Columnas

La montaña de la muerte

Rodrigo Márquez Tizano

El cuerpo está con el Rey

¿Primero lo primero? Viajo a Dinamarca para escribir Hamlet. Pero este Hamlet se llama Varlotta: es la historia de otro Hamlet. Un Hamlet que vivió en Christiania y se llamó Varlotta. O se llama. El Hamlet original vivía cerca —como mejor se lo permitió la zarza del desagravio universal—, en Elsinore, pero Elsinore no se parece demasiado a Christiania porque el Pueblo Libre de Christiania está lejos de ser un castillo sino que, por el contrario, se trata de un área «ocupada» en el distrito de Christianshavn, en el centro de Copenhague, ubicado a menos de dos kilómetros del Palacio Real y el Parlamento, aunque en realidad Hamlet tampoco se parece mucho a Varlotta salvo por el hecho, poco relevante a decir verdad, de que en este cuaderno, borrón sobre borrón, ninguna de las dos reescrituras se superpone a la otra. Christianita por adopción, formoseño en el exilio —primero en Buenos Aires, más tarde en Dinamarca—, poeta sin poemas con apenas algún connato de ensayo sepultado bajo los archivos de la revista Sitio, Varlotta/Hamlet fue un fantasma titilante entre las últimas sesiones de la troupe de Corrientes y los resabios del Neobarroso que, a finales de los ochenta, aún latían por la noche porteña. Despojado de cualquier atisbo de patria —incluida la escritura—, el príncipe volvió al origen y se fabricó una nueva carcasa a la medida de sus imposibilidades, en el contexto menos premeditado: con pasado juvenil en Sportivo Patria y luego en Atlanta, Varlotta terminó sus días como centro delantero de fin de semana jugando para el Christiania Sports Club, un equipo semiprofesional de la sexta división danesa que le aseguraba el sueldo básico universal: techo y porro.

La búsqueda de Varlotta me lleva hasta el cementerio. En medio de un jardín del Garnisons Kirkegård que sirve de último descanso a quienes no quieren que su nombre figure en lápida alguna, justo bajo la sombra del arbusto más frondoso del cuadrado, están esparcidas las cenizas de Inger Christensen. No podía ser de otra manera. Si la persona es, según la máxima witoldiana que aparece como epígrafe de Azorno (1967) —una de las tres novelas escritas por Christensen—, «creada en primer lugar por la forma y, en segundo, creadora de la forma», este último acto se concatena a la perfección con la pesquisa que signa su obra, la tensión entre ciertos paralelos que, en un momento de inflexión, coinciden: flexibilidad y estructura, inicio y fin, repetición e improvisación. Esta idea que se instala entre las imágenes, el trabajo que realizamos con ellas y los instrumentos que tenemos a mano para revelarlas, es el motor de uno de sus poemas más ambiciosos, Carta en abril (incluído en El valle de las mariposas, Sexto Piso, Madrid, 2020), dividido en siete partes, numeradas del i al vii, que a su vez se subdividen cada una en cinco estrofas, marcadas por el mismo número de círculos. Este método de permutaciones y sustituciones, basado en sistemas musicales como el serialismo y el dodecafonismo, permite una polifonía que se opone a la lectura lineal desde la matemática y donde, al mismo tiempo, cada estrofa es un universo y cada universo el inicio y final de otro más.

¿Cómo comienza una historia? Con una imagen, dirán algunos. Con una intuición, dirán otros más: una corazonada, una sombra de corazonada, aunque esta operación es engañosa porque ahí se plantearía una sola historia, una historia original de la cual se desprenden todas las otras, ligeras variaciones de la unidad propuesta, como racimos y no en paralelo, sucediendo lo mismo al mismo tiempo. Quizá arranca el 26 de septiembre de 1971, casi dos décadas antes de que Varlotta debutara con la roja y gualda del CSC, cuando un grupo de periodistas que trabajaban para el diario Hoved Bladet fueron fotografiados mientras llevaban a cabo la toma simbólica del cuadrante de Bådsmandsstræde Barracks, un área militar abandonada en Christianshavn, que desde unos años antes había sido tomada, de forma esporádica, por células itinerantes de los movimientos okupa del norte de Europa. Quizá arranca con el primer tanto que marcó Varlotta para el CSC, año 92, fecha 4: un cabezazo desde la media luna desviado por un jugador del Vanløse if. Quizá con la muerte de Polonio, la locura de Ofelia, la ira de Laertes. Tal vez, solo tal vez, en Stefansgade, donde a falta de una lápida que cargue con el peso de su nombre, las palabras de Inger Christensen flotan sobre Copenhague entera, en el interminable Alfabeto que ¿arranca? en el preciso lugar donde todo termina: «Los árboles de albaricoque existen, los albaricoques existen».