Hace unos minutos mi pareja y yo recibimos por paquetería dos pares de tenis de la marca de las tres franjas. Comprarlos fue toda una odisea. Invertimos tres horas en elegir el modelo y una hora más en intentar realizar el pago en línea. Introdujimos la información de una primera tarjeta de crédito, pero el sistema la rechazó. Intentamos nuevamente, y lo mismo. Luego usamos una segunda tarjeta, y tampoco. Hicimos tres intentos con tarjetas distintas, prestadas por familiares, desde cuentas distintas incluso, y nada. Llamamos al call-center y nos informaron que, por razones de seguridad, las tarjetas habían sido bloqueadas y que la única forma de concretar la compra era hacer el pago en efectivo directamente en un Oxxo —no a crédito, como teníamos pensado hacerlo—. Así que seguimos los pasos indicados y, tras dos nuevos intentos, no pudimos obtener el formulario de pago. Esperamos cinco días más, pues nos dijeron que en ese lapso las tarjetas serían desbloqueadas, cosa que no ocurrió. Esperamos una semana más, y nada. Tres semanas después del intento inicial, tratamos nuevamente. Las tarjetas continuaron bloqueadas, pero esta vez sí pudimos descargar e imprimir el formulario de pago. Así que tomamos del efectivo destinado a nuestra supervivencia para comprar los anhelados tenis. Un hoyito más en el cinturón, ¿qué importa?
Esta breve historia, replicada seguramente entre muchos consumidores, está relacionada con la manera en que el capitalismo moldea nuestro deseo, llevándolo a extremos que desde un punto de vista racional serían inaceptables —¿por qué insistir en comprarle a alguien que te pone tantas trabas para hacerlo?—. Desde pequeño tengo las tres franjas en la mente, lo mismo que la palomita, entre otros símbolos que, gracias a las distintas formas que adopta la sociedad del espectáculo, quedaron inoculados no solo en mi cabeza o en la de mi pareja, sino en la de millones de personas a lo largo y ancho del mundo. Los grandes deportistas de todas las disciplinas usan zapatos o ropa de esa marca, lo mismo que muchos músicos o celebridades. Pero también los ídolos cotidianos, mis tíos, las chicas y los chicos cool del barrio o del colegio, tocados a su vez por los mismos tentáculos del sistema. Si a eso sumamos el monstruoso aparato publicitario y mediático que nos bombardea constantemente de mil formas distintas, y los atractivos descuentos que ofrece la marca en una época —Navidad, Reyes Magos— caracterizada justamente por el consumo desbordado, puede entenderse mejor nuestra obstinación.
Un segundo aspecto que revela la historia de los tenis es la disposición al endeudamiento. El capitalismo, como bien afirma Maurizio Lazaratto, es una fábrica de hombres y mujeres endeudados. La deuda es clave para el sistema porque mantiene la demanda en niveles altos y los salarios en niveles bajos. Hoy en día buena parte de los seres humanos trabajan para pagar sus deudas, enriqueciendo así no solo a sus patrones, sino a los banqueros, los actuales depositarios de nuestra fe. Empeñamos, pues, nuestro futuro para poder consumir hoy, con la consecuencia adicional de que, para muchos, vivir endeudado es una derrota moral.
Ambos aspectos —la definición de nuestro deseo a partir de un gran Otro, nuestra disposición permanente a la deuda— son facetas de lo que Mark Fisher llama «realismo capitalista», que, como lo explica en su libro de título homónimo y en la multitud de textos políticos que publicó a lo largo de los años en su blog k-punk, es una creencia y una actitud. Creencia en el capitalismo de fachada neoliberal; actitud que asume que no hay alternativa. Hoy en día, nos dice Fisher en sus textos, es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, con todo y el desgaste y las dudas que pesan sobre este, agravados por las terribles consecuencias que en materia económica y de salubridad nos ha heredado la pandemia en la que seguimos inmersos.
El neoliberalismo es una ideología de clase, que, bajo el discurso del adelgazamiento y la eficiencia del Estado, logró lo que se propuso desde un inicio: asegurar a la burguesía el retorno al poder y a los privilegios. Puesta en marcha por el derrocamiento de un gobierno de izquierda, el de Salvador Allende en Chile, se basa en la creencia de que la sociedad no existe, solo los individuos, que compiten mutuamente para lograr sus propios beneficios, y que a través de su voluntad y su esfuerzo pueden transformarse en lo que ellos quieran, independientemente de su entorno, sus oportunidades o sus condiciones. Por contradictorio que parezca, este voluntarismo mágico recogió los deseos de la clase trabajadora —ignorados olímpicamente por la izquierda—, que hacia la década de los setenta anhelaba liberarse de la disciplina fordista de la fábrica, pasando entonces al control sutil y tecnológico de la metrópoli. Lejos de realizar su liberación, los trabajadores antiguamente organizados, identificados entre sí por pertenecer a una misma clase, están hoy todavía más a disposición del capital, en puestos temporales, sin prestaciones, sin ayudas estatales, con accesos cada vez más restringidos a los sistemas de educación y salud, en un estado de precariedad nunca visto, como si todo lo logrado por las luchas de sus antecesores no tuviera ya ningún valor. A partir de un discurso que, por un lado, ofrece la autotransformación heroica y, por el otro, otorga solamente frustración, incertidumbre y miseria, el neoliberalismo logró asestar un golpe durísimo a la clase obrera, que hoy no cuenta con ningún asidero ni institucional ni político ni existencial.
Las sociedades actuales, en su mayoría, se componen de individuos pobres, inciertos, ansiosos, enfermos, endeudados, deprimidos, aislados, amenazados, inestables, drogados, alcoholizados, incapaces de pensar y actuar para transformar el mundo, que han perdido todo rastro de conciencia de clase y de la solidaridad inherente a esta. De ahí, precisamente, la creencia de que no hay alternativa. El futuro no solo no ha llegado, sino que parece clausurado. Ni siquiera la cultura, que a través de la historia ha sido el campo en donde suelen germinar las grandes transformaciones, es capaz de pensar en mundos distintos. Ni la música ni el arte ni la literatura han logrado emprender la batalla por el tiempo. Sobreexplotados, inestables, en búsqueda de ingresos para sobrevivir y pagar deudas, enganchados además a los dispositivos tecnológicos, presas del hedonismo depresivo —conformado por el combo videojuegos, televisión, internet y marihuana—, nadie parece tener tiempo para el pensamiento, para la creatividad, para la experimentación, para el cuidado, para la cooperación.
Y sin embargo, en tanto creencia, el realismo capitalista puede ser depuesto por otra creencia. La historia política de la humanidad puede mirarse como una sucesión de ficciones, en virtud de las cuales el poder cambia de ropaje una y otra vez. Y así como se dejó de creer en el derecho divino de los reyes, para creer luego en la soberanía popular, podemos dejar de creer en el realismo capitalista a partir de una narrativa cuya construcción depende, no de los partidos ni de los gobiernos de izquierda —plegados, incapaces, impotentes frente al realismo capitalista— sino de nosotros mismos. Una narrativa cuya construcción y ejecución implique dejar de desplazar la responsabilidad de nuestras vidas al gran Otro. Una narrativa que recoja los deseos irrealizados, las promesas incumplidas, que surja del hartazgo y la rabia por todo lo que nos han robado: el futuro, la tranquilidad, la curiosidad, el goce, la camaradería, el amor.
«Para aquellos a los que desde la cuna se les enseña a pensarse a sí mismos como inferiores, la adquisición de calificaciones o riqueza raramente será suficiente para borrar —sea en sus mentes o en las mentes de los demás— la sensación primordial de inutilidad que los ha marcado desde su más temprana edad», dice Mark Fisher acerca de su propia depresión en «Bueno para nada», el texto que cierra Los fantasmas de mi vida. Fue esa inferioridad ontológica, proveniente del entorno, de fuerzas sociales reales y no de su interioridad o de su química cerebral, la que lo empujó a abandonar este mundo hostil hace poco más de cuatro años. Nos quedan sus textos, cargados de inteligencia, crítica, ira y resentimiento, no un resentimiento de esclavo, que al no poder ser sublimado lo mantenga sometido, en la inacción quejosa, sino uno que, al ser verdaderamente confrontado, lo induzca a levantarse y superar al amo, a creer en sí mismo y en su posibilidad de transformar el mundo junto con otros que comparten su condición, sus problemas, sus anhelos. Solo así, recordando que la sociedad existe y que tiene posibilidades infinitas, podrá girar la rueda de la historia en pro de los desfavorecidos. Solo así podremos librar y ganar la batalla por el tiempo. Solo así dejaremos de rogarle a las corporaciones que nos permitan comprar sus productos de mierda, a costa de nuestra tranquilidad, nuestro cansancio y nuestro futuro. Ni el capitalismo ni ninguna otra «estructura impersonal hiperabstracta» pueden tener sentido sin nuestra cooperación.