La obsesión romántica es una empresa solitaria. Dante no quiere estar con Beatriz: quiere estar solo. En su libello de 1225, La Vita Nuova, describe su reacción cuando se encuentra con Beatriz en las calles de Florencia: «Me alejaba de la gente como si estuviera ebrio, a encerrarme en la soledad de mi habitación, y me dedicaba a pensar sobre esta mujer tan agraciada».
Una Beatriz real aparece con sus deseos verdaderos en una calle verdadera en una ciudad verdadera con zapatos verdaderos. Esto es un inconveniente para cualquier Dante. Las opiniones de cualquier Beatriz de carne y hueso sobre el clima o la política local serán invariablemente contrastadas con «la gloriosa dama de mi mente»: la Beatriz que vive en la habitación de Dante.
Dante se encierra y se entrega a un escape que no tiene nada que ver con la propia Beatriz, sino con las posibilidades que genera el sentimiento de haberla contemplado. Dante ve a Beatriz a las nueve de la mañana. A las cuatro de la tarde tiene una visión en seda roja y escribe un poema para todos los que están como él, perdidamente enamorados.
La Beatriz imaginaria está completamente bajo el control de Dante, incluso mientras él piensa encontrarse bajo el de ella. Cualquier Beatriz es un accidente, que produce el efecto de una Beatriz ulterior, de la cual la verdadera Beatriz no es la responsable.
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Los discursos de seducción a menudo involucran declaraciones ardientes sobre cómo la persona amada es la única y verdadera. Ello no es únicamente debido a que la persona amada es la única que merece ser amada; más bien, la expresión «la única y verdadera»* constituye una traición lingüística que detona el placer de encontrarse completamente enamorado, el placer de sumergirse en una extrema devoción en donde una persona puede estar completamente sola.
No existe espacio para que la persona amada exista en paralelo al sentimiento que genera. La persona amada como pluralidad —idealización, persona real, futura y pasada— es una multiplicidad demasiado amplia para los confines de la obsesión amorosa.
Como escribió Stendhal en su libro de 1822, De l’amour: «Hay que recordar que la persona que se encuentra bajo el influjo de emociones fuertes casi nunca tiene tiempo de advertir las emociones de la persona que las ocasiona».
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No está tan mal ser Dante, pero en general no es bueno ser Beatriz, quien nunca tiene la oportunidad de hablar y quien no sería escuchada incluso si lo hiciera. No hace falta mucho más que existir con un cierto grado de atracción y ante la mirada pública para convertirse en una Beatriz. Un día te despiertas siendo una persona, pero para las nueve de la mañana ya eres el objeto del accidente erotómano de alguien más. La nueva identidad es la de ser Beatriz.
El internet vuelve las cosas peores: una Florencia de algoritmos en donde nunca sabemos cuando nuestra presencia aparece ante los ojos de alguien más, alguien que busca una distracción de su contemplación del mundo. Quedar en la posición de Beatriz se reduce a menudo a un accidente informático, la capacidad vestigial de adentrarse en un amor imposible, aumentada por el carácter de «ausencia/presencia constante» de las redes sociales. Algunos Dantes se conforman con guardarse su obsesión romántica para sí mismos, pero otros se desinhiben y resultan intrusivos, comienzan un ciberacoso.
Es algo triste, incluso cuando es agobiante, que un fenómeno con capacidad de generar algo más —una obsesión épica—, bajo las condiciones actuales de égida del patriarcado y la vida virtual, junto con todo lo demás que está mal en el mundo, se convierte en algo amenazante y, como toda esa clase de agresiones, en algo banal. Le escribí un correo electrónico sobre las desventuras de haber sido de nuevo beatrizada agresivamente, a un amigo con quien yo misma estuve a menudo bajo el influjo de un amor imposible, probablemente no correspondido: «¿No existe en algún sitio una estatua de la que estas personas puedan más bien enamorarse?».
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He estado en el lugar de Beatriz, y también en el contrario. He necesitado también de una estatua, cuando el tiempo que pasaba con mi amigo en cuestión se cruzó accidentalmente con mis necesidades y creí que estaba dolorosamente enamorada. Lamento/no lamento los poemas de amor que escribí a solas en mi habitación.
Quizá podríamos erigir al menos dos estatuas creadas como símbolos del amor no correspondido y creativo. Una podría llamarse Beatriz, la otra, Dick, en honor del muso masculino desinteresado que aparece como personaje en la novela de Chris Kraus, I Love Dick. Cada vez que la necesidad vital de situarnos en la profunda soledad implicada en solo tener ojos para alguien apareciera, toda la producción imaginativa podría enfocarse en la adoración de un Dick o una Beatiz o alguna otra amada opción de género no binario que aún no haya sido nombrada en nuestra literatura común.
Estas estatuas serían esculpidas, carentes de orejas, en un mármol frío y sin sentimientos. Aquellas personas con inclinación a la variante poética del amor que implica quedarse en casa para que adquiera solidez hasta que puedan crear arte tendrían un blanco apropiado al cual dirigir sus esfuerzos. Las estatuas funcionarían también perfectamente porque no pueden hablar, y cualquier movimiento de su parte constituiría una milagrosa visión al estilo María, donde las benditas vírgenes de nuestros deseos imaginarios produjeran la alucinación colectiva de verlas derramar lágrimas.
Podríamos preservar el refugio del amor imposible sin pedirle a nadie que soportara la incomodidad de que alguien nos amara nunca más. Imaginemos al Dick de Chris Kraus, de mármol, sin orejas y cubierto de flores, llorando mientras experimentamos nuestra necesidad y asombro.
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Lo más catastrófico que puede pasarle al amor es que alguien lo admita en voz alta. «Te amo» representa casi siempre el infortunio del amor. En segundo lugar a esta catástrofe de declaración está la catástrofe de la percepción: un amante que puede mirar con claridad es un amante que contempla el fin del amor.
Tener ojos únicamente para alguien implica no ver nada, o al menos solo tener ojos que miran hacia nuestro interior. Los fantasmas autogenerados de la obsesión romántica decoran una vista interior que resulta más cautivadora que cualquiera de los paisajes de la realidad. Una parte del placer de amar a alguien que no puede amarte de vuelta, o a quien jamás te tomaste la molestia de decírselo, implica solo tener ojos para quien sea o lo que sea, tan a menudo y tan intensamente como queramos, sin jamás tener que tener oídos para escuchar cómo se siente la otra persona al respecto. Solo tener ojos para alguien implica no ver a la persona amada, permitir que lo no dicho ejerza todo su peso y su poder al jamás desfigurar al anhelo al ofrecer a dicho anhelo su objeto.
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El joven poeta que aparece en la novela breve de Søren Kierkegaard, Repeticion, de 1843, es también un poeta enamorado. Dante tiene suerte de que Beatriz jamás ponga en marcha la demanda asociada con reciprocar sus sentimientos. Trágicamente para el poeta de Repetición, la mujer amada lo ama de vuelta, y cuando el agradable dolor del deseo abre paso a la amenaza del matrimonio en ciernes, el poeta se despierta cada mañana e intenta ser algo que él no es. Procura transformarse en «un marido», dejar de lado la «impaciente e infinita búsqueda de su alma». Sin mayor capacidad para convertirse en un marido que la de impedir que su barba crezca, reza por la aparición de una tormenta de relámpagos. Es una oración ridícula que busca una solución ridícula a una situación ridícula en un libro ridículo. Solo una tormenta de relámpagos, piensa, podría hacerlo feliz. Al destruir su personalidad entera, razona, una tormenta de relámpagos podría finalmente volverlo adepto para el matrimonio.
Alguna vez estuvo «profunda, apasionada, humildemente» enamorado, pero la amenazada culminación del amor —su carácter doméstico— es la mayor forma de aniquilarlo que puede imaginar, para la que hay que prepararse por una auto-aniquilación preventiva. La otra peor maldición que le ha acaecido al amor romántico es el matrimonio (seguido de cerca por la terapia), en buena medida por la rendición de la vida erótica a la obscena economía de la reproducción. El poeta de Kierkegaard solo tiene ojos para el amor, lo cual implica que la persona amada misma nublaría su visión. La culminación social del amor práctica y socialmente avalada sería incluso una mayor afrenta a su visión.
Cuando la potencial esposa del poeta decide casarse con alguien más, él «recibe el matraz de la intoxicación». Ama a su amada más que nunca, ahora que ella ha decidido generosamente liberarlo del amor. En éxtasis, se entrega nuevamente a la «idea», permitiendo que solo ella lo convoque, permitiendo que su devoción al pensamiento no decepcione a nadie. No habrá de preocuparse por preocupar a otra persona. La sátira que se desarrolla en Repetición acerca del roce cercano con la des-idealización y la realización del amor debería ofrecer una lección a cualquier persona que, en lo relativo al amor, adore el embarazo pero le horrorice el nacimiento.
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«Vine a Cartago», escribió San Agustín en sus Confesiones del año 397, «donde todo a mi alrededor se entonaba un hervidero de amores impuros. Yo aún no amaba, pero amaba amar, y a causa de un anhelo profundo, me odiaba a mí mismo por no anhelar. Buscaba a quien pudiera amar, enamorado del amor, y odiaba la seguridad, y un camino libre de trampas».
El mayor peligro que ofrece el anhelo épico es el de confundir el anhelo de anhelar con el anhelo real. Debemos ser capaces de sostener una fantasía de larga duración para lograr mantener el estado del deseo totalizador con una reciprocidad no lograda, que nunca haya de lograrse. Se precisa que alguna imposibilidad sostenga a ese deseo y lo mantenga en su lugar el tiempo que haga falta. Y si se ha encontrado la circunstancia ideal de la imposibilidad —digamos que la persona amada ya está enamorada o comprometida de alguna forma con alguien más, o no te conoce, o se encuentra lejos, o está muerta, o no está interesada en amar a alguien como tú—, has hallado una ciudad perfecta de lo fecundo y perpetuamente conseguido inconseguible.
Esa fantasía de larga duración es un lugar en el que pienso, siguiendo a San Agustín, como la Cartago del Amor. Esta Cartago es una ciudad hecha del deseo de desear, en donde no ha de abrirse ninguna puerta, en donde todas las calles conducen a más calles, en donde todos los ciudadanos tienen corazones y bocas y manos que sujetan, pero nadie tiene ojos ni oídos. En esta ciudad, todo amante duerme solo en su habitación, con el propósito de fantasear que duermen acompañados de alguien más. Todos los votos se emiten en favor de una votación futura, pues así se consigue perpetuar la intención pero jamás asentar la ley. Todos los botes de basura están repletos de sonetos desechados, y todas las nubes son la condensación de lágrimas.
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Una obsesión amorosa épica debería ser un derecho mamífero, no obstruída por el género, pero imaginemos cuán más difícil habría sido para el poeta de Repetición si hubiera sido una mujer procurando transformarse en aquella aniquilación aún más aniquilada, una esposa. Aún no existe el romance, queer o de cualquier otra especie, que pueda existir desvinculado de la tragedia general de cómo somos, al nacer y por género, divididos en dos.
Una poeta que se convirtiera en esposa no solo sería apartada del vuelo del pensamiento por la necesidad de la cena, sino que probablemente habría tenido que hacer la cena y llamar a que se sienten a la mesa. La idealización del amor que se ve forzada hacia su realidad es simplemente una amenaza hilarante en Repetición, pero es un asunto terrorífico cuando se aplica a las condiciones específicas de las mujeres inmersas en la heterosexualidad. El matrimonio, para las mujeres, no es solo una muerte potencial, sino que en demasiadas ocasiones ha sido y sigue siendo un asunto mortífero. Pero quienes no son hombres merecen también enamorarse perdidamente, con quien les dé la gana, y sumirse durante años en esa fuga del anhelo que alberga, como potencial, a buena parte de la literatura y a casi toda la filosofía.
Es posible enunciar y sostener un argumento en favor de la obsesión romántica épica, contra sus dañinas e intrusivas iteraciones, y también contra su culminación en una relación de pareja: ya sea un matrimonio o su forma casual contemporánea, propia de los negocios, aquella en donde se entiende que el corazón es un socio de menor rango en un despacho jurídico. De modo que una de las iteraciones más impresionantes del fenómeno de solo tener ojos para alguien, sin jamás tener oídos, deba ser el amor de Emily Dickinson por «el maestro», expresado en una serie de tres misteriosas cartas escritas a finales de la década de 1850, comienzos de la de 1860, firmadas como «Daisy», y dirigidas a un desconocido «Señor»:
Sabemos tan poco del «maestro» de Dickinson en las cartas que le escribe que bien podría no existir, pues jamás se nos dice nada de su existencia. Dickinson se mantuvo decidida a evitar el matrimonio o cualquier otra forma de amor cautivo, al tiempo que preservó su capacidad como poeta para apuntar su deseo hacia iteraciones solitarias y cristalinas. Es posible que al «maestro» de sus cartas, en caso de que haya existido, se le haya evitado tener que leer las cartas a él dirigidas. Dickinson pudo llevar a cabo una anulación literaria, y con ello evitar la real, al anular a su amado mediante su genialidad para el enigma.
Y cualquier respuesta del maestro a Dickinson habría sido groseramente intrusiva, también. No puedo imaginar una expresión literaria más horrible que lo que alguien denominado «maestro» escribiría como respuesta a las magistrales cartas de Dickinson.
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«El amor», escribe Violette Leduc en La chasse à l’amour, su libro autobiográfico de 1971 sobre su amor obsesivo por Simone de Beauvoir, «es una palabra sin sentido cuando hablo sobre ella». Y prosigue: «Es como si dijera “agua de manantial” en lugar de “cristal opaco”».
Simone de Beauvoir respondió a la declaración de amor de Leduc con el prudente reconocimiento de que ella sentía una «colosal indiferencia» hacia su afecto, escribiéndole en una carta: «Estos sentimientos ni me averguenzan ni me halagan. Pertenecen a tu vida. Tú eres quien los controla». La propia vida de Simone de Beauvoir, le dice a Leduc: «Yace en otra parte». Continuarían viéndose y siendo amigas, pero no hubo romance. En vez de ello, se encontraban en el café cada dos semanas para hablar de escritura, como siempre.
«Nunca podría haber imaginado», escribe Leduc, «tanta franqueza en respuesta a mi sentimentalismo desbordado». La respuesta fría y compasiva de Simone de Beauvoir permite que Leduc se enamore más profundamente del amor mismo, pues se le permite amar tan apasionadamente como quiera sin la carga de ser amada de vuelta. Su relato de este amor perfecto que da origen a lo literario consiste de hermosas exclusiones:
Gracias al inequívoco límite trazado por su amada, el amor de Leduc se dirige hacia su blanco adecuado, que es la escritura.
La literatura es el sitio en donde la amada de Leduc, quien por coincidencia se llama Simone de Beauvoir, es llamada a existir, y es solo en la propia escritura de Leduc donde puede estar próxima a su amor. Simone de Beauvoir tiene una existencia propia, pero también existe como algo más en los famosos libros de ejercicios de Leduc, que rebosan de obsesión romántica. Y al creer en el proyecto compuesto por este amor épico e imposible, una parte de Simone de Beauvoir existe también fuera de los cuadernos, como camarada literaria que alienta a que el interior de estos libros exista, incluso si debe ser con su propio nombre en lugar del de cualquier Beatriz. Nos encontramos ante dos escritoras que, como la mayoría de escritoras geniales, saben que aunque escriben en París, su verdadero hogar es y siempre será Cartago.
Es como lo que escribió Jean-Jacques Rousseau en sus Confesiones en la década de 1760: «Quizá he probado más placer real en mis amores, que concluían con un beso de la mano, del que ustedes han probado en los suyos que, al menos, comienzan ahí».
* «The one and only», en inglés. (N. del T.)