Columnas

Psycho Killer

Carlos Velázquez

Las cenizas de Lemmy

El rock es una novela de Michael Chabon.

Apenas leí la noticia de que las cenizas de Lemmy se estaban repartiendo entre sus amigos dentro de balas me vino a la cabeza la escena de Wonder Boys en la que se roban de una caja fuerte una chaqueta que le había pertenecido a Marilyn Monroe.

La memorabilia dentro el rock es algo sagrado. Pero existen de suvenirs a suvenirs. Y con este se ha alcanzado un nuevo nivel. Supremo, me atrevería a exagerar. El Hard Rock Café podrá ostentar una guitarra de Eric Clapton o El Museo del Grammy de Los Ángeles la chaqueta de Michael Jackson, pero nada puede competir con las cenizas de un rockstar de la magnitud de Lemmy. Ni el árbol que Harrison le regaló a McCartney, del cual presume Paul que a través de él se comunica con George.

La muerte es una muestra de la preocupación filosófica que ha imperado en el rock desde sus orígenes. Un ejemplo es la canción «Last Kiss», por solo mencionar una entre miles. Pero la fascinación se consolidó con la muerte de los primeros miembros del Club de los 27. Lo que hizo revisar el mito de Robert Johnson. La cereza en el pastel la colocó Keith Richards, quien para cortar su coca utilizó las cenizas de su padre y se lo esnifó enterito.

Hay que tener güevos para hacer lo mismo que Keith. Sin embargo, para lo que hizo Lemmy hay que ser un visionario. Estoy convencido de que si mañana alguien me afana a asaltar un banco voy a rechazar la invitación, pero si algún pinche fanático me sugiere allanar una casa y violar una caja fuerte para ver las cenizas de Lemmy no dudaría en apuntarme al plan.

Qué sigue. Cómo le van a matar esa a Lemmy. ¿Espermas de Mick Jagger en colguijes? ¿El cuerpo de Keith Richards criogenizado como Walt Disney y expuesto en el Smithsoniano? ¿Bob Dylan momificado como un faraón egipcio? ¿Ozzy Osbourne enterrado en una tumba de oro como San Juan?

No hay duda de que la muerte de Bowie puede interpretarse como una obra de arte. Fue como esas ceremonias del Oscar donde Woody Allen no acudía a recibir su premio. Bowie no se presentó a la promoción de Blackstar. Pero meditó, no, más bien diseñó la manera en que efectuaría su salida. Lo mismo que Hunter S. Thompson, cuyo deseo postmortem fue que sus cenizas fueran esparcidas por cientos de acres en Colorado a través de una catapulta gigante. La muerte hace tiempo que ha comenzado a ser un acto vulgar. Una estrella merece que su partida sea memorable. La muerte debe ser espectacular.

Como espectacular es la bala de ceniza que contiene una porción de Lemmy. Envidio profanamente a quienes poseen una. Pero por otro lado me alegro de no haber sido amigo íntimo de Lemmy, porque dónde guardaría la mía. ¿En una caja fuerte para que me la birlen como la chaqueta de Marilyn? ¿En un banco? Sería vulgar. Además que tendría que ir todos los días a abrir la caja de seguridad para admirarla unos segundos. ¿Colgármela con una cadena al cuello? Sería una estupidez. Me la robaría alguna amante. O terminaría por perderla en la peda. ¿Como llavero de la buena suerte? Seguro que ninguna pata de conejo puede competir con tremendo amuleto, pero nunca consigo recordar dónde dejo las putas llaves.

Con toda proporción guardada, la bala de Lemmy me ha puesto a pensar en mi propia muerte. Cómo quiero ser recordado o almacenado. No importa que yo no haya sacado nunca un disco como Ace of Spades. Me obsequiaría a mis amigos cercanos. Aquellos con los que he departido durante estos años que he malvivido. He considerado los inconvenientes que podría procurarles si decido repartirme en cenizas en un objeto que los obligara a llevarme con ellos todo el tiempo. Qué pesado resultaría. Los imagino en una mesa diciéndose uno a otro: «Luego te cuento, ahora no puedo porque nos pueden escuchar las cenizas de Carlos Velázquez».

Lemmy escogió una bala por su amor a las armas. A mí me gustan las fuscas, pero no tanto como para imitar a Lemmy. ¿Dentro de una cruz? Está muy choteado. ¿Dentro de un dije con forma de guitarrita? Es tentador pero me preocupa que, así como son mis amigos, en una riña se estropee el dije y mis cenizas terminen en el arroyo. Ashes to ashes, dice la canción, pero la iniciativa trata de lo contrario. De no volverse abono. De perseverar en este mundo como uno de esos recuerditos que venden en San Juan de Los Lagos.

Velazquez Lemmy

Tras muchas noches de meditarlo creo que por fin he dado con la forma que quiero que adopten mis cenizas. No en una urna. Qué cliché. Como la película esa en que un morro tiene que ir al mar a disolver las de su abuelo entre las olas. Boring. Lo que sí me late es que fueran regadas en Estación Marte. Un municipio de Coahuila donde hay grandes yacimientos de peyote. En ese lugar he vivido varios de los momentos más felices de mi malograda existencia. Que me espolvoreen sobre cabezas de peyote y después ser tragado por desconocidos.

Pero no. Mis porciones de ceniza serán depositadas en imanes para el refri. Imanes con forma de botella de salsa cátsup. Para que mis compas se acuerden de mí siempre que vayan a sacar una cheve. Porque si creen que el mejor lugar para el descanso imperecedero es la capilla de un narco se equivocan. El mejor sitio para residir toda la eternidad es junto al refrigerador.