes» del poder, sobre todo en la figura de policías y militares, no sólo porque garantizaban el statu quo sino por su carácter de instituciones sociales que sólo sirven para autopreservarse. Además, John Lennon tenía la paradójica e incómoda capacidad de ser al mismo tiempo showman que testigo y cronista de sus espectáculos. Sabía que él era, hasta cierto punto, una representación del artista y el showman: «Imagine es un gran hit en casi cualquier lugar —es una canción antirreligiosa, antinacionalista, anticonvencional y anticapitalista—, pero es tan aceptada sólo porque está edulcorada. Entiendo de qué se trata: envolver tu mensaje político en un poco de miel».

John Lennon por Jorge Varela

Para 1980, John Lennon volvía a escribir música y letras: la carismática música pop con toques de rock y ese aire de desgarramiento que también reconocía la alegría. Seguía hablando hasta por los codos de política y sobre sí mismo, con el aire de quien sabe que su personaje es uno de los principales de su época, que su personaje es importante para la trama y que sus diálogos deben estar a la altura de ese drama que sí, es un drama pese a las ironías inglesas. Había, incluso, cursado su diplomado en esposo feminista que cocina y cuida a su hijo. Y seguía hablando y escribiendo y cantando a Yoko Ono; a la mujer que (lo dijo mil veces) le había enseñado a amar. Era un guion peculiar, es cierto: rockstar atormentado por la orfandad conoce el amor, la felicidad, sobrevive a la ruptura de su grupo musical y vuelve del silencio artístico con el talento y la autocrítica intactos. Era un guion demasiado peculiar como para ser una metáfora.

Mark Chapman estaba bastante convencido de que él era Holden Caulfield, el perfecto solitario monologando con una posteridad o un lector testigo que recordaría su último recorrido por Nueva York antes de la capitulación final, antes de ser recluido en otro encierro solitario sin oportunidad de comprensión… A veces, la ficción se parece a la realidad; a veces la representación es demasiado convicente y las metáforas son tentadoras; los personajes, incluso, se vuelven nuevos, modernos arquetipos. ¿Es el poder de las palabras o el que las lee es quien les otorga poder?

Para una generación, el 8 de diciembre de 1980 representó el abrupto fin de un guion que parecía comenzar (o recomenzar): el ya conocido amigo crítico y exasperante de los sesentas y los setentas volvía a la música y al espectáculo. Unos meses antes decía en entrevista: «Mahatma Gandhi y Martin Luther King son dos ejemplos de pacifistas que murieron violentamente. Nunca he entendido qué significa que te disparen siendo pacifista». Por supuesto que lo peor de esta afirmación es que sigue sin respuesta, o sus posibles respuestas resultan devastadoras, entre ellas que un asesinato es tan posible como otro y que lo único que se necesita es imaginación (y ni siquiera demasiada) para llevarlo a cabo. Así pues, lo verdaderamente complicado resultaría imaginar la vida fuera de la violencia y de la opulencia metafísica de la tragedia.

Ilustración de Jorge Varela