Columnas

La raja

Luciana Cadahia

Desenterrar el futuro

Es conocida la frase de Marx en su texto El 18 Brumario, cuando, corrigiendo a Hegel, nos dice que la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Con esta expresión Marx buscaba evidenciar que el golpe dado por Luis Bonaparte, llamado el 18 Brumario, era una reiteración malograda del verdadero acontecimiento que supuso la Revolución Francesa. Si la revolución había sido el gesto trágico de un desajuste de los tiempos, un hiato que abría la posibilidad de un gobierno republicano desde abajo, el golpe de Estado propiciado por Bonaparte, en cambio, no fue sino un pequeño desajuste restaurativo que cerraba el ciclo de una imaginación republicana de corte plebeyo. A pesar de esta reflexión coyuntural, esta ingeniosa interpretación de la historia se convirtió en una buena expresión para pensar nuestros fracasos políticos del xx, puesto que todo lo que comenzaba como una posibilidad política inaudita acaba por repetirse a sí misma mediante la perpetuación de fórmulas vacías. ¿Pero podemos decir lo mismo para el siglo xxi? Más bien pareciera, si alteramos la frase de Marx, que este siglo arrancó directamente como farsa. Podríamos decir que la única tragedia que inauguró nuestro reciente siglo xxi es la repetición de la farsa como mecanismo de control de la historia. La farsa pareciera ser la forma escogida por las oligarquías mundiales para evitar, a toda costa, cualquier evento trágico que pudiera trastocar el funcionamiento del capitalismo.

¿No es acaso el triunfo de Trump una de las máscaras más singulares de esta trágica farsa histórica? Un producto del capitalismo financiero pavoneándose de una idea de libertad como despojo y arbitrariedad, un producto del patriarcado reproduciendo una idea de masculinidad tóxica y depredadora, un niño caprichoso desdeñoso de cualquier idea de ley o de norma. Al punto tal de que su último gesto del dizque «asalto al Capitolio» —y la narrativa delirante de fraude electoral— fue la estrategia arrebatada de quien no tolera ese límite que marca el otro en toda experiencia democrática. Y si bien Trump ya no gobierna los Estados Unidos, la imagen de lo que fue capaz de hacer sigue resonando como un eco de futuro en nuestra región. Si el presidente de los Estados Unidos se permitió organizar a un grupo de personas para tomar el Capitolio y repetir hasta el cansancio, y sin ningún tipo de pruebas, la existencia de un fraude electoral: ¿qué podríamos esperar de nuestras élites regionales de derecha tan acostumbradas a hacer de la farsa un mecanismo de simulacro de democracia por vía del despojo y la opresión?

Pensemos en caso de Perú. Keiko Fujimori, proveniente de un legado familiar acusado por diferentes crímenes de lesa humanidad, ha decidido llevar la apuesta trumpista hasta sus últimas consecuencias. Sin ningún tipo de pruebas, y con apoyo de la extrema derecha regional condensada en figuras como Álvaro Uribe, creó un escenario de tensión social sin precedentes. Esta candidata, al igual que su par Uribe en Colombia, acusada de organización criminal y con libertad vigilada por parte de la fiscalía, ha tomado la inaudita decisión de declarar fraude en las firmas de las mesas de votación. Y digo inaudita porque no hay registro de este tipo de concepción de fraude, cuyas pruebas consisten en decir que las firmas de los listados de votación no coinciden, según el estudio de «grandes grafólogos», con las firmas de los registros civiles. Curiosamente, todos estos votos, estudiados de manera individualizada —pero sin que esos individuos tuvieran derecho a pronunciarse sobre su firma— provienen de los sectores más pobres de Perú. Sostienen que las firmas fueron falseadas y buscan proteger los derechos de las supuestas víctimas pero con la paradójica actitud de ni siquiera tomarlas en cuenta para consultarles. Probablemente actúen así porque para ellos las firmas de los pobres siempre serán falsas. En una especie de espejo invertido, los simuladores del ethos gamonal —que de manera demoledora supo estudiar Mariátegui en los años veinte del siglo pasado— proyectan en su pueblo lo que ellos mismos cultivaron durante siglos: falsear la historia de nuestros países mediante un relato de blanqueamiento. Es decir, simular ser otra cosa con tal de no parecer sudacas.

No es casual que Vargas Llosa, orgulloso de su pasado virreinal, no haya tenido ningún reparo en sentirse disminuido por fantasear con la idea de que detrás del candidato popular Pedro Castillo está la sombra de Evo Morales. Sí, Vargas Llosa fantasea con el acecho del «indio» destruyendo su dizque civilizado Perú.

Por eso, bajo el arrogante lema «mi voto se respeta» —en línea con la famosa frase de campaña «me hicieron venir hasta aquí»— un sector de la clase media y alta representada por Keiko Fujimori ha tomado la decisión de decirle a otro sector del pueblo peruano que no están dispuestos a reconocerlos como ciudadanos con derecho al voto. Salvando las distancias, este gesto de revisión minuciosa de los votos se parece mucho a la actitud de la dueña de casa cuando obliga a la empleada doméstica a mostrar sus pertenencias para evidenciar que no se ha robado nada. Es el gesto de quien se asume como propietario del país y establece una relación doméstica con el espacio público que habita. Su concepción de la democracia, tan celebrada por Vargas Llosa en sus columnas incendiarias, parece tener una frontera muy clara: acaba donde comienzan los territorios populares, campesinos e indígenas. El partido de Keiko Fujimori, por tanto, ha decidido esculcar en los votos de los pobres porque parte de la premisa de que son sospechosos o, peor aún, que no valen nada. Pero esos sectores a los que desdeña han decidido hacer valer su voto mediante manifestaciones pacíficas y alegres en diferentes territorios. Este pueblo al que los farsantes de la historia han humillado durantes siglos ha mostrado una verdad ineludible: ellos son el verdadero sujeto democrático de Perú. Por eso, quizá la historia que empezó como farsa se encamine, gracias al talante democrático de nuestros pueblos, hacia un desajuste de los tiempos donde el pueblo peruano encuentre la oportunidad para empezar a escribir su propia historia. Quizá sea la ocasión de empezar a desenterrar nuestro futuro. •