Tiremos del hilo
Quienes nos dedicamos a pensar sobre los diferentes callejones sin salida a los que nos ha conducido el neoliberalismo solemos ser objeto de burla de muchos «cientistas sociales», quienes rechazan el uso de ese termino por considerarlo vago, impreciso y abstracto. Para poder elaborar esta afirmación se ubican en el punto de vista de la evidencia empírica, es decir, de los datos que nos arrojaría la realidad al momento de tratar de entender algo del mundo social. La discusión pareciera organizarse, entonces, entre quienes construimos un muñeco de paja llamado neoliberalismo y quienes hacen el esfuerzo por describir los hechos de la realidad. Dicho de manera un poco simplificada, el debate teórico pareciera organizarse entre verdad vs. ideología. Si bien esta dicotomía ha calado muy profundo en los debates de la academia mundial, hoy asistimos a la debacle de la supuesta neutralidad de la evidencia. A modo de ironía, es como si la realidad del neoliberalismo hubiera hecho trizas esta comprensión aséptica del mundo. Porque lo no dicho de esta operación argumentativa es la identificación irreflexiva que muchos cientistas sociales establecen entre su marco teórico y eso que llaman realidad.
Y esta ironía encuentra sus raíces, justamente, en la dimensión ideológica que organiza este discurso de la evidencia empírica. ¿Hasta qué punto no es deudor de la ideología neoliberal que niega en el plano de los hechos? Porque si hay algo curioso en nuestra época, marcada por el neoliberalismo, es que practicamente ninguna corriente o escuela de pensamiento se asume neoliberal. Pero esta ausencia de identificación explícita con el neoliberalismo no debe hacernos perder de vista sus profundas conexiones con él. Más aún, ahí estaría la fortaleza del ethos neoliberal: sustraer de la escena los resortes ideológicos (o sentimentales) que lo sostienen. Es decir, las conexiones sensibles que determinan un tipo muy particular de vínculo entre las palabras y las cosas.
Y, entre estos resortes, cabe resaltar uno que se ha extendido como una evidencia antropológica: que la acción humana se organiza a través del auto-interés individual. Esta creencia asume que cada individuo persigue e intensifica su interés privado mediante una elección libre y racional. Todos los individuos son agentes racionales y ser un agente racional no sería otra cosa que actuar según el interés privado. De manera que si organizamos el mundo como para que cada uno pueda seguir racionalmente su interés privado viviremos en la mejor de las sociedades posibles. Y de este egoísmo fundacional terminarán por surgir formas de la ética y la filantropía, puesto que, a fin de cuentas, serán formas elevadas de perseguir los fines privados. He ahí la fantasía fundacional del neoliberalismo, he ahí la evidencia de la teoría de la elección racional naturalizada entre nuestros cientistas sociales. La fe en este hallazgo funciona como una especie de versión renovada del pesimismo antropológico que muchos creyeron leer en la concepción de la naturaleza humana planteada por Hobbes. Aunque la diferencia con Hobbes es que él era completamente consciente de que nos estaba ofreciendo una mitología, es decir, un artefacto ficcional que al funcionar en la fantasía podía tener la suficiente fuerza movilizadora como para generar efectos performativos en la realidad.
Aunque los partidarios de la elección racional ya no recuerdan qué era eso de las operaciones retóricas y, mucho menos, el opaco y misterioso vínculo que une las cosas a las palabras, sí es posible desarmar el nudo sentimental que los organiza. Tiremos de este hilo, entonces.
¿No es acaso la identificación irreflexiva entre racionalidad y fines privados el secreto mejor guardado de la fantasía neoliberal? ¿Qué clase de fines se pueden perseguir cuando las condiciones colectivas para ese propósito están clausuradas? ¿O qué clase de interés privado pueden experimentar los individuos cuando la mayoría de nuestra población usa fármacos para surfear las depresiones crónicas que impiden el ejercicio mismo del deseo? Y, más aún: ¿qué tipo de racionalidad es aquella que identifica fines privados con la autodestrucción vertiginosa de lo humano? La exaltación del individuo por parte del neoliberalismo termina por funcionar como un paradójico mecanismo sacrificial de nuestra individualidad.
Pero la necesidad de un objeto sacrificial como mecanismo de organización social pareciera responder a una época que no nos hemos cansado de imaginar superada: el fascismo. Si con el fascismo la culpa y la deuda requerían de un trabajo colectivo para obtener un sujeto sacrificial —aquel que impide a la comunidad «ser plenamente ella misma»—, con el neoliberalismo, en cambio, esto apunta a una privatización de esa culpa y esa deuda. Por tanto, la ilusoria búsqueda de la recomposición de la unidad perdida ya no vendría dada desde la comunidad, sino desde el individuo mismo. Dicho de otro modo, el nuevo objeto sacrificial que propone el neoliberalismo no será el otro, sino uno mismo. Por lo que el sujeto se verá sumido en la obligación —incesante por ser siempre infructuosa— de remediar su propia falta. El neoliberalismo, por tanto, pone en el centro de la escena al individuo y, mediante la fantasía de que le garantizará la realización de su interés privado, crea los mecanismos de un chantaje infinito: situarlo constantemente en el límite de sí mismo y enfrentarlo a la abismal experiencia de su propia disolución. Lejos de garantizar la evidencia del yo y su libre elección, el neoliberalismo especula con su desaparición.
Se deshacen los hechos, se deshacen los individuos y todo pareciera indicar que al tirar del hilo del neoliberalismo terminamos por jalar el fascismo.