Lecturas

La coalición de los frágiles frente a la coalición de los solos

Íñigo Errejón Galván

En el campo progresista y democrático se ha despertado una curiosidad morbosa sobre la atracción que las nuevas fuerzas reaccionarias despertarían entre «las clases populares». Esta curiosidad ha hecho fortuna en algunos ámbitos culturales e incluso militantes, que se han lanzado a una reflexión de tipo especular: adivinar qué habría hecho mejor la extrema derecha que las fuerzas emancipadoras para ganarse el favor de «los trabajadores».

Realizaré dos consideraciones al respecto. En primer lugar, este planteamiento no resiste apenas un análisis empírico comparado. Los sectores más golpeados distan mucho de ser bastiones de las nuevas derechas: en las pasadas elecciones norteamericanas Donald Trump obtuvo estrepitosas derrotas entre las mujeres, los latinos o los negros, que son los que concentran tasas de pobreza y precariedad muy por encima de la media nacional. En España los primeros bastiones de voto a la formación ultraderechista vox han sido en general zonas de alto poder adquisitivo. La fortuna que ha hecho esta asociación inconsciente se debe entonces no a su consistencia empírica sino a lo llamativa y conveniente que resulta: para que algunos se vistan de malditismo, para que otros fustiguen a las izquierdas y para que las élites renueven la tradicional desconfianza conservadora por la muchedumbre.

En segundo lugar, esta tesis comete un enorme error al sacar al neoliberalismo del análisis, cuando es el que produce el tipo de antropología que los reaccionarios, en última instancia, solo extreman.

Como en todas sus apariciones históricas, las fuerzas reaccionarias no surgen para chocar con los movimientos transformadores cuando estos están en su momento álgido. Se desarrollan con toda su virulencia solo en el repliegue o la decadencia de las fuerzas de cambio. Y se despliegan siempre sobre un terreno social desgarrado, roto.

Nuestros tiempos no son una excepción. Primero la revolución conservadora se ha dedicado minuciosamente a una labor de destrucción de las instituciones de las que emanaban las pertenencias como ciudadano y como trabajador. Esta fue una ofensiva de clase sobre el Estado y contra la sociedad.

Sobre el Estado porque, aunque hablaba de reducirlo, jamás lo hizo. Por el contrario, se limitó a subordinarlo casi en exclusiva a la acumulación privada de unos pocos. Durante los llamados «treinta gloriosos» del pasado siglo en Europa y EEUU, el Estado del bienestar acumuló contradicciones entre sus funciones de, por decirlo en términos marxistas, legitimación —para crear consenso y reducir el conflicto con concesiones sociales— y acumulación —para crear condiciones para los beneficios y la acumulación de capital—. Los intelectuales conservadores comenzaron desde principios de la década de 1970 a denunciar que las democracias occidentales sufrían una «sobrecarga» o saturación de demandas. En otros términos: el ciclo virtuoso de reformas propiciaba condiciones para que los subalternos fuesen a por mayores conquistas. La conjunción de esta tensión política con la gran crisis económica del petróleo recibió una salida a la ofensiva por parte de las élites, que se lanzaron a un proyecto de largo alcance de redistribución hacia arriba del poder y la riqueza y de destrucción de las conquistas de los trabajadores en el Estado y sus instituciones (de mediación, sindicales, de servicios públicos o asistencia social, de cogestión en las empresas o vecinales).

El resultado de esa ofensiva que llamamos neoliberalismo ha sido por un lado una gigantesca concentración de poder y riqueza en poquísimas manos, por otro lado una inestabilidad casi permanente y por otro una precarización generalizada de los sectores trabajadores y medios, que ya no tienen a su servicio el entramado público protector del Estado del bienestar.

La vida cotidiana entonces se ha hecho más insegura, más ausente de certezas y de normas. La única norma siempre vigente es la del poder despótico del dinero y sus dueños. Personas que pierden las casas por las que se habían hipotecado de por vida, personas mayores que después de jubilarse han de buscar un empleo para complementar su exigua pensión, familias que se endeudan o caen en la pobreza por un imprevisto o por un golpe de mala suerte, padres que pierden empleos que ni siquiera existirán para sus hijos. Una vida en la que ya no hay tiempo para nada, en la que nunca se para de correr, de competir, de culparse a uno mismo por las frustraciones que afectan a cada vez más gente. Porque todo ocurre bajo un incesante monólogo que habla de que todo es posible, que los sueños están al alcance de todo el que intente realizarlos con la suficiente fuerza, que todo es cuestión de actitud y esfuerzo… justo en la etapa reciente en que más roto se encuentra el ascensor social y más grandes se han hecho las grietas que separan a unos de otros por la familia en la que nacen. Es fácil de entender por qué el modelo social actual, además de socialmente injusto y ecológicamente insostenible, es generador de un inmenso dolor psíquico, de una orfandad emocional y una ansiedad que ni siquiera el uso cotidiano de psicofármacos consigue amortiguar.

Esta acumulación de incertidumbre, desconfianza y ansiedad se produce en sociedades que son cada vez menos sociedades, de las que los más ricos han emprendido un proceso de secesión que empezó siendo fiscal para ser después residencial, cultural e institucional. En las que los más débiles están cada vez más a su suerte y los que no, lo son presa del miedo de caer en la exclusión. El neoliberalismo no solo pulverizó los servicios públicos y los derechos sociales. También destejió vínculos comunitarios, fragmentando el mundo laboral, disolviendo las tradiciones no mercantiles, imponiendo un urbanismo de la disgregación y el ocio individualista. Y cuando se da la situación de que tanta gente necesita redes de seguridad y de sentido, cuando las promesas de que todos podían ser especiales y winners se desvanecen, no hay instituciones ni públicas ni comunitarias que se hagan cargo de tanta ansiedad.

Ahí es donde hacen aparición las fuerzas reaccionarias. Se ubican ciertamente en la conmoción producida por la ausencia de referentes. Pero no le hablan a un pueblo sino a un conglomerado de individuos desenraizados, dislocados y asustados. Que además, fruto de treinta años de pujanza cultural e intelectual de las ideas conservadores, están persuadidos de que cualquier esperanza en un orden democrático y justo para todos es en el mejor de los casos una ingenuidad propia de profesores universitarios y, en el peor, una treta por la que algunos quieren aprovecharse del resto.

En el reino de la desconfianza y el cinismo, interiorizado cotidianamente en las relaciones laborales, afectivas o mercantiles, cualquier apelación a una salvación colectiva suena naive o sospechosa. Albert Hirschmann ya describió a la perfección que para los reaccionarios todo cambio progresista es siempre inútil, contraproducente o malintencionado. ¿Y entonces?

Los reaccionarios aparecen entonces diciendo las cosas como son, es decir, como el neoliberalismo ha hecho que sean. Y no cargan contra la violencia cotidiana que aflige a los sectores populares sino que proponen acelerarla y dirigirla contra alguien que no eres tú. Golpean contra las únicas islas que en el Estado no se rigen por la lógica mercantil, así como contra todo intento de organización social autónoma que contrapese el poder de los ricos. Movilizan un curioso afecto sádico, una suerte de moral del esclavo: canalizan la rabia por el estado de las cosas contra aquellos que dicen que no tendrían que ser así. Parecen regodearse en asumir la violencia del mundo, e invitar a todos —a casi todos— a unirse a su coalición de los solos, de los autosuficientes, de los orgullosos que —dicen— no necesitan ayudas ni servicios públicos, de los desconfiados. Como si al hablar y comportarse con el matonismo de los millonarios a los humildes pudiese pegárseles algo de su fortuna. Ya desde las primeras ampliaciones del derecho al sufragio en la segunda mitad del siglo XIX las élites comenzaron a identificar la democracia con una amenaza a la libertad. Un exceso de democracia, decían, podía acabar en una amenaza de la libertad para los miembros destacados de la sociedad, los más ricos, los más fuertes. En el siglo XXI los reaccionarios retoman este mantra conservador y lo extreman: los fuertes no deberían ver su libertad restringida por la democracia… y los débiles (casi todos) pueden tener un lugar caliente si saben elegir bando a tiempo.

En rigor, las nuevas fuerzas reaccionarias son una vuelta de tuerca autoritaria del neoliberalismo en la época de la crisis del consenso, cuando las expectativas de una vida mejor y el acuerdo general no se pueden obtener por medios normales. Lejos de ser una fuerza antisistema o antiestablishment, las extremas derechas son fuerzas del establishment en crisis. En lugar de ofrecer un proyecto para que estemos mejor, ofrecen a una ciudadanía desgarrada la promesa del privilegio, en la magnífica fórmula de Luciana Cadahia: la promesa de poder ser más que alguien, siendo ese alguien el otro en cuya exclusión se basa la ilusión del privilegio. El problema es que la articulación social construida con el pegamento afectivo de la exclusión del otro, del débil, es una coalición que necesita, para ser renovada, grados siempre más altos de violencia y exclusión. Los reaccionarios solo aspiran a cohesionar la sociedad rota por el neoliberalismo de forma muy precaria, haciéndola vivir en un estado de (simulacro de) guerra permanente.

Sin embargo iniciamos la segunda década del siglo, los años veinte del siglo xxi, con al menos tres grandes retos civilizatorios frente a los cuales la «coalición de los autosuficientes» y su promesa de libertad como derecho absoluto de quienes puedan pagarlo no tienen respuestas que puedan proveer seguridad y, en última instancia, libertad.

La destrucción de empleos por el desarrollo de las nuevas tecnologías, el cambio climático y la pandemia que hoy sufrimos necesitan, para ser enfrentados, de potentes estructuras de solidaridad colectiva, de una masiva provisión de bienes públicos y de capacidades de previsión y planificación que perfectamente podríamos comparar con las movilizadas durante las grandes guerras del siglo xx. Nadie se salva solo, ni siquiera, en el largo plazo, los ricos en la secesión de sus países de origen. La reconstrucción a gran escala de nuestras sociedades pone ya sobre la mesa los problemas de los cuidados de cuerpos, de vidas y de un planeta que se han revelado frágiles. La nueva conciencia de nuestra fragilidad ciertamente puede producir huidas hacia delante cada vez más agresivas en la medida que impotentes. Pero ciertamente es una oportunidad para, frente al «o pisas o te pisan», articular una «coalición de los frágiles», que para hacerse libres tienen que serlo en común. Hay una batalla histórica por los valores en marcha y hoy es revolucionaria la afirmación de los límites propios, la confianza en el otro y la solidaridad, la responsabilidad, la capacidad de emocionarse e incluso de ser ingenuos frente al realismo del desierto y así abrir espacios para innovar y crear. Esos y otros son afectos radicalmente humanos, en torno a los cuales postular una mayoría de gente que está harta de fingir que no le pasa nada, que esta vida es normal, que puede con todo, que aguanta el ritmo o que no tiene miedo. Una nueva mayoría moral, intelectual y política que marque el rumbo de la década frenando el insostenible ritmo social, ecológica y psíquicamente depredador en el que estamos inmersos. Y que lo vaya sustituyendo por la democracia llevada a sus últimas consecuencias y a todos los rincones de la vida.

Ilustración de donDani