Columnas

La raja

Luciana Cadahia

Nuestra educación erótico-sentimental

Hace unos días publiqué en redes el siguiente mensaje: «Una cosa es ser feminista. Otra muy distinta cultivar un ethos pachamámico new age donde el coño se funde con la tierra y nos volvemos las “mamis” de todas las cosas. ¿Acaso se nos indigestaron las tragedias griegas, los mitos amazónicos en versión hippie y nos dio diarrea vaginal?». Lo hice de manera deliberada, como un experimento para ver qué tipo de reacciones suscitaba esta manera de intervenir en un espacio tan proclive a la literalidad y la rabia gaseosa. Muchas compañeras se rieron y elaboraron reflexiones muy inteligentes y perspicaces. A fin de cuentas se trataba de ejercer un poco de humor satírico entre nosotras, haciendo alusión a imágenes grotescas que nos ayuden a pensar los límites de nuestra estética. Sin embargo, otras compañeras reaccionaron de manera furibunda mediante un ataque que rozó la censura. Y ahí es donde me quiero detener a pensar. Poco me importa el «ataque personal», no me interesa el ejercicio narcisista de ubicarme en el lugar de una víctima. Me interesa, por el contrario, detenerme a pensar en algo diferente. Por un lado, qué hay en juego en esa rabia, más precisamente, en esa energía erótico-femenina devenida un ataque a otra mujer. Y, por otro lado, cómo ese malestar autoriza una actitud normalizadora, a saber: la convicción de que hay que «poner en su lugar» a otra mujer. Como siempre me suele suceder cuando entro en estos terrenos ambiguos, acudo a una de las mujeres más lúcidas y generosas que conozco: Erna Von der Walde. Mientras hablábamos de todo esto, ella me dijo algo muy esclarecedor: «Necesitamos abandonar el feminismo obsesionado con los hombres y construir una educación erótico-sentimental. Hasta que no exploremos esto vamos a hacer del feminismo un espacio normativo y no uno creativo. Corremos el riesgo de volver esta aspiración emancipadora en un espacio de control sin erótica». Todas estas ideas expresadas por Erna me quedaron rondando la cabeza. Y me llevaron a preguntarme si esa rabia hacia mi comentario no tenía que ver con uno de los nudos más atávicos del patriarcado: impedir el humor entre nosotras. ¿Qué tal si la rabia no radica tanto en lo que digo sino en la imposibilidad de tomar distancia de lo que digo? ¿Qué tal si esta rabia es el resultado de nuestra impotencia, es decir, las dificultades que tenemos para atravesar la fantasía del patriarcado y activar un juego erótico-creativo? Y no me refiero a un humor frívolo o despolitizador, sino todo lo contrario, a un humor inherentemente político, un humor que nos emancipe de ese lugar de «la ley» que el patriarcado nos obliga a ocupar en todas las esferas de la vida cotidiana. Una ley que obliga a las mujeres a establecer un vínculo de control y castigo. Y me pregunto si esa figura de la ley que ata e identifica a la mujer con una idea de lo maternal no es el último eslabón del patriarcado. ¿Acaso no podemos aspirar a imaginarnos de otras maneras, de múltiples maneras a la vez? Me pregunto si esta tendencia a la unilaterlidad no es un mal de época, donde está mal visto fantasear con ser otro. Del lado del ethos neoliberal, esta imposibilidad viene dada por la figura de un individuo propietario de sí, incapaz de experimentar que su sí mismo es en relación con los otros. Pero por el lado del ethos crítico, esta limitación viene dada por el hecho de que hablar más allá de ti mismo ( tu «clase», tu «raza», tu «género», es decir, tu «identidad») se ha convertido, de manera automática, en un ejercicio de apropiación y subalternación. De manera que ya no es posible jugársela en el otro o imaginar desde otro porque se supone que cada una de nosotras somos un sujeto con una identidad fija y unilateral, y donde cada una solo tiene «autorización» para hablar de sí misma. ¿Pero no es el sí mismo una construcción colectiva cuyo efecto retroactivo es poder decir «yo»? Me pregunto hasta qué punto nuestro ethos crítico no corre el riesgo de repetir la fantasía de la república platónica, donde Sócrates nos persuade de abandonar el ejercicio de la mímesis y expulsar a los poetas que juegan a ser otros, debido a que en su república imaginada: «El hombre no se desdobla ni se multiplica, ya que cada uno hace una sola cosa». Nada nos obliga a repetir la fantasía platónica de expulsar el momento poético de nuestra exploración feminista, nada nos obliga a empobrecer nuestra erótica-sentimental hasta hacerla coincidir con el mandato materno. Podemos imaginarnos de muchas maneras a la vez y eso pasa, entre otras cosas, por torcer la literalidad del mundo y los clichés con los que este mundo busca representarnos. Creo que las imágenes grotescas que nos ayuden a reírnos de nuestros estereotipos también pueden ser un buen camino para tumbar al patriarcado.