Al leer tus ensayos, me parece encontrar un vínculo muy estrecho entre la investigación y la escritura de ficción. En los ensayos que podríamos considerar más académicos no deja de percibirse la veta narrativa que indaga en la palabra, en los textos, y descubre secretos cifrados en la escritura, mientras los ensayos más personales guardan saberes y detalles eruditos que enriquecen tu narración. ¿Cómo concibes tú esa relación entre la investigación y la escritura de ficción? ¿Cómo te aproximas al ensayo?
Siempre he pensado —y lo he escrito en numerosas ocasiones— que entre el ensayo y la ficción hay vasos comunicantes. Es obvio que cada uno de esos géneros exige distintas estrategias para abordarlos. Sin embargo me ha sido fácil —y casi sin advertirlo— deslizarme de uno a otro como si fueran excesivamente cercanos. Es más, en mi ficción hay largos trozos ensayísticos y en mis ensayos siempre interviene la ficción, a veces de manera subrepticia, en otras directamente. Quizá se deba a mi cercanía con la docencia, cuyo ejercicio exige recurrir a la erudición, pero también a la improvisación, a la digresión, a las asociaciones, a la imaginación, a menudo de manera espontánea y necesaria: no en balde soy profesora de literatura. No podría hacerlo a satisfacción si no estuviera en contacto con otros ámbitos de la cultura, del arte, de la historia, de la política, y de la vida cotidiana. Lo he hecho en mis clases tanto en la UNAM como en otras universidades del extranjero: Yale, Princeton, Harvard, Berkeley, Düsseldorf, Viena, Alicante. Y ese ejercicio de más de sesenta años influye en la escritura, así sea de ensayo o de ficciones propiamente dichas. Muchos de mis escritos, incluso algunos de los que aquí se compilan, han sido publicados en revistas culturales y aun en revistas de modas como Vogue, o han sido escritos también para la radio o para mis columnas de Unomásuno o La Jornada y últimamente para las redes sociales. Para La cabellera andante tomé varios de mis artículos semanales publicados en el Unomásuno, por ejemplo y en Por mirarlo todo, nada veía influyó mucho mi cercanía con el Twitter.
Sabemos que en tus inicios como profesora dabas clases de Historia del Teatro, de los siglos de oro y que por muchos años escribiste crítica de teatro para el periódico Unomásuno. ¿Cómo crees que esa experiencia se haya colado en tu escritura? ¿Qué lugar ocupa el teatro, sus dinámicas y propuestas en tu escritura?
Cuando cursé mis estudios para la carrera de Literatura Inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM seguí al mismo tiempo los cursos de Historia del Arte, Filosofía e Historia y algunos de teatro, antes de que en la Facultad se instituyera la carrera de Letras Dramáticas, específicamente con el profesor Allan Lewis, deportado por el macartismo de eu a México. Este curso fue importantísimo para mí, gracias a ese profesor que había tenido un papel importante en el teatro norteamericano de los años cuarenta en su país, tuve la oportunidad de visitar el Actor Studio de Nueva York. Luego en París —donde hice mi doctorado de 1954 a 1958— tuve ocasión de ver muchísimo teatro, por ejemplo el Teatro del Absurdo que entonces empezaba con Beckett y Ionesco, o asistir a las representaciones del Théatre National Populaire o del Teatro de las Naciones. También empecé a leer a Barthes con uno de sus textos de entonces: Sur Racine. De regreso a México y debido a que a Lewis le aplicaron el 33 por «sedicioso», me dieron su cátedra en la FFyL y durante varios años impartí Historia del Teatro Griego y Latino y Teatro de los Siglos de Oro. Cuando Héctor Azar inició su proyecto de teatro en Coapa lo acompañé: ambos compartíamos los mismos alumnos en distintas asignaturas en la Preparatoria 5, y luego cuando él fundó el CUT fui una de las maestras desde 1962; asimismo, con José Luis Ibáñez di cursos en el Centro de Teatro Clásico que él dirigía. De 1959 a 1966 escribí reseñas teatrales en diversos suplementos culturales y en Radio Universidad. Escribí dos radionovelas, adaptando La hija del judío de Justo Sierra O’Reilly, y Monja y casada, virgen y mártir de Riva Palacio, trabajadas en mis clases de Literatura Mexicana del siglo XIX de la FFyL para Radio Educación y Radio Universidad; traduje Pulgarcito el Grande de Henry Fielding, que puso en escena Juan José Gurrola, y Marat Sade de Peter Weiss, para la puesta en escena de Juan Ibáñez. Traduje obras de Tennesse Williams y de Ghelderode para la radio.
Aunque no sé realmente con precisión si esa cercanía con el teatro haya influido directamente en mi obra de ficción, sirvió —eso sí— para mis clases y para algunos de mis ensayos, algunos de los cuales aparecen en esta compilación tuya.
La amplísima variedad de temas, autores, contextos y tiempos que abordas en tus ensayos es deslumbrante. Revisas con igual soltura y agudeza personajes clave de la Conquista y la Colonia, obras de la literatura mexicana del siglo XX u obras de teatro, películas o exposiciones de arte. Entre toda esa enorme gama de escenarios y personajes, la constante más recurrente parece ser el cuerpo y su relación con el lenguaje. Me gustaría que nos hablaras un poco sobre cómo entiendes esa relación, sobre lo que en ella te ha fascinado a lo largo de los años.
Cuando estudiaba y enseñaba los villancicos de Sor Juana Inés de la Cruz dedicados a la Virgen María me asombraba y fascinaba cómo la jerónima hacía de la Madre de Dios una consumada cirquera, representándola en continuo ejercicio de ascenso y descenso del cielo hasta la tierra, malabarismo que se pensaría no debería atribuírsele a esa tan sagrada figura. Es evidente que no pretendo cometer el sacrilegio de compararme con la Décima Musa, pero puedo recurrir a ella para explicar en parte esos saltos inesperados que mi ejercicio escriturario parece realizar. En realidad, en esta voracidad que me caracteriza, en esta interesada y constante disposición a revisar todo aquello que me llama poderosamente la atención hay siempre un tema recurrente: mi fijación en el erotismo y en el cuerpo, dato que es comprobable simplemente con revisar el índice de esa compilación.
En varias ocasiones has mencionado esa maravillosa biblioteca de literatura erótica que tenía tu padre y el acceso que tuviste a ella desde temprano que, de alguna manera, te permitió entrar a la literatura por la vía de la transgresión ¿Cómo determina esa experiencia tu escritura, tus intereses, tu ojo como lectora?
No sé si la biblioteca de mi padre era esencialmente erótica, no puedo recordarlo, creo que no. En ella leí a Julio Verne, a Dumas, a Ponson du Terrail, a Salgari, autores no específicamente eróticos. No sé tampoco por qué mis lecturas me ocasionaron desde adolescente esa obsesión, lo que sí creo saber es que en una biblioteca circulante de una organización a la que ingresé cuando cumplí quince años leí Palmeras salvajes, de Faulkner, traducida por Borges, muy lejano él mismo a esos temas que me parece por lo general siempre eludió, y asimismo leí Santuario, del mismo autor, uno de los libros más violentos y mejor escritos que he leído y que no he podido volver a leer, pero que dejó una huella indeleble en mi imaginario, y lo subrayo, aunque parezca un toque melodramático. En ese libro y en otro que leí más joven, intitulado Al borde del abismo del cual no recuerdo en absoluto el autor, seguramente se trataban temas eróticos que no comprendía y me inquietaban.
Y ahora que me lo preguntas, hago una asociación que nunca había hecho: recuerdo un incidente ocurrido cuando tenía trece años, en que mis padres me castigaron porque creyeron falsamente que habían tenido un amorío peligroso con un joven de dieciocho años: estuve encerrada en una habitación durante varios días y con un ejemplar del Quijote como único texto para entretenerme, mismo que después me costó mucho trabajo leer, pero lo he hecho, como puede probarse por el ensayo que aparece en este libro y que le da título a esta antología: Cuerpo contra cuerpo. Esa experiencia me dejó una vaga y constante conciencia de culpabilidad, sin que supiera nunca realmente bien a bien de qué era yo culpable.
Habiendo tocado el tema del erotismo, es casi inevitable tocar otro asunto que visitas frecuentemente en tus ensayos y que tiene que ver con el lenguaje y los cuerpos que sufren, los cuerpos maltratados. Pienso en primer lugar en La Malinche y en el Quijote, pero también en Antonin Artaud o en Paul Celan. ¿A qué responde esa inquietud a la que vuelves una y otra vez?
La crueldad está presente en nuestra vida cotidiana de manera cada vez más ominosa. De adolescente me tocó vivir una experiencia muy fuerte: en 1939 un grupo de nazi-fascistas llamados los Camisas Doradas intentó linchar a mi padre por su apariencia flagrantemente judía. Ese mismo año empezó la Segunda Guerra Mundial y, aunque no de manera muy difundida, los campos de concentración eran ya un hecho. A medida que la guerra avanzaba, se iba sabiendo su terrible alcance; mis padres se salvaron porque emigraron a México en 1925, pero muchos de mis parientes sufrieron mucho durante la guerra —en la Unión Soviética, por ejemplo— y tuve compañeros de escuela que habían logrado escapar y que tenían tatuados los antebrazos. La idea de que hubiera podido ser una de tantas jovencitas que fueron exterminadas en Auschwitz u otros campos siempre me atormentó y me hizo sentir como una sobreviviente, fantasma que suele perseguirme hasta la fecha. Por ello he trabajado y leído mucho sobre los fascismos y a Hannah Arendt. A Paul Celan, a Jean Améry, a Primo Levi, a Walter Benjamin y antes y siempre a Kafka. Destino que de alguna manera parece empezar a redibujarse ahora.
En esa misma línea de la crueldad, y pensando en nuestra sociedad actual, es difícil no detenerse en la trata de personas, en los feminicidios y en la violencia que se ejerce en todo el mundo contra las mujeres, pero que en nuestro país alcanza unos niveles escalofriantes no sólo en términos de la incidencia de las agresiones, sino también de la impunidad con que se cometen los más terribles actos de violencia y crueldad. Desde tu trabajo como escritora, incluso en tus ensayos más tempranos, siempre que encuentras una oportunidad para denunciar o para evidenciar la violencia y la injusticia contra las mujeres, la aprovechas. Una muestra clarísima es tu ensayo sobre las monjas de la época de la colonia y los martirios por los que pasaban para acercarse a Cristo. Me parece que a través de tu escritura invitas a deconstruir esa idea tan arraigada en México de que el cuerpo de las mujeres debe sufrir. ¿Qué dificultades has tenido a lo largo de tu trayectoria a causa de esta vocación que no sé si tu misma llamas feminista? ¿Cómo ha marcado tu escritura ese compromiso?
Mi obsesión por el cuerpo ha sido una constante toda mi vida y es evidente en mi escritura ensayística y en la de ficción, así como en mi enseñanza. Virginia Woolf decía que la mujer puede solamente ser libre si dispone de un cuarto propio e independencia económica, pero es también obvio que una mujer no será nunca totalmente libre si no dispone también libremente de su propio cuerpo, de su derecho a decidir sobre él, de su derecho a no sufrir ningún tipo de violencia, como la que sufren muchas mujeres o la violencia autoinflingida de las monjas que intentaban pasar a la historia persiguiendo la santidad.
Por último, y en relación con otros vínculos sociales y políticos importantes que estableces en tu escritura, me gustaría que nos hablaras de Twitter. ¿Qué posibilidades has encontrado ahí como escritora? ¿Qué límites te ha permitido franquear, cuáles te ha impuesto?
Como lo he declarado reiterativamente, frecuentar el Twitter me interesó como un medio creativo y como la posibilidad de expresar en breves frases algunas de las ideas que se me ocurren diariamente y no tienen cabida en otro sitio, para ejercitar la ironía y el humor, para comentar cosas que me parecen fundamentales del acontecer diario, la ciencia, el cambio climático, las aberraciones políticas, etc, para difundir, retuiteándolas, noticias que creo pertinente compartir y resaltar. Para tratar de entender el rampante narcisismo que a menudo constatamos en todas las redes sociales, quizá aún más en el Facebook. Es un vicio, en realidad: no escribir por lo menos un tuit diario me parece casi un pecado mortal, pero también me agota, y muchas otras formas de lo virtual me parecen abominables y con la pandemia experimentamos un hecho singular: empezamos a perder el cuerpo cada vez más violentamente, nos convertimos en fantasmas hologramizados.