Recomendación de los editores

Doris: una mujer de clase baja

Felipe Rosete

Doris es una secretaria que vive en un pueblo a las afueras de Berlín, a finales de los años veinte del siglo pasado. Quiere convertirse en una estrella —«¿puedes convertirte en una si no lo eres desde la cuna?»—. Por recomendación de su vecina, a cargo del guardarropa del teatro local, hace una audición para actuar en una obra. A diferencia de los chicos y las chicas que acuden con el mismo fin, ella no ha estudiado actuación. Y sin embargo, logra que todos ellos, uno más engreído que el otro, crean que es amiga íntima del director, ganándose así el respeto del grupo. Una chica distinguida, hija de un general del ejército, descubre su ignorancia y la humilla delante de sus compañeros. Es la misma chica aristócrata a la que le han dado un papel de proletaria en la obra, de una línea, pero papel al fin y al cabo. En un fino movimiento de ajedrecista, Doris se lo arrebata. Minutos antes de su audición confirmatoria, la aristócrata decide ir al baño a apaciguar sus nervios, el mismo baño del que recién ha salido Doris, quien al ver a su odiada compañera entrar, gira la llave que pende de la cerradura y la deja encerrada ¡por más de un día! Con los nervios al filo de la navaja, quien hace la entrada triunfal en la sala es Doris. Dice la frase con tanto sentimiento, que logra cautivar a todos los presentes. El director y su achichincle la llaman a su oficina para platicar en privado. Le preguntan por su formación y sus aspiraciones. Ella, por supuesto, les dice lo que quieren oír. Es una artista de la mentira. El papel es suyo. A la noche siguiente, con la aristócrata aún encerrada en el baño, Doris brilla en las tablas como una estrella, aunque fugaz.

Temerosa de las represalias de la aristócrata y de su padre, una vez que se descubra su responsabilidad; decepcionada por la pusilanimidad y la doble moral de Hubert, su amor; protegida por su abrigo de marta cibelina, que robó del perchero del guardarropas del teatro y gracias al cual le es posible aparentar pertenecer a una clase social que no le corresponde, Doris decide probar suerte en la metrópoli, llena de luces y anuncios, de glamour, de mujeres elegantes y caballeros peinados y bien vestidos, aunque también llena de miseria y vicio. Para sobrevivir, va de bar en bar buscando algún hombre despistado que pueda mantenerla al menos por ese día. Se sienta en la barra con distracción aparente, al acecho de su presa. Y ellos, irremediablemente, caen rendidos ante su dignidad y su belleza. A sus dieciocho años ha sufrido el acoso de los hombres —Caragranujienta, su antiguo jefe, entre ellos—, y ha aprendido a esquivarlos, a administrar su deseo —«¿habrá hombres capaces de esperar hasta que a una le apetezca?»—, a hacerlos sentir poderosos, solo para poder utilizarlos —«gracias a Dios, son demasiado vanidosos como para pensar que una pueda burlarse de ellos»—. Una vez que le han invitado el trago y la comida del día, los vence con un nuevo regate o, si alguno le gusta o le causa ternura, pasa la noche con él. Al fin y al cabo, ella también disfruta del sexo, sin por ello considerarse puta, furcia o guarra.

En Berlín la acoge su amiga Tilli, en cuyo edificio entabla amistad con Hulla, una prostituta que termina tirándose de la ventana ante los golpes y las amenazas de su chulo. Se gana unos pesos cuidando al señor Brenner, un viejo ciego que está a punto de ir a un asilo, a quien le ayuda a contemplar la ciudad a través de sus ojos y su voz, además de permitirle tocar sus piernas. Conoce a un empresario que, tras unos días de vida dispendiosa, la echa en cuanto su mujer vuelve a la ciudad. Con el dinero que le da se da el lujo de viajar sola en taxi, como los ricos. Pero la plata vuela. Así que regresa a los bares, se congela en las calles, en los parques. No tiene un centavo, pasa hambre y enflaca hasta los huesos. Pero no pierde ni su belleza ni su encanto ni su astucia ni, por supuesto, su abrigo de marta cibelina. Cuando está al borde de la prostitución, oficio al que en aquella década y aquel lugar fueron orilladas cientos de mujeres pobres y desesperadas como ella, conoce a Musgoso en plena calle. Quiere sacarle diez marcos, solo diez marcos, e inesperadamente consigue un techo, un sofá para dormir, ropa, mantas y comida caliente. Y sin tener que dar su cuerpo a cambio. Abatido por el abandono de su esposa, a quien invoca en todo momento, Musgoso no busca nada más que compañía, una mujer a su cuidado, como si solo de esa forma pudiera tener sentido su miserable vida. Sin comprender bien la situación, Doris duerme, come y platica todas las noches con su anfitrión, cuando este vuelve del trabajo. Una vez repuesta y animada, hace su aporte con labores domésticas y cocinando para ambos. No está dispuesta a trabajar, se moriría si tuviera que regresar a una oficina —«¿acaso las personas que trabajan son más decentes que las que no trabajan?»—. Al pasar de los días se configura un típico triángulo amoroso entre Doris, Musgoso y su ex, con cuyo resultado desemboca también la historia.

El periplo de Doris es el de su sociedad, la Alemania en crisis que condujo al nazismo. Por consiguiente, es también el de su clase y el de su género. En su complejidad, en su inteligencia, en su bravura, en su astucia, en su independencia, en ese no dejarse de nada ni de nadie, en su cualidad de ser, precisamente, La chica de seda artificial, Doris nos muestra lo que implica ser una mujer de clase baja en la República de Weimar.

Toda esa opresión a la que se ve sometida, desde la que experimenta en su propia casa hasta la que vive en las calles de Berlín es, precisamente, el germen de su liberación: la suya, la de su género, la de su clase. Irmgard Keun —quien al contrario de Doris nació en una familia acomodada y por eso mismo fue capaz de escribir su historia— logra con esta, su segunda novela (prohibida y quemada por el régimen nazi, junto con el resto de su obra temprana), desafiar cualquier intento de encajonar «lo femenino» en un lugar o en una categoría. A través de la mirada y el humor desenfadado de Doris, profundiza en las injusticias, en los sinsabores que es capaz de vivir una persona por el simple hecho de ser mujer y ser pobre. Y, sin embargo, nos confirma también que, al menos desde el plano individual, es posible darle vuelta a las cosas: desarticular al macho y encerrar al burgués (el aristócrata maloliente de hoy), suplantarlos para así poder desempeñar nuestro papel en esta obra que bien podría llamarse, en honor a Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad (como la hemos conocido hasta ahora). Y convertirnos así en estrellas, que a fin de cuentas eso somos.

La chica de seda artificial

Irmgard Keun

Minúscula

2019 · 180 páginas

978-84-94836-63-3