Columnas

La montaña de la muerte

Rodrigo Márquez Tizano

Entre fantasmas

La existencia de lo fantasmal no tiene que ver con una cuestión de fe. Están ahí y, en simultáneo, no lo están. Transitamos entre ellos y nos trastocan el tiempo. En su Obra de los pasajes, Walter Benjamin dice que «caminar a través de los pasajes es trazar un camino de fantasmas donde ceden las puertas y se ablandan las paredes». Como queda claro en esta, su última invocación, Benjamin creía que para que el pasado pudiese ser citable, para que pudiera establecerse una relación de hechos que no hiciese distinciones entre los grandes acontecimientos y los domésticos, los particulares y el vasto universo de consecuencias, no ha de darse por clausurado sino entenderse como un continuo flujo de titilaciones, y esa salvedad, ese pasado mutable, solo le concierne a una humanidad que busca redimirse. Es decir que, el presente, en este caso, es apenas una transición, un holograma en el flujo del tiempo de donde nace la experiencia que se adecuará a cada pasado y se enfrenta a la idea de una memoria eterna, detenida y común en su lectura. No hay continuidad ni linealidad entre fantasmas.

«Fluye el tiempo, que hace llorar» es la perla de la contradicción macedoniana —siempre conjugada en presente no fluente, de novela—, porque este tiempo comisiona su estructura en el propio sujeto: nuestro ser sensible no empezó, no finalizó, no se interrumpe en un instante: no existe sin la posibilidad de mundo. En su libro Ghostly Matters, Gordon Avery ensaya, en el mismo tenor, una lengua fragmentada para comunicarse con nuestros fantasmas, para interpretarlos. Solo vía esta articulación a lo medium es que podríamos entender, propone Avery, la complejidad de nuestras relaciones sociales a través de lo que reprimimos. El esclavizado, el desaparecido, el acechado. Las manifestaciones de algo que está perdido, errante, y que de alguna manera nos provoca transformar y alternar nuestros mecanismos de reconocimiento. Nuestra sensibilidad. El fantasma es apenas la evidencia empírica de estos fenómenos, por cierto. Una certidumbre más o menos palpable de que necesitamos de las sombras para existir. Que desde la hipervisibilidad no podemos trabajar con el pasado. «El materialista histórico solo se acerca a un objeto de la historia en cuanto se lo enfrenta como mónada. Y, en esta estructura, reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o, dicho de otro modo, de una oportunidad revolucionaria dentro de la lucha por el pasado oprimido. Y la percibe para hacer saltar toda una época concreta respecto al curso homogéneo de la historia; con ello hace saltar una vida concreta de la época, y una obra concreta respecto de la obra de una vida», dice Avery, como parte de su trabajo sobre Como en la guerra (Sudamericana, 1977), tercera novela de Luisa Valenzuela.

Ese pasmo necesario para dislocar el sentido jerárquico de la crónica y la multiplicidad acechante de las «versiones» de uno mismo (¿qué somos sino capas y variaciones de esas mismas capas?) de los que habla Avery son, al mismo tiempo, objeto formal y argumental de esta novela que ya desde el principio nos deja clara la dirección de los desdoblamientos a través de los interrogatorios, cuando ha quedado claro que el personaje principal se busca a sí mismo en otros cuerpos, antes de que aparezca esa tercera voz que, a su vez, extrapola y enrarece —hace otras—, las anteriores —la de az, la de Ella(s)— o la figura decreciente de Beatriz, Bea, B: ya se nos avisa del carácter poco fiable y a la vez completamente fidedigno de estas palabras: «Los textos de ella casi nunca coinciden con las fechas a las que hacemos referencia pero son pertinentes por más impertinentes que parezcan».

Eso que el profesor busca «atrapar» mediante el psicoanálisis, vía científica, son los fantasmas que provocan o son síntoma de una compulsión, en este caso, la grafomanía. Lo que ha desaparecido, parece decirnos Valenzuela, pero sigue ahí: de otra forma, de todas las otras formas y manifestaciones posibles. Pero ahí. La búsqueda de ese que es uno mismo y se reproduce en ausencia desde el futuro. Curiosamente, la página cero, un atajo al dolor, la tortura y la desaparición, fue retirada de la versión original por censura, aunque ha aparecido en ediciones posteriores. Este cabo suelto, en realidad, atraviesa toda la novela con su «ausencia por adelantado». Esta es una historia de fantasmas que caminan, que se anidan en nuestro interior. Y si el viaje es circular, el destino es estallido. Los fantasmas tampoco desaparecen: se amontonan. Quizá por eso las balas son demasiado concretas para herirlos.