Mujeres como yo estamos hechas de música y letras. Aprendí a leer a los tres años. Mi madre lo descubrió en un viaje que hicimos de Managua a México; mientras recorríamos la ciudad, yo iba leyendo todos los espectaculares. Al principio creyó que me los había aprendido de memoria y cuál fue su sorpresa al darse cuenta «que la niña ya leía». Desde entonces me convertí en una máquina de lectura; me extasía ver la danza y el sonido de las letras, entrar a su campo semántico. La música es también algo que me define, la traigo en la sangre por el lado paterno. Cuenta la historia familiar que a mi tatarabuela, Doña Josefa Urroz, la embarazó un obispo en su natal León, España. Ella tenía dieciséis años. Sus padres la mandaron lejos, lejísimos: a Nicaragua. La acompañó su hermana. Llegadas a Managua se instalaron como profesoras de música, daban clases de guitarra y piano. El fruto del pecado resultó un virtuoso del violín, Don Luis Felipe Urroz, quien que se casó con una guitarrista nicaragüense, doña Teresa María Mayorga. De ahí nació la estirpe Urroz, todos músicos de conservatorio y de sangre. Mi primera clase de guitarra la tomé a los siete años; el profesor era invidente, acomodaba mis deditos en los trastes y solíamos tocar música vernácula nicaragüense, Carlos Mejía Godoy era el preferido. En mi casa se escuchaban diariamente las seis horas de práctica de mi abuelo, Humberto Urroz.
Él fue primer violín de la Orquesta Sinfónica de Nicaragua, luego se convirtió en el director. Escuchar a un violinista estudiar es algo complejo: puede pasar horas en un mismo compás, sin regalarte la pieza completa. Esos fragmentos y el sonido al afinar su instrumento, se adhieren a las paredes mentales, es por ello que desde que nací, he desayunado, comido y cenado música. Es ella la que evoca mis recuerdos más niños. La que me transporta a las clases de ballet donde bailábamos El lago de los cisnes entre palmeras y noticias revolucionarias. Es el sonido de la marimba el que me recuerda la falda típica que vestía en mis tardes de baile folklórico, la que me hacía girar como derviche. Desde entonces, en mi jukebox mental, puedo apretar los botones y escoger género, canción y simplemente darle play.
Con la guerra civil, llegamos a México pensando en que regresaríamos a Managua en unas cuantas semanas: lo hicimos treinta años después. En ese periodo, he vivido la música de manera envolvente y continua. En el colegio y armada de mi guitarra, entré al grupo instrumental. Tocábamos los Beatles y hasta el Huapango de Moncayo. Después me inscribí al coro de la iglesia. Fue entonces cuando le dije a mi papá que quería entrar al conservatorio de música, quería ser directora de orquesta. Él me miró y con su acento nicaragüense me respondió: «Mirá chavala, hemos salido de una guerra, no tenemos nada, primero estudiá una carrera que te deje de comer, la música siempre estará con vos». Y así fue como seguí tocando guitarra de manera silvestre, con los «guitarra fácil» y de oído. Por suerte llevo mi propia música interna, es un animal vivo que me define y no me suelta.
Tanta razón tenía mi padre.
Pasaron un par de décadas y en una fiesta de un amigo que cumplía cuarenta años, conocí una banda de covers de rock ochentero, Fronteras, dirigida por Juan Carlos Jáuregui (voz) y Julio Ortiz (bajo). Todos eran chapines recién llegados al df. No pasaron ni dos rolas, cuando ya me había hermanado con ellos: eran centroamericanos y tocaban la música que definió mi juventud, el opiáceo (siguiendo a Byrne) o la droga que me crea más deseo de ella. Los seguía a los bares donde tocaban, quería entintarme cantando mis himnos de rock. Al cabo de un par de años hubo cambios en la banda; algunos integrantes regresaron a Guatemala y se creó una nueva agrupación, Leyenda, ahora con músicos mexicanos (entró el saxofonista Jako González Grau y el guitarrista Isaac López), pero los líderes seguían siendo mis hermanos guatemaltecos. En ese entonces el guitarrista empezó a darle clases a uno de mis hijos. A las pocas semanas el niño se aburrió y yo tomé su lugar, le dije a Isaac «quiero aprender todas las canciones que toca Leyenda». Y fue así como cambié de giro; de la guitarra acústica pasé a la eléctrica, del padrenuestro empecé a rascarle a Urgent de Foreigner. Hace unos ocho años, estando en el bar donde tocaba la banda —el Black Dog en Santa Fe—, Isaac me invitó a subir y a echar un palomazo, y a partir de entonces, Juan Carlos me dijo: «No quiero que te bajés del escenario, esta es tu banda». Desde ese día, me dediqué a ensayar las partes de la guitarra rítmica de todo el repertorio (el cual es amplio) y a armar mi equipo. A mis hermanos músicos les causa hilaridad la manera en la que «apunto» las canciones: entre partituras con cifrados, videos y señalamientos de lenguaje propio. Recorrí los pasillos de varios Guitar Centers hasta que di con mi guitarra: una Telecaster vintage, la cual conecto a una pedalera con varios juguetitos: Metal Muff, Sovereign, Hall of Fame, EP Booster, MXR EQ, Scarlett Love, Burnley, Whammy DT, Wah Wah, un delay y mi pedal de volumen. Mi amplificador favorito es un Fender Blues Deluxe amarillo (que ostenta manchas circulares de copas de tinto).
En el 2015 al querer sacar nuestro primer CD, Juan Carlos se topó con que el nombre de Leyenda ya estaba registrado y así nació el nuevo nombre de la agrupación: Octubre XX, fecha emblemática en la historia guatemalteca. La banda siguió tocando en vivo todos los fines de semana. Del Black Dog nos mudamos al Anastasia. El 20 de octubre del 2016 llenamos el Lunario del Auditorio Nacional y desde entonces tuvimos una avalancha de conciertos privados, finales de los abiertos de tenis de Acapulco y de Los Cabos, programas de radio y televisión, etc. La pandemia nos sorprendió después de tocar en la final del Abierto Mexicano de Tenis en el 2020. Desde entonces la situación para la industria —y para la banda en particular— ha sido muy dura.
Hicimos un concierto por streaming a puerta cerrada, el cual tuvo buen impacto, lo que dio una bocanada de oxígeno en la moral de la banda (mas no en sus bolsillos). Hemos estado haciendo videos a distancia para no perdernos de la mente de nuestros amigos. Si hay algo que verdaderamente extraño en la «nueva normalidad» es tocar en el bar con mi banda, saberme cómplice de notas, rolas y miradas. Las bohemias de tintos y carcajadas. No hay mejor sensación en la vida que flotar en una esfera musical, aportando una pared de power chords o unas notas sutiles que redondean una power ballad.
Para los que llevamos la música en el cuerpo, ella es una necesidad imperiosa, un condensador de oxígeno, un regulador de emociones. Un cordón umbilical que no puede ser cortado. En la música soy y en ella me defino. ¿Cuál es mi género favorito? Soy ecléctica; dependiendo de mi estado de ánimo y actividad voy del rock a la música clásica, de la ópera a la salsa, del blues al jazz, del disco al Lo-Fi. El reguetón no cuenta.
Que nunca nos falte la música.