Lecturas

Se cree en la ciencia hasta que no se cree en la ciencia

Brenda Navarro

Mi suegra le dice El Peso. ¿Quieres el peso? Y yo le digo que sí con la cabeza y dejo que me cuantifique las calorías y la grasa que he perdido o aumentado semanalmente. Un estudio detallado de mi grasa corporal, mi bmi, la grasa visceral, el músculo esquelético, la masa muscular, el agua corporal, la masa ósea, proteína, el bmr y la edad metabólica. Todo eso en menos de treinta segundos. Cuando El Peso hace su trabajo, se escucha una campanita con su Diiing que anuncia que el dictamen está hecho y que nos veremos dentro de ciento sesenta y ocho horas. Y entonces yo puedo bajarme de ahí, ponerme la ropa e irme al baño a ducharme para volver a quitarme ese mismo camisón que escrupulosamente me revisa y juzga con ahínco. Si pones un poco de jabón del que venden en Mercadona y lo lavas con la mano, de verdad puede volver a tener el blanco que tenía cuando te lo compraste. ¿Dónde lo compraste? El Corte Inglés ha sacado su propia marca, quizá ahí encuentres algo que puedas comprar. Dime, yo te depósito dinero. Y sí, le digo a todo sí: A pesarme, a bañarme, a lavar como me da instrucciones, a pensar como me sugiere. No soy yo, aunque sí. Otra, con mi cuerpo, mi cara, mi nombre, pero sin yo. Es decir, una : mi cuerpo, mi voluntad, mis ganas al servicio de ella. No una yo: Yo que hablo, yo que pienso, yo que escucho, a pesar de todo. La mí. Esa mí, dócil, serena y callada que tanto le gusta y con la que siente que puede conversar por horas. Mira qué bien que nos llevamos. Nadie lo creería, me dice y luego me sugiere que mire recetas en mi pantalla y me pide que le envíe la que me parezca mejor a la Cookidoo de la Thermomix, que me había regalado su hijo hace unos años. Luego, me cocina platos principales con merluza y sardina y choco amarillo que me guarda en tópers de vidrio bien acomodados dentro del refrigerador para luego despedirse con un beso, mirarme con lástima y decirme que nos volveremos a ver.

Esa, que incluso, algunas veces, le sonríe y le contesta con monosílabos ha nacido poco tiempo atrás. Ella no me conoció así. Yo era yo en el inicio de los tiempos y no podíamos hablarnos mucho más allá del saludo aunque nos sonríeramos cada que su hijo nos reunía. ¿Qué pasa, cómo va todo? Y me daba un abrazo y me decía hola, y me tomaba de las manos y me sonreía, pero todavía era incapaz de traspasar esa realidad que nos separaba abiertamente frente al mundo. Luego mi yo se volvía traslúcida y las navidades y las cabalgatas de reyes y todo aquel día de fiesta en los que teníamos que ir a su casa. Y lo mismo: el qué pasa, hola, sí, ja, ji, jo, que esto, que aquello, que el otro; pero con la línea bien definida en donde ella era nítida, demandante, orquestadora del hogar y yo una sombra silenciosa que sonreía pero que seguía viva. Su hijo lo sabía y me animaba a no ser así: No me gusta cómo desapareces cada que estamos con mi familia. Solo serán unas horas, ya después nos iremos de tapas con mis amigos, ya ves que la vamos a pasar bien. Y sí. Saliendo de su casa, mi verdadera se difuminaba y aparecía la voz, el cuerpo, los movimientos y las risas.

Quizá es el recuerdo de las risas a lo que me aferro. Las risas. Mi debilidad son las risas. Risas por aquí, risas por allá. Risas de los demás y risas cómplices de la burla que siempre es el mundo. ¿Viste al presidente, viste al ministro, viste al actor, viste al deportista, viste a tal y tal? Y risas. Con el hijo de mi suegra todo eran risas. Y siempre risas, incluso las fingidas, las que no me salían naturales, las hacía mías: músculos fáciles, dientes sobresaliendo de entre mis labios secos y uno que otro sonido que emulaba la risa. A que no soy el mejor esposo, pero sí que te hago reír. Y nos reíamos. Ay, pero qué risas. Todo un matrimonio de risas. Hasta que ya no. Cincuenta pulsaciones por segundo a lo largo de su vida que hicieron resistir su corazón robusto hasta que ya no pudieron más; y de pronto, la arritimia, los mareos, el malestar general. ¿Pero qué pasa? Que no pasaba nada, sino que había dejado de pasar: El corazón que latía ya no quiso hacerlo más. Así, de un día a otro, sin previo aviso. El hijo de mi suegra, mientras terminaba de hacer una broma que le había provocado la propia risa, cayó entre las copas y los platos sobre la mesa. Como último acto. La farsa. Mi yo paralizada. Mi emergiendo. Mi suegra sin poder creerlo. Así que acordamos que lo mejor era esto. Mi con ella. Las dos sin su hijo. Yo guardada en El Peso, mi conviviendo por el recuerdo de las risas.

El Peso era uno de esos planes de futuro que se vendían online. Suscripción mensual. Treinta por ciento de descuento si comprabas a dos años. Un cuerpo igual y una cara realista, todo incluido. Configuración a lo que ella necesitara: Hablar, comer, bailar, ir de compras. Programas personalizados. Kilómetros detallados y rutas. Yo tenía cinco. Podía ir de sur a norte y de este a oeste. De día, con batería solar recargable, de noche, conectada al dispositivo inalámbrico con WiFi. Los días de lluvia tenía apagado automático, pues aunque la compañía aseguraba que éramos cien por ciento impermeables, mi suegra desconfiaba. Se cree en la ciencia hasta que no se cree en la ciencia. Lo decía por su hijo, la bradicardia era congénita y le aseguraron que nunca sería un problema. A él no pudo programarlo, no había acuerdo. Yo sí firme. Otorgué mi irremplazable con la única condición de que no me hiciera hablar de verdad con ella. Que no apelara a mi pasado y se conformara con hacer una rutina nada dolorosa. No hablar de su hijo, no nombrar su dolor. Ser como una muñeca a quien cuide y alimente como un juego. Ella aceptó. Mejor esto que sola, mejor tú que sin nada de él.

Ya no recuerdo su nombre, ni el mío ni el de su hijo. Mantengo la idea de que hay un yo al que me aferro cuando actualizan mi funcionamiento. Áferrate a tu yo, me repite una voz de mujer grabada dentro de mi software. Áferrate a tu yo, mientras quieras seguir viviendo. Pero de mi yo queda, poco, lo estoy perdiendo todo. No sé cuánto tiempo más.