La burguesa humildad
Hace poco leí a un amigo decir que no soportaba a los tipos cisgéneros que se describían como melómanos. Pues yo soy uno de ellos, le dije. Sí, tú tiendes a ser medio macho a pesar de ser puto, me respondió.
¿Cómo fue que empecé a convertirme en un macho melómano? Cuando Nirvana llegó a mi vida gracias a mtv. Mis padres no tenían dinero para los galones de leche ni para el típico pan seco que vendían las tiendas de abarrotes en Torreón adentro de clósets de cristal. Pero el telecable no faltaba. Supongo que teníamos que seguir siendo laguneros de alguna u otra manera. «Smells Like Teen Spirit» fue como un mazazo en la cabeza cuyos mareos no me dejaban reponerme ni sosiego. Si mis padres no podían liquidar las colegiaturas que se acumulaban en la administración de la escuela, a pesar de que las amenazas de impedirme la entrada se volvían tan amenazantes como una orden judicial, mucho menos podrían comprarme el Nevermind. Por ese entonces el gasto familiar se destinaba a la autodestrucción de mis padres. Claro que podía trabajar en uno de esos empleos que explotan a los jóvenes pagándoles cualquier miseria suficiente para saciar sus ingenuidades. Pero eso implicaba esperar al menos quince días o una semana. Y quién sabe si el sueldo alcanzaría.
Y eso no podía suceder. Tenía que averiguar qué había más allá de «Smells Like Teen Spirit» y «Come As You Are» que rotaban con desencantado plomo en mtv. Así que me lo robé del rack de un Soriana. El del Boulevard Revolución con la Saltillo 400. Junto con uno de Lisa Stanfield. Porque ya tenía sospechas de que me gustaba la verga de los amigos de mi padre y una de ellas era que los beats de house sudoroso alegres y eróticos del sencillo «This is the Right Time» ya le hacían cosquillas a mi esfínter.
Como pude los atoré en el resorte de mis calzones. Pagué el pan, la leche, las sodas y salí disparado. Quité el celofán con la misma ansiedad con la que desenvuelves el empaque del perico. La cocaína. Esa es la mentada melomanía. Una droga sonora y proterva sin la cual tu vida se nortea en el aburrimiento más culero y asesino. Y el Torreón de 1991 era una heterosexual cámara de gas de aburrimiento a cuarenta grados centígrados que mantenía aislada la sofocante normalidad. Las canciones son como vitaminas para los miserables que no teníamos nada. Excepto la fortaleza de aceptar nuestro destino de disfuncional soledad. Cuando no tienes dinero o padres como los que enseñan a rasurar a sus adolescentes en los comerciales de Gillette, la música se vuelve tu salvador, tu mentor y los consejeros de una personalidad que traes preoconfigurada por desórdenes de la genética y la lotería de la infancia.
Por eso los jodidos no podemos ascender a la supremacía hegemónica y celestial de los que escuchan de todo. Se jactan. Y te quieren evangelizar sobre el verdadero significado de la melomanía cuando escuchas de todo. Te reprochan que sigas diferenciando entre lo que para ti es música buena, que vale la pena, y aquella que consideras un vómito. Pretenden infundirte la culpa por tener los huevos de discernir algo de soberbia gracias a tus adicciones musicales. ¿Por qué habría de renunciar a ellos solo porque unos riquillos y sus discípulos clasemedieros descubrieron la misericordia de la humildad melómana? Avergonzarte por ser un melómano es similar a cuando te daba pena decir que eras pobre, no tenías dinero y vivías en un barrio peligroso.
Luego pretenden aislarte. Y es cuando recuerdo por qué me hice melómano en un principio. Como la aguja volviendo al surco.
Hoy día está de moda la humildad. Decir que te gusta toda la música porque de los incluyentes es el reino de los cielos. Qué mamada. Cuando te criaste en el pavimento, tu arrogancia musical es lo único que tienes. Pero la burguesía progresista quiere despojarte de eso.