Lecturas

Entrevista con Jean-Luc Nancy

Jean-Luc Nancy en entrevista con Ilaria Gaspari

Entre las muchas consecuencias de la pandemia, creo que un día incluiremos también la transformación de nuestra percepción del tiempo. Acostumbrados a proyectarnos con desenvoltura en el futuro o en el pasado que, quizá por ilusión óptica, nos parecían del todo familiares, conmensurables al presente, a partir de marzo pasado somos prisioneros de un aquí y un ahora tambaleantes, donde la única certeza es la incerteza. No es fácil aprender a controlar esperanzas y temores —no por casualidad, en la filosofía, se cimentaron en este esfuerzo las escuelas del Helenismo, otro gran periodo histórico de crisis, con resultados que por fortuna llegaron hasta nosotros, los estoicos con la advertencia de Epicteto de distinguir entre aquello que podemos controlar y, por tanto, cambiar, y aquello que no depende de nosotros y que nos toca aceptar; Epicuro con su medicina lógica urdida para liberar a los hombres del chantaje del miedo. Y hoy, ¿cuál es el papel de la filosofía en esta nueva crisis? A través de Skype discuto sobre este tema con el filósofo Jean-Luc Nancy, cuyo libro Un virus demasiado humano ha salido recientemente en librerías, y que es una recopilación de ensayos sobre el virus «demasiado humano» que revela las contradicciones de nuestra época. Para buscar comprender cómo podemos encontrar una nueva orientación al interior de los límites de la incertidumbre.

Ilaria Gaspari: El psiquiatra Piero Cipriano, en un libro que acaba de ser publicado por Milieu, El libro bolañiano de los muertos, muestra la forma en que, con la llegada del Covid, restringiendo el espacio de la vida cotidiana, ha cambiado también nuestra percepción del tiempo. ¿Tiene también usted la sensación de algo distinto en la forma en que transcurre el tiempo últimamente?

Jean-Luc Nancy: Sí. El tiempo transcurre de forma diferente. Al inicio parecía que solo había ocurrido algo inesperado; después llegó el momento de tomar medidas. Se convirtió en un tiempo de espera. Después siguió el tiempo de la incertidumbre: recomenzará, habrá la vacuna, ¿cómo será el futuro? Ha sido un fenómeno sorprendente, pero ahora las cosas se complican aún más: hemos entrado en una fase de crisis económica. Es un imprevisto prolongado, no sabemos cuánto durará. Es el momento de la incertidumbre: por un lado, el tiempo vivido, cotidiano, es completamente inmóvil, en casa o entre la casa y el trabajo; por otro, sin embargo, es una época de desorden. La otra noche tuve una pesadilla en la que Trump hacía estallar una guerra civil.

El desorden del tiempo lo sentimos profundamente porque hemos vivido por mucho en un tiempo continuo, progresivo. En realidad, desde hace tiempo se había desencadenado una sucesión de fenómenos imprevistos: a partir de la caída del Muro entramos en una especie de trastorno de los grandes equilibrios mundiales y, en cierto sentido, de la historia. Me sorprende el hecho de que he vivido más de la mitad de mi vida en una gran idea de socialismo progresista: todo irá mejor, pensábamos. Pero debimos darnos cuenta de que no siempre lo nuevo es mejor. El desarrollo de la consciencia ecológica no lo ha probado: los datos nos dicen que la temperatura crece de año en año, que demasiadas especies animales se extinguen. Veo en el virus la revelación de algo que ya estaba sucediendo.

Un libro suyo de 1993, El sentido del mundo, habla de la contingencia como horizonte y desafío de la existencia moderna. Hoy, ¿cómo se concilia la contingencia con un futuro imprevisible?

Es verdad, pero en 1993 el sentido de contingencia, dado que era muy importante, permanecía como telón de fondo. Lo que ocurrió después es que desapareció toda huella del sentido de la historia. Estoy muy impresionado de la semejanza entre nuestra época y la época romana. Después de un periodo de progreso y de expansión, territorial pero también técnica, cultural, jurídica, las cosas comenzaron a volverse inciertas, y se difunden las filosofías helenísticas: estoicismo, cinismo, escepticismo, que surgen de la imposibilidad de imaginar el futuro. Nunca hubo tantas religiones juntas como en Roma en el siglo que precedió el nacimiento de Cristo, ni tantos filósofos que propusieran conductas de vida. A un cierto punto, en el mundo antiguo llegó el cristianismo, que es el producto de todo aquello: es también una respuesta a la incertidumbre. Ahora, aquí, no sabemos lo que nos espera.

Jean-Luc Nancy

¿Esta situación nos obliga a sentir nuestra vida como una supervivencia? Continuamente me viene a la mente la proposición 67 de la IV parte de la Ética de Spinoza: Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.

Nuestra sociedad no se ocupa de la muerte. Naturalmente cuando alguien muere lo enterramos, ponemos flores en su tumba, pero no hay una meditación sobre la muerte como ocurría por ejemplo en el Renacimiento. Con el racionalismo de los siglos xvi y xvii inicia la tendencia de cancelar la muerte; lo que me sorprende en Spinoza es que, en cierto sentido, también él la cancela —y ese es su lado racionalista—; pero al mismo tiempo pretende que la muerte individual sea absorbida en algo más grande: el Todo, la Sustancia. Las más antiguas civilizaciones tienen un sentido de la vida con la muerte: los muertos hablan, están presentes. Nosotros, en cambio, no sabemos qué hacer con los muertos, además de recordarlos. Es una actitud ligada a nuestra idea de historia: pensamos —de hecho, pensábamos, hasta hace poco tiempo— que las generaciones futuras estarían mejor. No creo que ninguna civilización haya cultivado nunca por tanto tiempo una idea de progreso.

Los de mi edad, incluyéndome a mí, fueron todos militantes. ¿Y qué es un militante? Es alguien que se entrega a una causa. Hay quien se fue de Francia para ir a combatir con el Che Guevara. Yo a los veinte años pensaba que era una buena idea ir a África, aunque no lo hice, quizá no era suficientemente militante. La participación en una lucha da sentido a la vida, pero hoy la militancia ha casi desaparecido: falta una proyección hacia el futuro. La vida se parece siempre más a un proyecto de realización personal, es el modelo individualista. Volviendo a Spinoza, no es que nos pida olvidar la muerte, sería estúpido. Nos pide comprender que nuestra vida hace parte de algo más grande, que no podemos comprender completamente; no con una comprensión racional, al menos, sino solo a través de una operación existencial, espiritual: exactamente aquello que hoy nos falta. No tenemos la idea del progreso futuro de la humanidad, y sobrevivir es triste, es la miseria.

¿No cree que la idea de la responsabilidad de proteger, no solo a nosotros mismos sino también a los otros, de la transmisión de la enfermedad nos pueda ayudar a sentirnos verdaderamente parte de una comunidad, a fundar el yo en el nosotros?

Hay una tendencia, representada por algunos filósofos, en particular Agamben y en Francia Comte-Sponville, que dice: no debemos dejarnos embaucar por la preocupación de proteger a todos, de prolongar la vida. Es verdad que prolongar la vida no es forzosamente una buena idea en sí misma, precisamente porque nos lleva hacia la supervivencia. Yo sufrí un trasplante de corazón hace casi treinta años: siempre me sorprendió el hecho de que para los médicos lo único importante era la duración, el hacerme durar más. Pero, ¿estamos seguros que durar más es siempre un bien? En aquella época precisamente Agamben me había dicho de no hacerlo. Sin el trasplante habría muerto: habría sido una vida diferente, pero una vida completa. Estoy de acuerdo con él en el hecho de que en nuestra sociedad la duración de la vida se ha vuelto un valor en sí mismo: un valor solo cuantitativo. Y el virus nos obliga a reconocerlo.

Para mí, Spinoza es sobre todo la penúltima proposición de la Ética: la beatitud no es la recompensa de la virtud, sino su ejercicio mismo. Es una frase de una potencia extraordinaria. Siempre nos movemos con la idea de la recompensa: él nos dice que la beatitud es el ejercicio mismo de la virtud (que no significa virtud moral, sino la fuerza que anima el conatus, el impulso de perseverar en la existencia). A nosotros nos falta esta idea. Ser singular plural, mi ensayo de 1996, lo escribí exactamente para afirmar, como dice Heidegger, que también la soledad es un modo de ser-con, que no somos átomos aislados. Lo que sorprende es que, en cierto sentido, esto lo saben todos, en el nivel de la experiencia: contra las medidas anti-Covid hay una protesta general de la vida común, la idea de beber un trago en un restaurante, salir, bailar. No es que quiera justificar las protestas, pero no tenemos nada que replicar, en efecto. Si no en la dirección del ejercicio espiritual, en el sentido foucaultiano del cuidado de sí; pero pienso que ningún ejercicio espiritual puede funcionar si no es apoyado por la comunidad, si permanece aislado.

La primavera pasada cerró su intervención en el maratón Tomémoslo con filosofía, organizado por Tlon, con una exhortación a «ser niños». ¿Cómo podemos hacer nuestra la postura de la infancia?

Cuando somos niños no tenemos ninguna proyección sobre el futuro: estamos dentro del presente. Esto no quiere decir que estemos estáticos, de hecho, los niños siempre están activos. Muchas veces se hacen preguntas metafísicas: ¿de dónde vienen los niños? ¿Y a dónde se va después de la muerte? Se maravillan mucho, son receptivos. Tengo un recuerdo de infancia en el que pienso continuamente: debía tener cuatro años, mi bisabuela murió, vivía con nosotros. Mis padres y los abuelos pensaron que debían escondérmelo a mí y a mi hermanita. Pero nosotros lo sabíamos. Tal vez no teníamos la palabra muerte para decirlo, pero estoy seguro que sentíamos que estaba muerta; nos llevaron a una habitación mientras los sepultureros venían a recoger el cuerpo. Es un recuerdo angustiante y rabioso: me daba rabia estar encerrado en una habitación mientras ocurría algo importante.

Mi hermana y yo habríamos podido tener una relación más sencilla con la muerte de la bisabuela, si los adultos no hubiesen pensado que era mejor esconderla. Pienso que volver a ser niños tiene algo que ver con la práctica filosófica: es necesario encontrar un modo de volver al estupor del que nació la filosofía. Hoy es difícil porque tendemos a prever todo por anticipado. El hecho es que al estupor no lo podemos llamar voluntariamente: podría abrir incluso una escuela y decir, vengan a aprender a ser niños, pero eso sería un engaño, se perdería la espontaneidad de la maravilla. Tenemos que liberarnos de la pregunta: ¿qué hacer? Se trata de dejar que ocurra algo que ocurrirá, pero que hoy es difícil de ver y prever.

Estamos en el ojo del ciclón, quizá. ¿Cuál es el papel de la filosofía en esta situación?

Pienso que la filosofía está en una posición en la que solo puede interrogarse a sí misma, sobre qué es y qué hace. Hegel habla de la lechuza de Minerva, que vuela cuando termina el día: siempre hay un retraso de la filosofía con respecto a la civilización, y esto quiere decir que la filosofía no puede predecir nada. Es muy difícil hablar del fin de la filosofía; hoy diría simplemente que está frente a la urgencia de admitir, con humildad, que no controlamos la realidad. Pienso que un personaje central del pensamiento es Bataille, el que habla de la experiencia interior del no saber. La experiencia del no saber no es verdaderamente una experiencia, no es como subir a un barco de vela para decir después que he tenido esa experiencia; no se entra en el no saber, de hecho, la misma manera de escribir de Bataille, el hecho de que nunca haya logrado construir un libro de filosofía, nos muestra cómo esta cosa huye, aunque encontramos algunos aspectos en Deleuze y Derrida. Y ahora estamos frente a una paradoja: ¿cómo pensar algo sin saber nada? Es la experiencia del ascetismo. Aquí se trata de encontrar la muerte: no un encuentro amoroso, sino un encuentro amistoso. La única preparación que podemos tener nace de cómo nos hemos sentido frente a las obras de arte, o a la literatura de ciertos poetas: cada encuentro con la belleza, con la verdad, es soltar algo, como si nos ocurriese algo que no logramos dominar, pero que en el fondo no es importante dominar.

Traducción de Ernesto Kavi