Lecturas

Cuentas pendientes

Vivian Gornick

Apuntes de una relectora crónica

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí […] En lugar de horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con interés […] Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la época de mi viaje a Francia, quedaron impresionados al volver a verme, dos años después, a los diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro […] ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.

La narradora de la novela de Duras El amante podría buenamente haberse encontrado con Chéri en el piso parisino al que este iba a menudo a consumir opio (y al que, en última instancia, fue a suicidarse): son tal para cual. Esto, sin embargo, no es algo que yo habría podido comprender sin la edad suficiente para, primero, releer a Colette y, luego, en su momento, a Duras, a la luz de un saber que solo los años de vida pueden dar.

Cuando yo tenía ocho años, mi madre me cortó un trozo del vestido que estaba deseando ponerme para el cumpleaños de una amiga. Cogió unas tijeras de costura y cortó la parte de tela que me habría tapado el corazón en el supuesto, como decía ella, de que hubiese tenido. «Vas a acabar conmigo», bramaba, con los ojos y los puños apretados con furia, cada vez que la desobedecía, le exigía una explicación que no podía proporcionarme o me quejaba por algo que ella no iba a darme. «Cualquier día me caigo muerta en el suelo —me gritó ese día—. No tienes corazón». Huelga decir que no fui a ese cumpleaños y en cambio me pasé una semana llorando y cincuenta años lamentándome por el incidente.

«¿Cómo pudiste hacerle eso a una cría?», le preguntaría a mi madre años después, a los dieciocho la primera vez, de nuevo a los treinta y otra vez a los cuarenta y ocho.

Lo más curioso era que siempre que le mencionaba el incidente ella me decía: «Eso nunca pasó». Yo me quedaba entonces mirándola, a cada ocasión con más desdén, y le hacía saber sin contemplaciones que pensaba recordarle aquel crimen contra la infancia hasta que una de las dos muriera.

Conforme pasaron los años y yo sacando con regularidad el tema del corte del vestido, ella negaba con la misma regularidad su veracidad. Así que cada una siguió en su empeño, yo sin creerle, y sin creerle y venga a no creerle. Hasta que un buen día, como en un fogonazo repentino, le creí. En una tarde fría de primavera, a mis cincuenta y muchos años, cuando iba camino de su casa, me bajé del autobús que atraviesa Manhattan de medio a medio por la calle Veintitrés y, nada más pisar la acera, comprendí que lo que quiera que hubiese pasado aquel día de hacía más de medio siglo no había sido en absoluto tal y como yo lo recordaba.

«Santodios —pensé, con la palma de la mano plantada en la frente—, cualquiera diría que nací para inventarme mi propio agravio». Pero ¿por qué? Y encima aferrarme a él como si me fuera la vida en ello… Una vez más: ¿por qué? Cuando la mano se me apartó sola de la frente, me dije: «Hay que ver, llegar a vieja para tener tan poca información como siempre».

***

«He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia», nos cuenta Duras al principio de El amante, «pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas […] Lo que estoy haciendo aquí es distinto, y a la vez lo mismo. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimientos, ciertos sucesos».

Durante años ese fue el tema hipnotizante de Duras, grabado repetidamente en esas abstracciones breves y concentradas a las que llamaba novelas, escritas, por lo demás, en una prosa asociativa que va cortando con pulso firme las capas exteriores del ser hasta la parte de uno mismo que está siempre presta al repliegue animal hacia lo primario, allá donde el deseo de ser conquistado por la memoria formativa y, al mismo tiempo, liberado de ella lo recubre todo; es más, lo anestesia.

La época de El amante es principios de la década de 1930; el lugar, Indochina. Una chica francesa de quince años está esperando a solas en el muelle de un transbordador que atraviesa el río Mekong desde Sadec, una población de clase obrera, hasta el centro de Saigón.

Lleva ropa provocativa, un vestido de seda deslustrado que sujeta con una correa infantil de cuero, unos tacones de lamé dorado y un sombrero de fieltro de hombre, rosa palo, con una ancha cinta negra que rodea el ala por la base. A sus espaldas en el muelle, hay una limusina desde la que un hombre chino de veintisiete años, delgado y elegante, sentado en el asiento trasero, observa a la chica. Se baja del coche, se le acerca, traba conversación, le tiembla la mano cuando se enciende el cigarro, y se ofrece a llevarla adonde quiera que vaya. Ella acepta sin vacilar y se monta en el coche. A partir de entonces el hombre se verá presa de una pasión increíble por la chica, por su cuerpo delgado y blanco de niña mujer. El ensimismamiento de ella en su capacidad de respuesta se volverá tan absorbente como la pasión de él… más incluso. Empiezan una aventura que termina cuando a ella la mandan a Francia a los diecisiete años, dueña del rostro que tendrá que llevar el resto de su vida.

Lo que aprende la chica de esta aventura no es solo que puede ser un catalizador para el deseo, sino que a ella también la excita su propia capacidad de excitar. Es un talento: uno alrededor del cual organizar una vida. Escucha con atención cuando su amante chino le dice que nunca será fiel a ningún hombre. Siente que lo que él dice es correcto, sabe ya que solo el poder del deseo, no una persona en concreto, será lo que la sostenga siempre: un deseo que abruma y luego cautiva; deseo que florece a través del cuerpo de una mujer, se realiza mediante la penetración de un hombre y los hace arder a ambos hasta la inconsciencia.

Por debajo del calor que la chica genera y a la vez comparte, va cristalizando un desapego frío y maravilloso. El deseo, comprende, es el apetito a través del cual ella llegará a entender la naturaleza instrumental de las relaciones humanas. Esa interpretación, comprende asimismo, será su medio de escape. El año y medio con el amante chino es el crisol donde se forja ese saber.

Duras estuvo treinta años trabajando este material en una abstracción narrativa tras otra. Una vida al servicio del deseo solo sirvió para confirmar lo que había aprendido en la habitación de postigos cerrados del barrio chino de Saigón en 1932: que estaba sola, sola era lo que era, y nunca lo sentía en mayor medida que en la búsqueda del placer, un placer «para morirse».

La ironía —que la desconexión te lleva al placer; el placer actúa sobre ti como una droga; estar drogado es sentir la desconexión incluso con más intensidad— se le antojaba de una profundidad existencial. En consecuencia, su habilidad para penetrar en la compleja fuerza adictiva del amor erótico, atrayendo con ella al lector hasta el interior, resultó ser inmensa. La voz narradora de El amante imita en realidad el arrullo narcótico del deseo en sí —algo que ni Colette consiguió—, al tiempo que en algún punto interior de esa voz se oye igualmente el sonido afligido de quien utiliza el deseo para rehuir más que para iluminar. Esa vez, sin embargo, treinta años después de la publicación del libro, fue ese son —el de ese rehuir— lo que despertó en mí más ecos.

En las páginas de El amante no son pocas las ocasiones en que al lector se le hace señas para que se dirija, aunque sea apartado al instante de ella, hacia esa brutalidad primitiva a la que Duras llama «familia»: la madre, una maestra de escuela viuda hundida en una depresión; el hermano pequeño, un chico dulce algo lento; el mayor, un matón homicida. A menudo este desdichado grupo de desheredados, atrapados juntos solo por los lazos de sangre, se repliega en la inexpresividad amarga de quienes se viven a sí mismos como seres permanentemente marginados:

Nunca buenos días, buenas tardes, buen año. Nunca gracias. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Todo permanece, mudo, lejano. Es una familia pétrea, petrificada en una espesura sin acceso alguno. Cada día intentamos matarnos, matar. No solo no se habla sino que tampoco se mira. Desde el momento en que se nos ve, no se puede mirar. Mirar […] siempre es deshonroso […] Estamos unidos en una vergüenza de principio por tener que vivir la vida. Ahí es donde estamos en lo más profundo de nuestra historia común, la de ser los tres hijos de esta persona de buena fe, nuestra madre.

La madre emocionalmente ausente de la que la narradora está más que medio enamorada, el hermano mayor de comportamientos mafiosos al que teme y detesta, el pequeño y desamparado que le despierta emociones eróticas: la atención del lector se ve repetidamente atraída hacia esta constelación y apartada por la fuerza con la misma asiduidad. Sentimos la aguda soledad de la narradora en medio de ellos, pero se trata de un estado que ella no puede abordar directamente. En lugar de eso, nos cuenta, con un interludio aquí y allá, la dicha loca que le sobreviene cuando, de tanto en tanto, la madre resurge de su depresión desmoralizadora, y a la chica le cala por dentro la visión de lo que podría haber sido:

Recuerdo mal los días. La luminosidad solar empañaba los colores, aplastaba. De las noches me acuerdo. El azul estaba más lejos que el cielo, estaba detrás de todas las densidades, recubría el fondo del mundo. El cielo, para mí, era esa estela de pura brillantez que atraviesa el azul, esa fusión fría más allá de cualquier color. A veces, en Vinhlong, cuando mi madre estaba [solo] triste, hacía enganchar el tílburi e íbamos al campo a ver la noche de la estación seca. Tuve esa suerte, la de esas noches, la de esa madre. La luz caía del cielo en cataratas de pura transparencia, en trombas de silencio y de quietud. El aire era azul, se cogía con la mano. Azul. El cielo era esa palpitación continua de la brillantez de la luz. La noche lo iluminaba todo, todo el campo a cada orilla del río hasta donde alcanzaba la vista. Cada noche era particular, cada una podía denominarse según el tiempo de su duración. El sonido de las noches era el de los perros del campo. Aullaban al misterio. Se contestaban de pueblo a pueblo hasta la total consumación del espacio y del tiempo de la noche.

«Tuve esa suerte, la de esas noches, la de esa madre».

***

Si este pasaje se prolonga tanto es porque Duras no soporta separarse del recuerdo de un tiempo y un lugar en el que todo lo que supuestamente debería construir el sentido del mundo y del propio ser de una criatura que está creciendo estuvo muy presente, por una única vez memorable. Paradójicamente, también es el momento en que se le recuerda con más viveza que en realidad ha venido al mundo en medio de la pérdida y el abandono, una pena de prisión para la que no hay esperanza alguna de libertad condicional.

A lo largo de los años he leído este pasaje en multitud de ocasiones, y cada vez he regresado en espíritu al día que mi madre —ya lo sé, ya lo sé, nunca pasó— me recortó el corazón del vestido que pretendía ponerme para el cumpleaños, y cada vez he imaginado que entraría con una conciencia más plena en el caos mental entretejido con ese recuerdo para luego salir por el otro extremo como mujer libre. Pero en cuanto me acerco, como Duras, tuerzo hacia el otro lado y me alejo. Sin embargo, al contrario que ella, no vuelvo sobre mis pasos hacia la obsesión, con el deseo, ahora veo calculado, no tanto de ocultar como de confirmar la caída libre emocional de la que ella acabó siendo devota; ni siquiera cuando llego a la conclusión de que yo también debo de estar atrapada en esa mismísima devoción, puesto que mi comprensión de adulta no parece liberarse de la herida narcisista, igual que la zambullida eterna de Duras en la inconsciencia erótica tampoco consiguió liberarla a ella.

[Fragmento del libro Cuentas pendientes. Apuntes de una relectora crónica, de próxima publicación por Sexto Piso.]

Traducción de Julia Osuna Aguilar