Lecturas

Islamofobia, «islamo-izquierdismo», (post)fascismo

Enzo Traverso en entrevista con Lucio Nani

¿Cómo analiza las diversas reacciones que se han observado dentro de la clase política francesa desde el vil asesinato de Samuel Paty? Si bien Macron parecía relativamente moderado en el tema del laicismo durante la campaña presidencial de 2017, su gobierno ahora parece atrapado en una delirante carrera islamofóbica, que se refleja muy concretamente con la disolución de Baraka City, del ccif [Colectivo contra la islamofobia en Francia] y otras asociaciones... ¿Cómo explica esto?

Macron es un puro producto de nuestra época, la era del neoliberalismo «posideológico». Su giro islamófobo no es el resultado de una evolución ideológica, simplemente una elección ligada a la conveniencia política.

En 2017 emergió como el hombre providencial capaz de renovar un país paralizado por viejas escisiones obsoletas —ese era su discurso modernizador— y, por tanto, de unir las fuerzas de la izquierda como de la derecha. Durante la campaña electoral, cuando Marine Le Pen encarnó la retórica xenófoba, incluso pareció encarnar una nueva política susceptible de que se uniera al liberalismo —un liberalismo «anglosajón», más multicultural que nacional-republicano— una gran parte de las clases medias «progresistas» e incluso un sector juvenil de origen poscolonial.

Hoy el contexto ha cambiado drásticamente. La implementación de una política social muy impopular y la brutal represión de los movimientos sociales, en particular los chalecos amarillos y el movimiento contra la reforma de las pensiones, lo han alejado del apoyo del electorado de izquierda. De pronto ya no es el hombre que quiere superar la división derecha-izquierda, sino el hombre que quiere renovar la derecha. De ahí su nueva postura de Bonaparte encarnando la ley y el orden y su nueva retórica xenófoba: dos mensajes que se dirigen, más allá de la derecha tradicional, a los votantes de la Unión Nacional [extrema derecha].

Una vez agotada la mitología de 2017 en torno al hombre de cultura en el Palacio del Elíseo, el filósofo, el amigo de Paul Ricoeur, etc., Macron ahora se revela como lo que es: un político que navega practicando un maquiavelismo de bajo nivel, dando forma a un discurso que cambia según su conveniencia.

La única ancla ideológica sólida de Macron es su fe en la economía y en la sociedad de mercado. Por lo demás, puede muy bien pasar del antirracismo a la islamofobia, de la «sociedad abierta» al «orden republicano», de la Francia cosmopolita a la Francia orgullosa de su historia y de su «identidad», del arrepentimiento colonial al orgullo del pasado colonial, como acaba de hacerlo.

El ministro de la Educación Nacional, Jean-Michel Blanquer, recientemente denunció enérgicamente el «islamo-izquierdismo» que supuestamente está causando estragos en los departamentos universitarios de humanidades de Francia. ¿Cómo interpretar el auge de esta categoría, pero también un cierto número de respuestas de intelectuales de «nuestro campo» que se defienden de cualquier islamo-izquierdismo?

Al no vivir en Francia, no conozco todas las facetas de este debate. El concepto de «islamo-izquierdismo» fue forjado hace unos años por el politólogo conservador Pierre-André Taguieff; pretende denunciar una supuesta colusión entre el islam y la izquierda radical antirracista y pro-Palestina.

Los medios de comunicación obviamente han propagado esta etiqueta para criminalizar cualquier política antirracista. Encaja perfectamente con un discurso xenófobo y autoritario que pretende presentar al islam y a la izquierda radical como los cómplices objetivos, si no los aliados, del terrorismo islamista. Hoy cruzamos un umbral adicional con el Ministro de la Educación Nacional, que se ha marcado el objetivo de depurar la universidad cazando a los «islamistas de izquierda». Europa no había escuchado tales palabras desde la década de 1930.

Para un historiador, la noción de «islamo-izquierdismo» se parece mucho a la de «judeo-bolchevismo», que fue uno de los pilares de la propaganda fascista y nazi durante la década de 1930. Entonces como ahora, se trataba de atacar a los enemigos del orden, de una cultura y una «identidad» nacionales definidas en términos étnico-religiosos. Los bolcheviques querían derrocar las instituciones, los judíos encarnaban un cuerpo extraño dentro de la nación. Hoy, los izquierdistas están atacando las instituciones y el islam está desafiando la herencia cultural de la nación.

La analogía va más lejos. En la década de 1930 había un gran número de intelectuales judíos de izquierda radical, marxistas y comunistas, que habían perdido toda conexión con el judaísmo como religión.

Hoy en día hay muchos intelectuales y activistas de origen musulmán, en los movimientos antirracistas y en la izquierda radical, que no tienen práctica religiosa, o que no se reconocen a sí mismos como musulmanes, como lo hicieron muchos «judíos ateos» en la década de 1930, en reacción al racismo imperante.

La petición publicada en Le Monde contra el «islamo-izquierdismo» denuncia las perniciosas influencias del multiculturalismo anglosajón en las universidades francesas. Esta oleada de antiamericanismo reproduce otro cliché del discurso racista de la década de 1930. En ese momento, Estados Unidos fue denunciado como cosmopolita, «judaizado» y corrompido por las culturas negras. Hoy se agita el espectro del comunitarismo, de la interseccionalidad y de Black Lives Matter. El antiamericanismo es una de las principales características de las culturas europeas conservadoras. No soy partidario del linguistic turn [giro lingüístico], pero la forma en que lo caricaturiza el discurso neoconservador francés es bastante revelador.

Los estudios poscoloniales surgidos con el giro lingüístico deconstruyeron la Ilustración, no desde un punto de vista reaccionario, para rechazarla, según la tradición del legitimismo europeo, sino desde el punto de vista de los sujetos colonizados. Se trataba de cuestionar el eurocentrismo y el colonialismo implícitos en la cultura occidental, que el poscolonialismo ha estudiado principalmente en sus dimensiones estética y literaria.

Esta exigencia me parece fructífera, aunque estoy lejos de compartir todas las conclusiones que algunos autores han sacado de esto. Sin embargo, el poscolonialismo sugiere que para combatir el terrorismo yihadista no basta con denunciar su horror y violencia, es necesario entender de dónde viene. Por supuesto, no hay nada que defender en el terrorismo yihadista, pero encuentra una de sus raíces, bajo formas paroxísticas y espantosas, en lo que Aimé Césaire llamó «un choque de retorno» cuando habló del colonialismo.

Hoy nos enfrentamos al «choque de retorno» de unos treinta años de ocupación y guerras neocoloniales en el mundo árabe, y también al «choque de retorno» de las políticas de segregación social y étnica que Francia ha practicado con respecto a sus minorías poscoloniales, los eternos franceses «de origen inmigrante». Sin embargo, para los defensores del «islamo-izquierdismo», es mucho más fácil afirmar que el islam encarna el oscurantismo, que Francia es el blanco del terrorismo yihadista porque es la «patria de la Ilustración», y que «explicar es excusar».

Hemos visto un resurgimiento, incluso dentro de nuestro campo, del uso del término islamofascismo o de «fascismo islámico». ¿Le parece una categoría relevante no solo para analizar la realidad del terrorismo islámico contemporáneo sino también para redefinir un antifascismo a la altura de los desafíos actuales?

No niego la noción de «islamofascismo», pero creo que debe usarse con ciertas precauciones. Primero, no se aplica al terrorismo islamista en el mundo occidental. Calificar de fascistas a los asesinos de Charlie Hebdo y del Bataclan o al asesino de Samuel Paty es a veces una reacción espontánea y comprensible, pero en este caso el adjetivo «fascista» tiene un significado banal y aproximado: el fascista es un fanático que mata y pone en espectáculo su violencia. Sin embargo, el fascismo clásico, tanto el fascismo italiano como el nacionalsocialismo alemán, nunca practicó el terrorismo individual. Su violencia fue la de un movimiento de masas abierto.

La comparación sería más relevante entre los fascismos de la década de 1930 y Daesh antes de su aniquilación militar. Los fascismos nacieron de una Europa devastada y brutalizada por la Gran Guerra, en países dislocados, presas de guerras civiles, donde la política se hacía en las calles, con un lenguaje y medios de acción heredados de la guerra, donde cada partido político disponía de su milicia y las ideologías se radicalizaban. El islamismo radical armado nació desde la década de 1990 en un mundo árabe devastado por las guerras occidentales, y se ha desarrollado en algunos países como una forma de nacionalismo sunita radical. Desde este punto de vista, el terror practicado por Daesh en Siria e Irak podría compararse con el de los regímenes fascistas europeos durante la Segunda Guerra Mundial.

Algunos analistas (Raymond Aron desde 1940) destacan que los fascismos clásicos eran «religiones seculares», es decir, movimientos que, inspirados en ideologías seculares, funcionaban de modo religioso: el apoyo que pedían a sus seguidores era comparable a un acto de fe, más que a una adhesión racional. Esto es cierto, pero Europa también ha conocido formas de «fascismo clerical», como el régimen de Dolfuss en Austria en 1933, el franquismo en España, cuya ideología oficial era el «nacional-catolicismo», o incluso el salazarismo en Portugal.

En todos estos casos, no se trata de «religiones seculares», sino de religiones tradicionales que adoptaron una forma política nacionalista y radical. A principios de la década de 1980, en la Guatemala de Ríos Montt, la evangelización se instrumentalizó hasta el punto de convertirse en la ideología de un régimen genocida. Entonces, ¿por qué no reconocer la existencia del «islamofascismo»?

Es una derivación del islam, entre otras derivaciones que no son para nada fascistas, así como la «teología de la liberación» latinoamericana y el «nacionalcatolicismo» de Franco son dos derivaciones antinómicas del cristianismo. Si aceptamos esta interpretación podemos, por ejemplo, hablar de antifascismo cuando hablamos de los combatientes kurdos en Rojava que luchan contra Daesh. En Europa, en cambio, la categoría de «islamofascismo» corre el riesgo de dar una garantía «antifascista» a las leyes especiales de Manuel Valls y Gérard Darmanin. Para resumir mi pensamiento en una frase: me encantan los fotomontajes antifascistas de John Heartfield; no me gustan las caricaturas racistas de Charlie Hebdo.

En sus textos recientes utiliza la categoría de posfascismo, ¿cómo ayuda esto a aclarar y a actuar en la situación actual?

No sé en qué medida la categoría de «posfascismo» permite actuar, pero me parece útil para aprehender un nuevo fenómeno de alcance global: el surgimiento de una extrema derecha autoritaria, racista y xenófoba que ya no se reclama como parte del fascismo. Lo llamo «posfascismo» porque, por un lado, viene después del fascismo y, por otro, se trata de otra cosa. Es un fenómeno que toma formas muy diversas, desde Europa Occidental hasta los nuevos países de la ue, desde Estados Unidos hasta la India y Brasil, y que aún no ha cristalizado en una corriente ideológica con un perfil coherente y bien definido.

La noción de posfascismo captura la naturaleza transitoria de esta constelación híbrida y sin precedentes. Reúne movimientos heterogéneos para los que la definición de fascismo ahora parece inadecuada pero que, al mismo tiempo, no pueden analizarse sin compararlos constantemente con una especie de paradigma fascista, el de la Europa del siglo xx. En algunos casos pueden adaptarse a las instituciones actuales y absorber a las fuerzas políticas tradicionales (en Francia, hay muchos lazos de unión entre la Unión Nacional, la derecha clásica de los republicanos, e incluso varias figuras de lrem [Los Republicanos en Marcha, el partido de Macron]; en Estados Unidos, Trump ha logrado fagocitar al Partido Republicano, etc.).

En el caso de una crisis importante —por ejemplo, una descomposición de la ue— estos movimientos podrían radicalizarse, ampliar sus bases y ganar el apoyo de las élites dominantes. En este caso, se convertirían en fuerzas subversivas capaces de recordarnos los fascismos clásicos. Aún no conocemos en qué terminarán, pero contienen las premisas de un fascismo del siglo xxi.

Traducción de Ernesto Kavi