Mi padre muerto me acechaba en sueños, hasta que ahogué su membrana amniótica
En Durham, en un puente situado a un costado de la catedral, el 11 de octubre de 2018, una voz salida del aire me compelía a ahogar a mi padre.
La noche anterior había sido un divertido desastre. Mi primera novela, Memorial Device, había sido nominada para el premio Gordon Burn, y aunque no gané, me fui de fiesta con mi editor y algunos amigos hasta muy entrada la madrugada. Fue la noche más divertida de mi vida.
Estaba siendo aquejado por pesadillas de mi padre, quien había muerto seis años antes, en 2013, y quien regresaba a visitarme en sueños como zombi, con sus hermosos trajes raídos y hechos harapos, su carne pútrida, sus brazos descompuestos sosteniendo sus órganos expuestos, su hermoso rostro mitad comido. Cuando papá murió, me dejó su amnios, o la membrana que envolvía su cabeza cuando nació. Lo llamaba su gorro de la suerte y me contó que si tenías una membrana amniótica en tu poder o, mejor aún, si nacías envuelto en una, jamás podías ahogarte. De hecho, entre marineros supersticiosos alguna vez hubo un gran tráfico de dichas membranas. Yo llevaba la suya conmigo a todas partes, cosida a una simple funda blanca con la letra D de Dad bordada, atesorada al interior de mi billetera.
Al día siguiente de nuestra juerga del premio Gordon Burn, perdí la membrana de mi padre. Estaba destrozado. La busqué en la mañana y ya no estaba. Le hablé llorando a mi editor, Lee. Pero cuando iba de camino a verlo en un bar, encontré la membrana tirada fuera de la entrada del hotel, milagrosamente, la funda con la letra D bordada. Seguramente llevaba ahí la noche entera. La levanté y la volví a meter en mi billetera. Pero algo no andaba bien.
Caminé por las calles de Durham, aún llorando. Me detuve en el puente desde donde se contempla la catedral. Justo en ese momento una voz me dijo que tirara la membrana de mi padre al río. Me di cuenta de que debía dejarlo ir. Sin pensarlo demasiado, pero bañado en lágrimas y confundido, la arrojé por la orilla del puente y la miré mientras giraba, se arremolinaba y desaparecía en las aguas lodosas. Desde luego, me arrepentí de inmediato. Pero después me di cuenta, como un relámpago, ¡de que no podía ahogarse! Estaba ahora vivo en cada río del mundo.
Poco después volé a México para trabajar en un libro. Conforme cruzaba el Atlántico tuve una maravillosa sensación de estar siguiendo el camino de mi padre quien, surcando todas las aguas, ya había llegado antes. Tenía la sensación de que me toparía a mi padre por el mundo, en todos los encuentros que estaban por venir, más que en una reliquia muerta del pasado. Así que me lancé a encontrarlo, constantemente, en el futuro. Y así fue. Cuando estuve en la Ciudad de México, le pedí a amigos que me llevaran a extrañas concentraciones de agua; viejos y apestosos canales de desagüe en Coyoacán; grandes lagos; bañeras sucias llenas de agua estancada junto a puestos de tacos en Tijuana; el hermoso Golfo de California, donde lo vi una vez más, debajo de mí, en la espuma de las olas.
Y mi padre no regresó más como zombi. Se me dio la gran lección de que nosotros, los vivos, debemos dejar ir a los muertos. Ellos están con su gente. Pero a través del amor rompen las ataduras de la tumba y vuelven a nosotros, así que comencé a preguntarme si de ahí proviene la idea de los zombis, de nuestra incapacidad de dejar ir a nuestros muertos. Así que lo dejé ir, a mi padre. Lo dejé sumarse a la masa de los muertos sin nombre.