¡¡¡El pueblo no se rinde, carajo!!!
Desde que tuvo lugar el estallido social en Colombia me he puesto a pensar en los diferentes discursos o sensibilidades políticas expresadas durante esos meses de 2018, que marcaban el paso de la primera a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales. Me parece que mucho de lo que allí se dijo cobra una dimensión nueva a la luz de los recientes acontecimientos. Recuerdo el entusiasmo que muchas experimentamos con la fórmula de la Colombia Humana compuesta por Gustavo Petro y Ángela María Robledo. Por primera vez en mucho tiempo aparecía un proyecto político democratizador, capaz de ponerle fin a la verdadera violencia en Colombia: la desigualdad social. Sin embargo, del otro lado de la contienda electoral asomaba una figura desconocida para la mayoría de los colombianos, aunque muy cercano a Álvaro Uribe Vélez, Iván Duque. Su fórmula presidencial, en cambio, sí era bien conocida. Se trataba nada más ni nada menos que de Marta Lucía Ramírez, señalada como una de las responsables de la mayor masacre cometida a principios del siglo xxi en Colombia: «La Operación Orión». Por aquel entonces (año 2002) Marta Lucía Ramírez era ministra de Defensa del primer gobierno de Uribe (como lo es ahora Diego Molano del gobierno de Duque). En esa oportunidad, y muy similar a lo que sucede ahora con las protestas, el Ministerio de Defensa dio carta blanca para que las «fuerzas del orden» cometieran una mascre contra el pueblo. En esa ocasión la víctima fue la Comuna 13, un barrio popular de Medellín.
En aquel entonces, al igual que ahora, asesinaron, torturaron, violaron y desaparecieron a muchísimas personas. Sin embargo, podríamos preguntarnos cuál es la gran diferencia entre lo ocurrido en el año 2002 y lo que está ocurriendo ahora mismo en Colombia, más allá del alcance nacional del malestar social. La respuesta es muy sencilla.
Mientras que en ese entonces la masacre pasó totalmente desapercibida para la opinión pública internacional, salvo para algunas organizaciones de derechos humanos, hoy, en cambio, el mundo entero está observando con mezcla de indignación y espanto el accionar policial del gobierno de Duque. Y gracias a este apoyo y presión internacional, además de la valentía del pueblo colombiano, es que el gobierno no las tiene todas consigo para ejercer una guerra impune contra su pueblo. La prensa internacional, los organismos de derechos humanos, las organizaciones latinoamericanas, los referentes culturales, artísticos, deportivos, parlamentarios y ciudadanos de todo el mundo hacen público su rechazo al accionar de Duque. Incluso algunos alcaldes y gobernadores están empezando a desmarcarse de esta política que apunta a convertirse en un crímen de lesa humanidad.
Pero volvamos al punto que quería plantearles en este texto, es decir, volvamos a esos meses del año 2018 donde muchas voces públicas del ámbito del periodismo, la cultura y la política, a sabiendas de quién era Marta Lucía Ramírez y de los vínculos entre Duque y Uribe, se dedicaron a instalar la cínica idea, cual mantra de sentido común, de que Duque, aunque venía de las filas del uribismo, no iba a ser un presidente uribista. Este argumento se sostenía bajo la premisa de que había mucha evidencia (eufemismo que suelen usar para ocultar su inconfesado tomismo escolástico barnizado de una sutil capa de modernidad liberal) para creer que Duque sería un presidente democrático, respetuoso de los derechos humanos y encaminado a la prosperidad económica y la paz social. Más aún, insistieron hasta el cansancio en que resultaba mucho más sensato votar por él o emitir un voto en blanco a sugerir, aunque fuera tibiamente, la posiblidad de que Petro pudiera ser presidente. Esta estrategia se puede entender cuando viene de las filas del conservadurismo o la extrema derecha, pero resulta más difícil de asimilar cuando viene anunciada por un liberalismo que se autopercibe progresista (o tibio, como les gusta llamarse con un sarcástica risa autocomplaciente). De todo esto sale a relucir que para ellos, entonces, la línea roja no era ni Iván Duque ni Marta Lucía Ramírez, sino Gustavo Petro. Así, periódicos como La Silla Vacía o figurillas de medio pelo como Daniel Samper (hijo) que se identifican como progresistas, democráticos y como la voz cool, fresca y vanguardista en Colombia terminaron por hacerle campaña a Duque y al uribismo en un gesto de inconfesada complicidad con las masacres del pasado. Porque aquí no hay que olvidar que todo silencio y toda omisión siempre será complice con los perpetuadores de la violencia.
A estas alturas la lectora podrá preguntarse por qué preferían apoyar a un candidato asociado con el paramilitarismo y la violencia a escoger un candidato con un proyecto claramente democrático, más allá de que él como persona pudiera gustarles o no. Muy sencillo: esta línea roja, en el fondo, era (y es) una frontera de clase. Es decir, un rotundo odio de clase. El gran nudo ciego de este ethos «progre» es que siempre ha despreciado al pueblo colombiano. La guerra en Colombia siempre ha sido una guerra de clases. Las élites colombianas han creado un aparato estatal y cultural diseñado como dispositivo de guerra contra los pobres. Pero esta guerra, que en su versión más extrema se expresa mediante mecanismos de exterminio físico, en su versión más edulcorada se manifiesta como una construcción socio-simbólica que expulsa las voces y demandas populares. Sustraen al pueblo colombiano de la escena pública mediante complejos ejercicios de clasismo.
Y pongo el acento en este punto porque la olla a presión que acaba de estallar en Colombia no solo pone en entredicho la narrativa construida por el uribismo y la extrema derecha, sino que también cortocircuita la narrativa clasista construida por los autodenominados «tibios». Uribe entra en la escena del relato nacional como un padre maltratador y severo que castiga y acosa a los miembros de su familia. Y los tibios vendrían a ser algo así como el familiar «buena onda» que rechaza este tipo de maltrato pero que, en vez de confrontar al padre maltratador, le recomienda a su esposa e hijos que traten de no provocarlo. Esta metáfora de violencia doméstica creo que retrata muy bien el pacto no escrito de las diferentes élites colombianas. Pero el pueblo se cansó de esta escena familiar, se cansó de esta erótica social que los condena una y otra vez a repetir una espiral de violencia que pareciera no tener fin. El pueblo no solo irrumpió en la escena pública para mostrar su músculo político, sino que vino para quedarse. El pueblo quiere ser el principal actor de una nueva república para Colombia.
Toda esta transformación social, decía, acaba de estallar en la cara a la élite política, económica y cultural colombiana. Todavía están tratando de recoger las piezas, preguntarse cómo ha sido posible esta profunda desconexión con la realidad de su país. Pero lo cierto es que mientras la élite naufraga entre el desconcierto, la ira y el oportunismo, otros lenguajes, otras sensibilidades históricamente acalladas comienzan a escribir la nueva historia de Colombia.
¡El pueblo no se rinde, carajo!