La crisis de la Covid-19, la más grave crisis sanitaria mundial en el último siglo, exige un replanteamiento fundamental de la noción de solidaridad internacional. Más allá del derecho a producir vacunas y equipos médicos, hay que replantearse toda la cuestión del derecho de los países pobres a desarrollarse y a recibir parte de los ingresos fiscales de las multinacionales y de los multimillonarios del mundo. Hay que alejarse de la noción neocolonial de la ayuda internacional, pagada como si fuera un capricho de los países ricos y que permanece bajo su control, y pasar por fin a una lógica de derechos.
Empecemos por las vacunas. Algunos argumentan (imprudentemente) que no tendría sentido liberar de derechos las patentes porque los países pobres no podrían producir las preciadas dosis. Eso es falso. India y Sudáfrica tienen una importante capacidad de producción de vacunas, que podría ampliarse, y los suministros médicos pueden producirse prácticamente en cualquier lugar. No resulta banal que esos dos países se hayan puesto a la cabeza de una coalición de en torno a cien países para pedir a la omc (Organización Mundial del Comercio) un levantamiento excepcional de estos derechos de propiedad. Al oponerse, los países ricos no solo han dejado el campo libre a China y a Rusia, sino que han perdido una gran oportunidad de cambiar los tiempos y demostrar que su concepción del multilateralismo no es unilateral. Esperemos que pronto rectifiquen su posición.
Francia y Europa se quedan atrás
Pero más allá de este derecho a producir, es todo el sistema económico internacional el que debe replantearse en función del derecho de los países pobres a desarrollarse y a no dejarse saquear por los más ricos. En particular, el debate sobre la reforma de la fiscalidad internacional no puede reducirse a una discusión entre países ricos destinada a repartir los beneficios que actualmente se encuentran en los paraísos fiscales. Este es el problema de los proyectos discutidos en la ocde (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). El plan consiste en que las multinacionales hagan una única declaración de sus beneficios a nivel mundial, lo que en sí mismo es algo excelente. Pero a la hora de repartir esta base impositiva entre los países, el plan es utilizar una mezcla de criterios (nóminas y ventas en diferentes territorios) que en la práctica hará que más del 95% de los beneficios reasignados vayan a parar a los países ricos, dejando solo migajas para los países pobres. La única manera de evitar este previsible desastre es incluir por fin a los países pobres en la mesa y distribuir los beneficios en cuestión en función de la población (al menos en parte).
Este debate también debe considerarse desde la perspectiva más amplia de un impuesto progresivo sobre las rentas y la riqueza más altas, y no solo desde un impuesto mínimo sobre los beneficios de las multinacionales. En concreto, el tipo mínimo del 21% propuesto por la administración Biden es un avance significativo, sobre todo porque Estados Unidos tiene previsto aplicarlo inmediatamente, sin esperar a un acuerdo internacional. En otras palabras, las filiales de las multinacionales estadounidenses establecidas en Irlanda (donde el tipo es del 12%) pagarán inmediatamente un impuesto adicional del 9% a Washington. Francia y Europa, que siguen defendiendo un tipo mínimo del 12%, que no cambiaría nada, parecen completamente desbordadas por los acontecimientos. Pero este sistema de imposición mínima a las multinacionales es, sin embargo, muy insuficiente si no se inscribe en una perspectiva más ambiciosa destinada a restablecer la progresividad fiscal a nivel individual. La ocde habla de beneficios inferiores a 100 mil millones de euros, es decir, menos del 0.1% del pib mundial (alrededor de unos 100 billones de euros).
En comparación, un impuesto global del 2% sobre las fortunas de más de 10 millones de euros recaudaría diez veces más, unos 1,000,000 millones de euros al año, es decir, el 1% del pib mundial, que podría asignarse a cada país en proporción a su población. Si fijamos el umbral en 2 millones de euros, recaudaríamos el 2% del pib mundial, o incluso el 5% con una escala muy progresiva para los multimillonarios. Si nos atenemos a la opción menos ambiciosa, esto sería más que suficiente para sustituir por completo toda la ayuda pública internacional actual, que representa menos del 0,2% del pib mundial (y apenas el 0.03% para la ayuda humanitaria de emergencia, como señaló recientemente Pierre Micheletti, presidente de Acción contra el Hambre).
Perseguir las fortunas ilícitas
¿Por qué todos los países deben tener derecho a una parte de los ingresos recaudados por las multinacionales y los multimillonarios del mundo? En primer lugar, porque todo ser humano debe tener un derecho mínimo igual a la salud, la educación y el desarrollo. En segundo lugar, porque la prosperidad de los países ricos no existiría sin los países pobres, el enriquecimiento occidental siempre se ha basado en la división internacional del trabajo y en la explotación desenfrenada de los recursos naturales y humanos del planeta. Por supuesto, los países ricos podrían, si lo desean, seguir financiando sus agencias de desarrollo. Pero esto se sumaría al derecho irrevocable de los países pobres a desarrollar y construir sus propios Estados.
Para evitar el mal uso del dinero, también sería necesario generalizar el seguimiento de las riquezas ilícitas, tanto si proceden de África como del Líbano o de cualquier otro país. El sistema de flujos de capital incontrolado y de opacidad financiera impuesto por el Norte desde los años ochenta ha contribuido en gran medida a socavar el frágil proceso de construcción del Estado en los países del Sur, y ya es hora de ponerle fin.
Un último punto: nada impide que cada país rico empiece a destinar a los países pobres una fracción de los impuestos que se cobran a las multinacionales y a los multimillonarios. Es el momento de dejarse empujar por el nuevo viento que viene de Estados Unidos y llevarlo en dirección a un soberanismo impulsado por objetivos universalistas.