Si algo sabemos del dolor es que sabemos muy poco y que en el momento menos esperado puede volverse lo único que reconoces en tu cuerpo. Llegó ese momento en febrero de 2020 cuando el mío colapsó sin explicación. Esa noche estuve en urgencias y, al ser incapaz de señalar de dónde provenía el dolor que derivó en ocho horas de llanto, simplemente me dijeron que necesitaba descansar y me enviaron a mi casa. Una semana después intenté comenzar el proceso de diagnóstico pero en menos de tres semanas se desató la pandemia, lo que volvió mi dolor irrelevante. Como el de tantxs.
Fue muy obvio cómo el default frente al dolor súbito y desconocido que aqueja a mujeres/cuerpos feminizados se resume a recetar antidepresivos y señalar que los problemas están en sus cabezas; lo corrosivo de las narrativas de histeria no nos ha dejado en pleno 2021. Desde los primeros días de la medicina, las mujeres han sido consideradas versiones inferiores de los hombres y es eso lo que ha forjado en hierro a la cultura médica occidental. Todos los #MeToo y movimientos adicionales en el mundo han sido incapaces de hacer una grieta en esas perniciosas ideas.
Una pandemia después, muchos cuerpos que amo y con los que convivo, que experimentan cotidianamente dolores crónicos —fibromialgia, encefalomielitis miálgica o síndrome de fatiga crónica y una variedad de trastornos autoinmunes con nombres de señores— vieron sus experiencias e incertidumbres colectivizadas. La pandemia vino a hacer del dolor, callado e individual (hasta vergonzoso, si feminizado, en cuanto a no hegemónico), un fenómeno de masas que colapsó a todas las instituciones médicas del planeta. Por unos meses, personas que nunca habían pasado mayor dificultad para habitar el mundo, empatizaron casi a la fuerza con quienes tienen como realidad inacabable el encierro por exclusión en un mundo que exige la capacidad para participar en él.
Desmorir, libro de Anne Boyer, poeta y ensayista estadounidense, sigue una trayectoria conocida que en manos menos expertas podría parecer cliché: es el diario de un cáncer de mama, desde el diagnóstico hasta la remisión. Pero la autora toma narrativas conocidas, y no se limita a ponerlas en duda sino que las incinera con su estilo breve, preciosista e intimista, que en el proceso de entender su propia «batalla» toca grandes temas del ser, mientras suspende la cronología de su relato, extirpándolo del tiempo.
El tema de sesgo de género es vital para acercarse a esta «memoria en muerte» de Boyer, en específico cuando toca las opciones disponibles de manejo del dolor. Son inevitables las reflexiones de cómo ciertos pacientes son tratados con distintos niveles de calidad según su género, disparidad racial y capacidad económica gracias a la existencia de tratamientos simplemente inaccesibles para la rebanada más grande de la población. El libro es enfáticamente plural en testimonios, producto de un profundo conocimiento de historia, de política, de las relaciones sociales y económicas que permean la industria médica y nada escapa a la crítica. El dolor, reconoce Boyer, es revolucionario e incendiario. El cáncer de mama, en cuanto padecimiento eje, es solo la excusa para iniciar el aquelarre.
Mucho del punto de vista de la autora se resume en el subtítulo «Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista». A Boyer le interesan los cuerpos insubordinados que se exponen o declinan la despersonalización de tratamientos oncológicos que matan indiscriminadamente mientras intentan devolver la salud y dónde quedan las fronteras de los que se quiebran entre quejidos que duran semanas, cuartos de espera donde impera la semidesnudez que no tiene nada de digna, y las abstracciones médicas en las que se convierten datos en hojas, cada vez más separados de otros cuerpos a su alrededor (protegidos por la radiación con máscaras y otras barreras).
Todo lo anterior, sin dejar de sostener el dedo en la llaga de que no existe permiso universal para padecer(se) en paz: nunca deja de estar la espada del desempleo sobre la cabeza doliente, de la quiebra económica, de la evaporación del deseo sexual, de la propia mutación en un cuerpo incapaz de producir para el capitalismo (más seres, llevar a cabo un servicio, funcionar como moneda de cambio, cumplir un fin).
Este mal intransmisible que es el cáncer como la expresión de la maldad misma, desgarra las conciencias. Boyer insiste en cómo el tratamiento provoca daño neurológico y metabólico irreparable que nunca permite «superarlo» realmente y, fuck your pinktober, porque finalmente esta no es ninguna «batalla» sino un rito de paso a la discapacidad masiva, a un club exclusivo de supervivencia completamente hueco e invisible, donde no hay nada de triunfal o especial. Lo más impresionante del libro de Boyer no es que sea una enciclopedia de todo el dolor del mundo, sino que además es una de esas «historias de éxito» tan laudeadas en los medios a pesar de que esto es un trayecto sin victoria, una oda frágil a las democracias del dolor, una panorámica compartida del sinsentido, una excusa más para enojarse y descolocarse en nuestros días. Es devastadoramente bello.
The New York Times describió al libro como «una extraordinaria y furiosa autobiografía»; es muy importante notar que en este caso la furia (lo devastador y la ira) la pone el lector; Boyer es una guía que solo dirige su mirada a un punto con tal precisión que el ambiente se enrarece; su estilo toma elementos cotidianos, casi banales, para construir atmósferas asfixiantes y dibujar traumas profundísimos sin mencionarlos siquiera.
La intención de la autora es claramente politizar el cuerpo femenino y el sufrimiento que padece como mujer soltera, otra más, que la lleva a preguntarse por qué ella, y no otra persona, fue elegida para «ser salvada». Este libro es un poco también un acto de contrición por resarcir esas deudas con la sociedad que la calificó como más apta para lograrlo que otro cuerpo en su misma situación. A través de una pluma aguda y deliberada, logra el efecto de hacernos sentir muy mal por pasar por alto este tipo de aspectos, poco o nada discutidos en la sociedad pre Covid en general. La congruencia de tratar el tema de forma desapegada de sentimientos le exige al lector una reflexión profundísima, incómoda y difícil, que interpela a nuestras propias instancias de privilegio e inacción respecto de la falta de equidad en tratamientos caros y consecuencias crónicas.
Yo también, como dice Boyer en Desmorir: «Preferiría escribir sobre cualquier otra cosa, pero sé que existen otras personas, todas nosotras con cuerpos dentro de la historia, todas nosotras con sistemas nerviosos y pesadillas, todas nosotras con entornos y horas y deseos, como el de no estar enferma, o no ponerse enferma, o comprender lo que significa cuando lo estamos». Yo solo quisiera poder abrazarles, besarles, y hacer espacio a sus cuerpos dolientes en los confines del mío. Pero ese dolor, eso que lo enmascara todo, va más allá; como la risa, como el calor, como la sinestesia: no son activamente opuestas al bienestar, sino que se relacionan con él de manera no lineal.
Esta es una oportunidad de humanizarlo, aceptarlo y quitar la barrera que insiste en que no moriremos, en que estaremos bien, y que las consecuencias de las enfermedades solo son dos: vida o muerte. Estas certezas nos permiten experimentar la ambivalencia y las no certezas como pares y no como espectadorxs.
Ahora, en el mismo barco, a todxs nos sobra urgencia, a todxs nos falta una vacuna.