En una escena de La guía perversa de la ideología (2012), Slavoj Žižek reflexiona sobre los desechos del capitalismo.1 Sentado en un asiento de lo que queda de un avión, el filósofo esloveno nos cuenta cómo el cementerio de los aviones en el desierto Mojave representa la otra cara de las dinámicas del capitalismo. La producción desenfrenada y constante de nuevos productos que empuja el capitalismo hacia adelante conlleva pues la paralela creación de cantidades tremendas de basura. Esta relación de causa y efecto resulta hasta aquí bastante lógica, sin embargo, lo que sugiere Žižek es que quizás no deberíamos reaccionar a la basura que nos rodea queriendo eliminarla. Todo lo contrario, deberíamos probablemente aprender a aceptarla, a reconocer que hay cosas que no sirven para nada, que rompen el ciclo eterno del funcionamiento. Es más, según Walter Benjamin, sería exactamente cuando la naturaleza se apropia de estos desechos de la cultura y los carcome, que el sentido de la historia se revela ante nosotros.2 Aceptar entonces la experiencia del fracaso del funcionamiento de las cosas, que nos ofrece un lugar como el cementerio de los aviones, podría ser la receta para vivir el presente. Y, posiblemente, solo de los desechos podría emerger algo nuevo.
Empero, en nuestras sociedades se suele preferir esconder los desechos que producimos, con graves repercusiones para la percepción de los espacios donde se acumulan los residuos y los derechos de las personas que viven cerca y, a veces, adentro de estos territorios.
En efecto, los gobiernos suelen clasificarlos como espacios de una clase inferior, que por ende carecen de los servicios básicos. Basta pensar en la falta de agua, luz y una adecuada red cloacal que afecta a las miles de villas miseria, favelas, comunidades, vecindades o barriadas presentes en América Latina y el Caribe, muchas de las cuales surgen en los alrededores de los vertederos de basura.3 Según Henry Giroux, la creciente desigualdad que afecta a nuestras sociedades excluye a sectores enteros, en su mayoría migrantes, villeres4 y personas sin techo, de los derechos y garantías que se suelen otorgar a los ciudadanos con plenos derechos.5 Estas poblaciones terminarían así por ser desechables, de la misma manera en que lo son los residuos.6 El término «basura» incluiría así no solo los productos, sino también a los seres humanos, especialmente aquellos que la nueva economía global ha convertido en redundantes, es decir, aquellos que no son capaces de ganarse la vida, que no pueden consumir bienes y que dependen de los otros para sus necesidades básicas. Estos residuos humanos son además invisibilizados, nos recuerda Zygmunt Bauman en su Wasted Lives, por nuestro deseo de no mirarlos, de no pensar en su existencia.7 ¿Qué hacer entonces con los desechos del capitalismo? ¿Cómo acercarnos a la basura que producimos y a la vez queremos esconder?
El contexto latinoamericano con sus, todavía demasiados, vertederos a cielo abierto nos ofrece algunos caminos a seguir.8 En estos espacios se concentran no solo los desechos del capitalismo que Žižek nos empuja a abrazar y los muchos seres humanos que reciclan informalmente residuos, sino también dinámicas coloniales. Si miramos con atención el contra-mapeo La república de los cirujas (ver figura 1), este enredo se revela con toda su fuerza.9 La república de los cirujas es uno de los tantos contra-mapeos realizados por Iconoclasistas, un dúo argentino de geografía formado por Pablo Ares y Julia Risler que desde 2008, a través de talleres comunitarios, produce cartografías alternativas de espacios dominados por los efectos del capitalismo, colonialismo y patriarcado, con el objetivo de cuestionar las representaciones hegemónicas del territorio. La república de los cirujas traza, en ese sentido, los recorridos de los recicladores informales, conocidos en Argentina con el nombre de «cartoneros» o «cirujas», por el barrio de José León Suárez y vertedero del ceamse (Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado) en el Gran Buenos Aires. El propósito principal sería entonces visibilizar el trabajo de miles de cartoneros y los residuos que manejan día a día.
Iconoclasistas ofrecen así una versión del espacio visto desde la basura y las personas que trabajan y viven de desechos. A través del uso de íconos e imágenes gráficas, los propios cartoneros visualizaron sobre el mapa su presencia en el territorio, desde los residuos que reciclan hasta la falta de agua potable, electricidad y transporte. El mapa ofrece en ese sentido una visión alternativa a aquella impulsada por el Estado argentino que, con leyes como la Ley de Basura Cero de 2018, tiende a invisibilizar los desechos y todas las relaciones que se forman alrededor de estos. En efecto, los cambios introducidos con la Ley de Basura Cero de 2018 apuntan a substituir progresivamente el sistema de eliminación de residuos en vertederos por la incineración, a través de la construcción de tres incineradores en el área metropolitana de Buenos Aires. De ese modo, la Ley afectará inevitablemente al trabajo de los cirujas que viven del vertedero. Sin querer poner en duda la necesidad de encontrar soluciones para la eliminación de los residuos sólidos, ni el hecho de que a través del reciclaje informal, como subraya Gisela Heffes, se exploten laboralmente mujeres, hombres, niñas y niños, lo que me interesa es señalar las implicaciones retóricas y políticas de leyes como la Ley de Basura Cero y su influencia en nuestra manera de pensar.10 Al abogar por el desmantelamiento del vertedero, el Estado está, al mismo tiempo, ninguneando la relación vital que existe entre algunos sectores de la sociedad y la basura. La república de los cirujas, por otro lado, hace exactamente lo contrario.
La mayoría de las veces que miramos un mapa que ilustra la recolección de basura lo vemos desde una perspectiva externa, a menudo estatal y burocrática. La idea de Iconoclasistas es, por ende, contrarrestar los mapas oficiales, animando a los habitantes y trabajadores del mayor vertedero de Argentina a que cuenten a través de las imágenes su presencia en el territorio. Basta con buscar en los mapas de Google el basurero ceamse Complejo Ambiental Norte III para darse cuenta que lo que generalmente todos vemos desde afuera es un área gris que, sin embargo, mirada desde su interno, se revela en todos sus colores: el verde de las infraestructuras para el reciclaje, el rojo de los centros comunitarios, los diferentes colores de los desechos recuperados (papel, comida enlatada, metales y plásticos, entre otros), el multicolor de las cooperativas y el azul y blanco de las escuelas. Es más, en La república de los cirujas vemos también los cuerpos que van y vienen, con sus ganchos, carritos y los problemas de salud desarrollados por trabajar entre los desechos. Pero, ¿qué ocurre entonces una vez que hayamos visualizado la basura?
La primera y más inmediata consecuencia sería revelar su existencia, así como aquella de los muchos recicladores informales de América Latina (alrededor de cuatro millones).11 La otra, quizás menos evidente, es mostrar que una de las consecuencias de la catástrofe ecológica provocada por el capitalismo, no es solo la producción de residuos, sino también la percepción que se quiere imponer de los desechos como algo que esconder, porque si ocultamos la basura estamos cerrando nuestros ojos frente a la violencia del capitalismo.
Los restos de nuestros sistemas de producción poseen de esa manera cierta potencia crítica, puesto que, si quisiéramos acercarnos a las dinámicas agresivas del capitalismo —desigualdad económica, explotación de recursos naturales y de personas, destrucción del ambiente, colonialismo— deberíamos posicionarnos en un basurero y desde allí mirar al mundo.
Si nos posicionáramos además en uno de los tantos vertederos de América Latina, la modernidad capitalista se revelaría en toda su crueldad, para usar la afortunada expresión de Jean Franco.12 Emergería pues una historia de explotación colonial, en que la dominación del territorio vino de la mano del saqueo continuo, pero también de sus resistencias, de individuos como los recicladores informales, quienes a pesar de los abusos hallan maneras alternativas de vivir, proponiendo epistemologías diferentes, «nuevas epistemologías del sur» diría Boaventura de Sousa Santos, en las que el residuo no se esconde, sino que se transforma en trabajo y vida.13
Los desechos podrían devenir así instrumentos para decolonizar nuestra percepción del mundo, generalmente influenciada por las representaciones hegemónicas en el estilo de los mapas de Google que retratan un área gris donde hay vertedores llenos de personas viviendo y trabajando. Acercarnos, por el contrario, a esos espacios a través de narraciones como la que ofrece La república de los cirujas implicaría decolonizar nuestras aproximaciones a la basura. Como nos enseñan Aníbal Quijano (1992, 2008, 2011), Walter Mignolo (2008, 2011, 2018) y Silvia Rivera Cusicanqui (2010), la colonialidad del poder establecida desde la conquista de las Américas y el comienzo del moderno capitalismo eurocéntrico todavía persiste en el neoliberalismo global y las sociedades neocoloniales de hoy en día e implica la consecuente hegemonía del eurocentrismo como perspectiva de conocimiento.14 Quijano emplea el término «colonialidad» en lugar de «colonialismo» justamente para resaltar el papel de la cultura en los procesos de dominación política y económica.15 Para liberarnos entonces de esas tramas de dominación habría que desconectarnos del conocimiento occidental para comprender el mundo desde otras perspectiva.16 La basura brinda finalmente esa posibilidad, ya que produce un conocimiento otro que revela los modos en que se forman los desequilibrios geopolíticos.