Un examen de conciencia masoquista me obliga a reconocer que a lo largo de mi vida, de manera constante, he sido un televidente. Fiel, han sido pocas las semanas de mi vida que no le he dedicado tiempo al placer de desconectarse de las obligaciones para perder el tiempo frente a la televisión. La relación con ese aparato ha cambiado a lo largo de mi vida, y se ha vuelto compleja, culpígena. Los años más recientes de mi carrera como tele-espectador, en los que he procurado consumir chatarra sin desactivar del todo el pensamiento (supurando «crítica cultural»), tienen algo de hipócrita: en el fondo, sigo viendo televisión para estar en la baba y solo me sobo el ego recordándome que también en esa «actividad» puedo encontrar algo de provecho, aunque sean ideas.
Es evidente que hay televisión más entretenida que otra, y también hay una que aspira a ser inteligente. La cuestión televisiva se ha enrarecido con la sobreabundancia de seriales y televisión a la carta, aunque ello haya implicado un retroceso a convenciones narrativas decimonónicas (insisto, hoy en la televisión la serie reina sobre todos los demás géneros). Se ha escrito mucho al respecto pero creo que es evidente que el éxito del serial también ha puesto en problemas al cine que se exhibe en la pantalla grande. Lo que va de este y el año pasado, profundizaron la crisis. Durante 2020, por ejemplo (y por razones conocidas por todos), solo pude asistir al cine unas tres veces (solía ir una vez a la semana o a la quincena). Ah, pero la televisión… La televisión no solo estaba ofreciendo los contenidos, a veces pirateados, de servicios como Netflix, Apple tv, Paramount, Prime Video, etcétera; también había recobrado su naturaleza comunicativa. Al inicio de la crisis sanitaria en México, recuerdo, dediqué tiempo a seguir por la televisión las noticias y las conferencias de prensa gubernamentales. Hacía años que no usaba la televisión para eso.
Primero la ansiedad, la sobre-exposición informativa, y luego la languidez. En algún momento, recuerdo, durante los primeros e inciertos meses del confinamiento, decidí dejar de estar pegado a las noticias. Era una sensación extraña: había una especie de continuidad, pero también una fragmentación. Como ocurría con otros fenómenos televisivos (ceremonias de los Premios Oscar, el Súper Tazón, la transmisión de los Juegos Olímpicos…), la crisis generó una simultaneidad entre lo que se comentaba instantáneamente, por miles de «usuarios», en las venenosas redes sociales, y lo que se veía en la televisión; y lo que se «respiraba» en el psico-ambiente. Ahora que recuerdo aquella época, se me aparece también la imagen del «evento tóxico aéreo» de Ruido de fondo (1985), la novela de Don DeLillo. ¿Qué sentido tiene hablar ahora de esto? También se ha escrito mucho sobre las capas simultáneas de la ansiedad provocada por el riesgo inmunológico y la virulencia de los medios. Puede leerse en varios de los diarios de pandemia que infestaron hace meses los medios.
Total, que le di la espalda a la televisión que aspiraba a comunicar o reportar la realidad —noticieros e informes gubernamentales— y me sumergí en las tibias aguas del entretenimiento. Y durante varios meses creo que eso, beber alcohol y comer chatarra, fue lo único que hice. Vi mucho. No recuerdo todo lo que vi. Vi series y documentales sobre crimen. Vi todo
Peaky Blinders. Vi The Mandalorian. Vi Wandavision. Vi Succession, que está bien. Vi Falcon & The Winter Soldier. Vi cómo se me caía más pelo. Vi The Morning Show (vale la pena). Volví a ver Twin Peaks (también merece el tiempo). Vi Gambito de dama. Vi cómo la gente enloqueció por el ajedrez. Vi cómo subía y bajaba de peso.Vi un documental sobre el Challenger. Vi Space Force. Vi Lovecraft Country. Vi How To With John Wilson (que está muy bien). Vi Afterlife. Vi cómo se me cerraban los ojos a altas horas de la madrugada.
Y también vi algunas series de horror. Creo que al sumergirme en ellas algo parecido al pensamiento volvió a despertar en mí. Destaco The Haunting of Bly Manor (2020, una adaptación muy libre de Otra vuelta de tuerca de Henry James) pero sobre todo Servant (2019), cuya segunda temporada apenas concluyó el pasado marzo (su producción tuvo que detenerse varios meses debido a la pandemia). Recuerdo ambas series porque tenían la gracia de desarrollarse, principalmente, en interiores de casas siniestras, como dictan las convenciones de los relatos góticos.
Servant, producida por M. Night Shyamalan (quien dirigió algunos capítulos de la primera temporada), además resonaba siniestra y puntualmente con el presente: sus intolerables protagonistas parecían dedicarse a placeres híper-burgueses, a no salir de casa y a comer. Era un espejo esclarecedor y oscuro. Hay una trama en Servant, claro, pero sobre todo momentos y pastiches que explotan tópicos del género (además de la mansión tenebrosa, el muñeco siniestro, la muchacha virginal pero peligrosa, los paraísos artificiales, las intrigas criminales, los cultos…).
La segunda temporada, me temo, no es tan buena como la primera, y se acentúa en ella el interés de los creadores por las situaciones siniestras antes que la atención a una trama coherente. Pero cada tanto se asoman notas específicas de nuestra época. Siendo exclusiva de Apple tv, la serie también funciona como un anuncio de productos Apple. Es extraño cómo viendo Servant me convertía, de pronto, en un televidente inmerso en la simultaneidad fragmentada que veía a personajes ficticios hundidos en una realidad similar: los teléfonos inteligentes en conectividad permanente con pantallas planas y el Internet de las cosas se vuelven en Servant parte del decorado y la puesta en escena, tanto como la comida a domicilio o la precarización laboral.
Pero el hechizo se ha terminado. El ambiente de híperalerta se relajó y la ansiedad o la languidez solo aparecen de pronto en escaramuzas, como antes. Creo que ya hace meses que salí de esa tina tibia televisiva y alcoholizada, y tal vez por la misma razón la segunda temporada de Servant me parece absurda. Recuerdo que las veces que pude ver a mis padres durante los meses más críticos del confinamiento me parecía completamente razonable que hicieran ejercicio siguiendo atentamente tutoriales de YouTube, en la pantalla de su televisor inteligente. La situación, claro, tiene el aroma de lo distópico. Pero ahora que finalmente pueden salir a caminar y a ejercitarse y distraerse de otras maneras, el hechizo del que despertamos me parece cada día más oscuro. Creo que la televisión, lentamente, vuelve a ser consumida (en mi caso) con distancia y algo de cinismo, y no como un bálsamo venenoso. Pero ya veremos.