Mientras la marcha peronista en versión metalera 8-bit suena de fondo a modo de aria guerrera, un autómata ciclópeo —cincelado a semejanza de Juan Domingo Perón— asalta las calles de Tokio, abriéndose paso entre los rascacielos y eliminando aviones y torretas a manotazos, como si de moscas se tratara. («Villas», el poema inaugural de Partitas, publicado por Leónidas Lamborghini en 1972, año de la vuelta de Perón, arranca con una evocación similar: «los chicos mueren como moscas / los chicos mueren como moscas / los chicos mueren como moscas»). Los comandos para manejar al armatoste tampoco son complicados: mousepad y dos teclas, una simpleza equiparable al famoso «5 por 1 / no va a quedar ninguno», que en combinación con un arsenal de referencias oscilantes entre la imaginería pop del cine kaiju y el panteón de los héroes nacionales y populares, conforma el gameplay de The Rise and Fall of Mecha Perón (Hierophant Games), proyecto ganador de un concurso convocado en 2011 por la Asociación de Desarrolladores de Videojuegos de Argentina para conmemorar el Día de la Lealtad Peronista. Según los organizadores no había, en principio, una «voluntad política», es decir, una agenda, sino apenas una palabra sin carga, «Perón», una cáscara, apenas el significante hueco y liviano que la historia nos dejó. Es difícil comprársela. En cualquier voluntad no hay otra cosa que política. Quizá es que cuando nuestro mundo es percibido como un juego, el usuario no solo juega en él: se convierte en parte del mismo. «También el jugador es prisionero/ (la sentencia es de Omar) de otro tablero». Y, así, somos jugadores jugados en un tablero de tantas posibilidades que la infinita posibilidad, al final, por descarte, se convierte en una. La última.
The Rise and Fall of Mecha Perón es, en términos técnicos, un shooter, esto es, un juego de acción y habilidad donde el jugador, o el avatar que lo representa, se bate en un duelo de proyectiles —o una guerra de guerrillas— contra uno —o más: por lo general muchos más— enemigos.
Pero además de «juego de disparos» se trata de una parodia y allí, en ese constante intercambio de asignaciones, radica su potencia: una escritura paródica a muchas manos donde intervienen programadores y usuarios, una escritura entendida como trajín que construye, finalmente, un nuevo canal. La parodia como proceso, escritura y lectura en «doble código» que se intercambia y se superpone, que no puede entenderse de manera lineal. Entre estas idas y vueltas las palabras se desmiembran, mutan. Pero no por ello olvidan. No en automático, al menos.
A casi medio siglo de su aparición, el fantasma del General ha transitado un largo trecho: desde los afiches políticos de la Tercera Posición y los mítines multitudinarios en Plaza de Mayo a convertirse en una efigie estampada en tazas, camisetas, calcetines, juegos de mesa, imanes para el refri y un largo etcétera de artículos de consumo, una especie de «peronismo cool» que ha divagado por el inconsciente y los shoppings argentinos durante décadas. ¿Es posible que un personaje santificado y condenado, amado y odiado, abanderado de los humildes y perseguidor de sus enemigos a partes iguales, pierda cualquier connotación política y se convierta en el motivo de un bar en Palermo o en un robot gigante que aplasta edificios en Tokio? ¿Puede el titán metálico justicialista que siembra el caos al grito robótico de ¡Compañeros! percibirse como otra cosa que una metáfora cargada de sentido? ¿O se ha convertido, a fuerza de vítores y gastadas, en apenas un estereotipo? Como en el trabajo de Lamborghini, el aparato dista de ser una imitación burlesca; es más bien un «canto paralelo», casi un reordenamiento de hechos: un nuevo régimen paródico: cantado o jugado, a fin de cuentas la misma cosa.