1
Benoit, ¿cómo se llamaba el aeropuerto abandonado al que fuimos juntos hace años después de una entrevista?
Leí la pregunta en la pantalla del móvil, me pareció bien y pulsé la flecha de enviar. Leve zumbido. Cuando se apagó añadí:
Por cierto, ni idea de a quién entrevistamos. ¿Tú te acuerdas?
Benoit es el fotógrafo con el que suelo trabajar cuando el periódico me encarga una entrevista, aunque desde que empezó la pandemia no hemos vuelto a hacer ninguna. Vive en Red Hook con Keiko, su novia japonesa. Exnovia, perdón. Lo acaban de dejar, aunque siguen viviendo juntos en el apartamento de Van Brunt. Ahora que son roommates, se llevan mejor, me dijo Benoit hace unos días.
Floyd Bennett, leí en el WhatsApp de vuelta.
Venía acompañado de una imagen de Google Maps con un pin rojo que señalaba la ubicación exacta del aeropuerto.
¿Y la playa a la que fuimos después?
Fort Tilden.
Es verdad.
En Fort Tilden (a eso voy) nos tropezamos por casualidad con Lou. Lou es periodista. Últimamente anda indagando el mundo de la psicodelia. Justo anoche me mandó el enlace de su último artículo, «Las dos caras de la ketamina». El día que nos lo encontramos estaba con su futura exmujer, Marcia, y con su hija, intentando mantener a flote una cometa en forma de albatros. La playa estaba cubierta de nieve. Cuando los vi me dio la sensación de que no durarían mucho más tiempo juntos, no sé por qué. Después de charlar un rato con él y su mujer, seguimos paseando por la arena nevada. A la altura de un ferri varado, frente a unas rocas, Benoit sacó una pipa eléctrica, puso en el receptáculo unas hebras de una marihuana azulada muy potente que le acababa de llegar de California, le dio un par de caladas y me la pasó.
Buen viaje, dijo.
Es curioso. Poco después del encuentro de Fort Tilden, mis dos amigos se separaron de sus respectivas parejas. Benoit y yo nos escribimos de cuando en cuando, pero de Lou hace mucho que no sé nada. Después de la separación se fue a vivir a una colonia de artistas en Bushwick. Músicos, escritores, profesionales del cine, todos gente muy activa, judíos en su mayoría. Organizaban reuniones, lecturas, conciertos, rituales de ayahuasca, ceremonias de limpieza psíquica, cosas así. Varias veces me invitó a sus encuentros.
¿Te acuerdas de a quién entrevistamos el día que fuimos a Fort Tilden, Benoit?
A Teju Cole.
Es verdad.
¿Y cuándo fue?
Dos rayas grises: mensaje no leído.
Me suele pasar. Terminada la entrevista se me desdibujan los detalles, como si la quisiera borrar. Hay cosas que tengo claras. Solo hago entrevistas en persona, lo cual me ha llevado a rechazar algunas de gran interés, como me ocurrió con Joy Williams, una de las escritoras norteamericanas más importantes de los últimos tiempos. Era una oportunidad única, pero hubiera tenido que ser por correo electrónico y renuncié a hacerla.
Otra vez me pidieron que entrevistara por teléfono a Martin Amis, con quien he coincidido varias veces y nos llevamos bien. Hace años lo entrevisté en su casa de Brooklyn y durante la conversación se bebió él solo una botella de Pinot Grigio. Pero esta vez no era en persona, de modo que también la rechacé. Las dos últimas entrevistas que me propusieron no las pude hacer por la pandemia. La primera fue justo cuando se empezaba a propagar el virus. Querían que entrevistara a Bret Easton Ellis en Los Ángeles, pero me pareció arriesgado coger un avión. Se la acabó haciendo el corresponsal de la Costa Oeste.
De todos modos, Ellis no me interesa gran cosa, así que no lo sentí demasiado, aparte de que también a él lo había entrevistado hace ya bastantes años en el Chateau Marmont, el legendario hotel de Hollywood frecuentado por estrellas de cine, leyendas del rock y escritores millonarios. La segunda entrevista se frustró varios meses después por motivos muy distintos. Colson Whitehead, el escritor afroamericano, había accedido a un encuentro en persona en Riverside Park. Intercambiamos varios mensajes, confirmando los detalles. Vendría a Manhattan desde su mansión de Cold Harbor, en Long Island. El asunto estaba cerrado cuando el Weather Channel anunció la llegada del huracán Isaías a Nueva York justo el día que habíamos fijado para el encuentro. Whitehead y su agente no le dieron mayor importancia e insistieron en mantener la cita, pero cuando les hice llegar un mapa con el pronóstico del tiempo se echaron atrás. Lo aplazamos para unos días después, pero cuando llegó la fecha fui yo quien tuvo que cancelar por motivos que sería muy prolijo explicar y la entrevista la acabó haciendo por Zoom el corresponsal de Washington.
El motivo por el que les escribí a Benoit y a Lou esta mañana es que ayer estuve en Rockaway Beach y la excursión me hizo recordar el día que los tres coincidimos en la playa de Fort Tilden hace unos años.
Benoit seguía sin responder el mensaje en el que le preguntaba cuándo habíamos estado allí, de modo que decidí escribir a Lou.
¿Cuatro años?, contestó.
Me lo imaginé fumado en su habitación de Bushwick.
La palabra Bushwick desencadenó una sucesión de imágenes en mi cabeza. A veces, los nombres de lugares me transportan a zonas imprevisibles de la memoria sin que mi voluntad intervenga en ello. El recorrido que hice en coche con Benoit por las pistas desiertas de Floyd Bennett me hizo revivir el paseo en bicicleta que di unos veranos después por las explanadas de otro aeropuerto abandonado, Tempelhof, en Berlín.
Era una asociación arbitraria, pero las construcciones que hay en los alrededores de Fort Tilden me trajeron a la memoria los siniestros edificios erigidos en Templehof por Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Casi al final del paseo, en un recodo del aeropuerto, bajo unos arcos, descubrí un sex club para mujeres. Un letrero de neón rosa anunciaba el espectáculo. Junto a la entrada había una vitrina en la que se veían fotos de chicos que bailaban semidesnudos delante de las mesas que ocupaban las clientes. En Fort Tilden acabamos yendo a una especie de hangar donde había un comedor gigantesco, casi totalmente vacío de gente, una fortificación de piedra frente al mar. Al salir, la extraña sucesión de construcciones que cercaban el lugar me hizo sentir que estaba dentro de un cuadro de Giorgio de Chirico.
En aquel momento me llegó la respuesta de Benoit. Tres fotos del día que estuvimos en Fort Tilden. En el vértice inferior derecho de cada una aparecían unos dígitos luminosos con la fecha exacta: 11 / 28 / 17. Lou se había equivocado por un año. De repente caí en la cuenta de que todavía no les había dicho a mis amigos la razón por la que les hablaba de nuestro lejano encuentro.
Ayer, paseando por la promenade de Rockaway, escribí, me tropecé con un hotel abandonado que por alguna razón me hizo recordar el día en que coincidimos todos en Fort Tilden. Les envié el mismo mensaje a los dos por separado, acompañándolo de una foto del misterioso edificio. Sabía que era imposible que vieran la relación, de la misma manera que yo tampoco sabría explicar por qué el hallazgo de aquel extraño hotel había encendido de tal modo mi imaginación. Para saberlo, les expliqué, no me quedaba más remedio que escribir un cuento. No sé cómo será, añadí, pero en cuanto lo termine se los haré llegar.
2
Todo empezó un día antes, el 26 de diciembre, para ser exactos. Alan Hurst, el editor de Blueprint, me pidió que me acercara a su cubículo.
¿En qué andas, Nick?
En varias cosas a la vez, todas encargos tuyos que me pedirás que deje en cuanto esté a punto de terminarlos. ¿Por qué?
He visto algo en The Gothamist que me ha llamado la atención y me gustaría que metieras las narices por si encuentras algo.
¿De qué se trata?
Hurst se hizo a un lado para que pudiera ver bien la pantalla de su ordenador, donde aparecía la foto de un misterioso edificio en ruinas.
¿Qué es?
Un hotel abandonado. Los vecinos no ven en él misterio alguno, al contrario, se quejan de que lo ruinoso de su estado puede resultar peligroso y exigen su demolición pero las autoridades locales no se dan por aludidas.
No sé, a mí me gusta.
A mí también. Seguro que hay una buena historia ahí, por eso te he llamado. He indagado un poco en internet, pero no he sacado gran cosa en claro. Está así desde 2012, cuando el huracán Sandy arrasó la zona. Acércate a ver qué averiguas. Habla con los vecinos.
¿Dónde queda?
En Rockaway.
Mándame la foto por WhatsApp.
Alan se inclinó sobre el teclado e hizo lo que le pedía.
¿Te ha llegado ya?
Sí.
Si la amplías con los dedos, verás el nombre en la fachada.
Ensanché la imagen y en el frontispicio vi aparecer unas letras levemente distorsionadas que decían Hotel del Mar, en español.
¡Ya tengo el título!, exclamó Alan de repente.
¿Qué título?
El de la crónica que vas a escribir.
¿Hotel del Mar?, pregunté.
No.
¿Me lo vas a decir o tengo que adivinarlo?
¿Qué día es hoy?
26 de diciembre.
Exacto.
¿Es ese el título?
Naturalmente que no.
¿Entonces?
El 26 de diciembre es Boxing Day.
¿Cómo?
Boxing Day.
Ya te he oído. ¿Y qué se celebra? ¿El cumpleaños de Cassius Clay?
¿No sabes qué es Boxing Day?
No.
El día después de Navidad. En esa fecha, la clase alta inglesa tenía por costumbre poner dinero, comida o lo que fuera en unas cajas de cartón que regalaban a la servidumbre para compensarla por haberles hecho trabajar para ellos el día anterior.
¿Y qué tiene que ver eso con la foto que me acabas de mandar?
Nada, solo que cuando vi en el calendario que hoy es Boxing Day me pareció un título perfecto. ¿Qué haces ahí parado? Ponte las pilas.
Tranquilo, todavía no me has dicho la ubicación exacta de tu hotel.
Alan Hurst se levantó y clavó una chincheta roja en el mapa de metro que tiene en la pared de corcho de su cubículo.
Al final de Rockaway Beach, casi en Breezy Point. El barrio donde se encuentra el hotel responde al seductor nombre de Belle Harbor. Queda en el paseo marítimo mismo. La dirección que he encontrado en internet es Ocean Promenade, sin número, pero no tiene pérdida. Está a la altura de la calle 125. Se puede ir perfectamente en metro.
Clavé la mirada en el mapa. La parada que había marcado Hurst con la chincheta era 116 Street, Rockaway Park, la última de la línea A, al final de un delgado promontorio de tierra.
Donde se acaba Queens, dije, o sea, un poco más allá del fin del mundo.
¿No estás aquí para aprender el oficio de periodista? Pues tendrás que ir a donde está la noticia, llévate un buen libro para entretenerte durante el viaje. Este mismo, dijo, cogiendo un delgado volumen que había debajo de los papeles que cubrían su escritorio.
Motor Maids across the Continent, leí.
La portada era de un color verde estridente, una foto tratada en la que se veía a cuatro damas de aspecto victoriano vestidas con traje y sombrero a bordo de un descapotable. Las tres más jóvenes estaban en el asiento trasero y otra, de más edad, sonreía al volante. El autor era Ron Padgett, el poeta.
Cuando salí del metro fui directamente a la promenade, el paseo que discurre a lo largo de las dunas que bordean la playa, y me pasé un buen rato contemplando el mar. Hacía un día muy tranquilo. Un plácido sol invernal que apenas calentaba brillaba en el centro de un cielo perfectamente límpido. Había muy poca gente paseando. Lo que más me llamó la atención fue el perfil de los edificios, extrañamente atractivos en su fealdad. Entre las torres de apartamentos había espacios comerciales, dependencias de organismos oficiales, clubes deportivos, centros de salud, residencias de ancianos. Tal vez fuera efecto de la pandemia, pero todos parecían haber sido abandonados. En el aire flotaba un silencio inquietante, apenas roto por el rumor del oleaje. No tardé en dar con el hotel. Su enigmática silueta, muy distinta de las construcciones que lo rodeaban, se distinguía perfectamente desde muy lejos.
Unas manzanas antes de llegar pasé por delante de un edificio que me llamó poderosamente la atención, una estructura de ladrillo de color marrón oscuro cuyo aspecto me intrigó. Me detuve un momento a contemplarla. Delante de la entrada había una terraza con mesas verdes de metal, varias de ellas ocupadas por ancianos, hombres y mujeres en su mayoría de raza negra. Una residencia de la tercera edad, evidentemente.
Un individuo que llevaba una bata blanca me saludó desde la puerta. Le correspondí con un gesto de la mano y seguí andando hasta que llegué al Hotel del Mar, un centenar de yardas más adelante. Era un edificio de otra época, de un estilo que no tenía nada que ver con los que flanqueaban la promenade. Tras contemplarlo durante un buen rato, le saqué una foto. El sol daba de lleno en la fachada y no salió muy bien, pero aún así se la mandé a Alan. Buena captura, contestó inmediatamente. Me fijé en los detalles. Estaba precintado con planchas de madera gris que recorrían todo el trazado del piso inferior, que quedaba ahora por debajo de las tablas del paseo marítimo, como consecuencia de los destrozos causados por el huracán. Las puertas y ventanas estaban todas selladas. En la primera planta había un mirador y en la más alta una hilera de buhardillas, una de ellas mucho más espaciosa que las demás. En el tejado se alzaban dos chimeneas gemelas. En el frontispicio, que sostenían unas columnas blancas, se apreciaban claramente las palabras que había podido ver antes en la pantalla de mi celular: Hotel del Mar, en español. En el solar que había alrededor del edificio se acumulaban escombros y matas silvestres, la mayoría secas. Una malla de metal cercaba toda la propiedad.
Así que este es el lugar que tanto le llamó la atención a Alan y cuya crónica se ha empeñado en que escriba, la crónica de un edificio decrépito y abandonado, que tal vez no tenga una historia digna de ser contada. Decidí entrar, para lo cual tuve que saltar la valla de alambre. En una placa de metal inscrita con letras rojas se podía leer:
Una pareja de ancianos se detuvo al verme saltar, pero enseguida siguieron su camino sin prestarme atención. Una vez al otro lado, inicié una exploración ordenada de los distintos espacios, planta por planta, primero el vestíbulo, después dependencias como la cocina, la lavandería, el comedor, y por último los salones. A continuación recorrí los pasillos, y abrí las puertas de varias suites y habitaciones al azar. Muchas de las maderas del suelo estaban levantadas, así como los peldaños de las escaleras, que era peligroso pisar. Subí con cuidado hasta llegar al piso más alto, donde di con un amplio espacio abuhardillado al que se accedía por una puerta doble. Afuera había un rótulo de madera con un nombre borrado y en la hoja derecha el número de la habitación en dígitos de bronce: 45. Giré con cuidado el pomo de la puerta y cuando la empujé cedió sin ofrecer resistencia, aunque justo en el momento en que lo hacía se oyó un chirrido estridente, una especie de señal de alarma que enseguida se cortó. Era la mejor habitación del hotel, sin duda. Lo que más me sorprendió fue que a diferencia de todas las que había visto, que estaban sin excepción en un estado total de decrepitud y abandono, lo que había en aquella suite estaba escrupulosamente ordenado.
Explica eso bien, me imaginé que me diría Hurst cuando llegara a esta parte del relato. ¿Qué había exactamente en la suite 45?
Hice acopio de memoria para que no se me escapara ningún detalle.
Me llamó mucho la atención que el papel de la pared estuviera en perfecto estado, como si lo acabaran de poner. Era de color azul claro, con motivos marineros como faros, salvavidas, anclas, gaviotas, estrellas de mar, todo un poco cursi. Los objetos que había en la suite eran de lo más variopinto: lámparas de pie o adosadas a la pared, mesas, un juego de sillas, un sofá y dos sillones de cuero, una chimenea encima de la que se veía el caparazón de una tortuga gigante, una brújula y un calendario; estanterías de libros medio vacías y frente a la ventana salediza, que daba al mar, un escritorio con un rollo de persiana curvo, cartas y papeles, un tintero, más libros, y un mueble de cajones. Descorrí la persiana del escritorio y dentro vi lo que me pareció un manuscrito.
¿Un manuscrito?
Una especie de mamotreto encuadernado. Estaba al fondo, como escondido, pero no me dio tiempo a ver bien qué era, porque en aquel mismo momento retumbó una voz detrás de mí.
¿Se puede saber qué demonios haces aquí?, preguntó el recién llegado con voz grave. Me di la vuelta y vi a un individuo de raza negra no muy alto, de unos cincuenta y cinco años, tal vez alguno más. Era más bien retaco pero de complexión atlética.
¿Se puede saber de dónde sales?, inquirió tras un momento de silencio.
Pese a lo formidable de su aspecto, el tono que empleó cuando se dirigió a mí no me resultó amenazador.
¿Y usted?, me atreví a preguntarle.
¿Cómo que yo?, barbotó.
Confieso que en aquel momento sentí un poco de miedo. El recién llegado tenía el torso y el cuello anchos, una cicatriz en la mejilla y el tabique de la nariz quebrado.
¿Y cómo iba vestido?, querría saber Alan.
Chaqueta marrón oscuro, pantalón gris, jersey burdeos de cuello vuelto y zapatillas de deporte blancas, desproporcionadamente grandes.
Tampoco hace falta que des tantos detalles. En la crónica tendrás que prescindir de tanta verborrea. Bueno, sigue.
Yo… yo…, balbucí.
Soy yo quien tiene derecho a preguntar, tronó el hombre de la chaqueta marrón, cerrando bruscamente el rollo de persiana que acababa de abrir yo y asiendo con fuerza el libro que había cogido del interior. Este es mi despacho y estas son mis cosas.
¿Y las deja aquí, en un lugar al que cualquiera puede entrar? ¿No teme que se las quite nadie?
Nadie entra aquí. A nadie se le ocurriría hacer una cosa así.
Se me ha ocurrido a mí.
¿Por qué crees que estoy aquí? Tengo un sensor que me avisa cuando alguien abre la puerta, aunque nunca había pasado hasta ahora. Todavía no me has dicho a qué has venido.
Soy periodista.
¿Ah, sí? ¿Y para qué medio trabajas?
Ahora mismo para una publicación digital, estoy haciendo unas prácticas, pero no me pagan.
¿Cómo se llama?
Blueprint.
Nunca he oído hablar de ella.
Ni usted ni nadie. Hay muchas así, todas iguales. Es una start-up de esas que no van a ningún lado. El editor en jefe, Alan Hurst, me pidió que viniera a indagar la historia del hotel. Parece que los vecinos de la zona se quejan del estado del inmueble. Les parece peligroso, eso leí en internet. Tenía intención de hablar con algunos, pero ni siquiera he empezado a buscarlos. He venido directamente al hotel. Usted es la primera persona con quien hablo. Tal vez me pueda ayudar.
Sí, claro. Lo que faltaba. Por cierto, lo que has hecho constituye delito. ¿No has visto el cartel de prohibido el paso? Te podría denunciar.
¿Y usted?
¿Yo qué?
El paso está prohibido para todos.
No.
¿Cómo que no?
Mi caso es distinto. Yo vivía aquí hasta que llegó el huracán Sandy. Todo el mundo sabe que tengo mi despacho aquí y nadie dice nada. La policía está al tanto, pero me deja en paz. A fin de cuentas soy del barrio. Contigo la cosa sería diferente.
¿Entonces vive aquí?
Vivir, vivir, no. No hay condiciones. Solo vengo a trabajar. Me he instalado en la mejor habitación, como ves.
El lugar estaba atestado de cajas rebosantes de fichas y papeles perfectamente ordenados. Me recordó el sótano de la casa de Gay Talese, que vi una vez en un reportaje.
¿Le puedo preguntar a qué se dedica, señor…?
Garvey, Marcus Garvey. Soy boxeador. Bueno, lo fui.
No puede ser.
¿Cómo que no? Campeón de Coney Island en la categoría de pesos pluma en el verano de 1987.
Boxeador. Esa sí que es buena. A mi jefe le va a encantar la coincidencia.
¿Qué coincidencia?
¿Sabe qué día es hoy, señor Garvey?
26 de diciembre. Es difícil perder la cuenta. Ayer fue Navidad.
Me quedé pensando.
¿En qué?, me preguntaría Alan.
Cuando Marcus Garvey hizo aquella observación, comprendí por qué querías que la crónica se titulara así. Boxing Day es tu versión del Cuento de Navidad, tradición honrada por muchos autores, desde Charles Dickens hasta Paul Auster. Boxing Day es el Cuento de Navidad con un día de retraso, las sobras de un relato, por decirlo de algún modo.
¿Y le explicaste a Marcus Garvey qué significaba aquella fecha para los británicos?
Me pareció que era mejor no hacerlo.
¿Por qué?
Me dio miedo que pensara que le estaba tomando el pelo.
Está bien, sigue.
¿Y tú?, me dijo Garvey.
¿Yo qué?
Todavía no me has dicho cómo te llamas.
Tiene razón, perdone. Me llamo Nick. Nick Castle.
Me quedé callado.
¿Qué mosca te ha picado? ¿Por qué te interrumpes?, me preguntaría Alan.
No, que de repente cambié de opinión con respecto a explicarle a Garvey lo de Boxing Day. Boxing Day, le dije, se celebra el 26 de diciembre, pero no tiene nada que ver con el boxeo.
Me taladró con la mirada, como si, efectivamente, pensara que estaba tomándole el pelo.
Mejor, dijo por fin.
Respiré aliviado y le expliqué el significado de la fecha.
Estos ingleses…, fue todo lo que dijo cuando acabé.
¿Qué son todos esos papeles que tiene ahí, míster Garvey?, me atreví a preguntarle.
Recortes de periódico. Obituarios, para ser precisos.
¿Y el libro encuadernado que había en el escritorio?
Una selección de los mejores.
Entonces somos colegas.
Soltó una carcajada.
¿Boxeador tú? No te lo tomes a mal, pero no das ni para peso mosca.
Me refiero a los obituarios, puntualicé. Me interesan mucho. He escrito varios para Blueprint, pero mi jefe no ha querido publicar ninguno. Nunca saca nada de lo que le doy, a pesar de que me lo encarga él. Tampoco publicará esto. Estoy seguro.
¿A qué te refieres cuando dices esto?
Al hotel.
Ya. Tampoco yo he escrito nada de lo que ves aquí.
¿Ah, no? ¿Quién entonces?
Un amigo mío que trabaja para el New York Times. Bueno, trabajaba. Ya se ha jubilado. Es una larga historia. Empezó como periodista deportivo. Escribió la crónica del combate en el que me coroné como campeón de Coney Island.
¿Y qué hace con los recortes?
Bueno, no son los originales. Son fotocopias. Los clasifico por fechas y después los ordeno. Saco todo el material de la biblioteca pública. Antes había una hemeroteca, pero ahora está todo digitalizado.
¿Y cuándo le dio por esto?
Cuando le pedí a mi amigo el escritor de obituarios que escribiera el mío.
¿Cómo dice?
Lo que ha oído.
¿Por qué no me lo cuenta todo bien desde el principio, míster Garvey?
3
La historia del Hotel del Mar resultó ser mucho menos interesante que la de su extraño inquilino ocasional. Por alguna razón, la suspicacia que había despertado en él mi súbita irrupción en sus dominios desapareció como por ensalmo no bien trabamos conversación. Marcus Garvey parecía estar impaciente por contar su historia, como si llevara mucho tiempo esperando a que apareciera alguien dispuesto a escucharla. Invitándome a tomar asiento en un sillón de cuero, se acomodó en una silla frente a mí, cerró los ojos, respiró hondo y empezó a hablar.
Había nacido en el mismo Belle Harbor, unas veinte calles al oeste de donde nos encontrábamos, el 31 de marzo de 1964. No guardaba ningún recuerdo de su infancia digno de mención, dijo con voz pausada. No había sido particularmente dichosa, ni lo contrario. Su padre, Oliver Garvey, mecánico de coches, como acabaría siéndolo él, era además un excelente músico de jazz, virtuoso del saxofón, talento que no heredaría su hijo, aunque Marcus siempre recordaría con afecto la multitud de ocasiones en que su padre lo llevó consigo a los clubes de jazz donde tocaba los fines de semana, en multitud de garitos repartidos por todo Brooklyn. Su madre, Mande Holford, era auxiliar de enfermería.
Marcus tenía trece años cuando su padre perdió la vida en un accidente de tráfico, al volver de una actuación a la que, por fortuna, no le había resultado posible acompañarlo. La furgoneta en la que viajaba la banda chocó frontalmente con un minibús en la Brooklyn Queens Expressway y perecieron todos menos el contrabajista. Marcus Garvey era hijo único.
Un año después del accidente ingresó en una Escuela Técnica y Vocacional de Sheepshead Bay, donde se formó como electricista, oficio que jamás llegaría a ejercer. Fue allí donde se inició en el boxeo. A los diecisiete años, el profesor de educación física del instituto fue testigo de una pelea en la que el joven Marcus se deshizo de un compañero a puñetazos con tal limpieza y elegancia, que inmediatamente decidió presentárselo a un amigo suyo, propietario de un gimnasio de boxeo en Fort Greene, encareciéndole que se ocupara de su formación como púgil. Libró un total de veintiséis combates, de los que ganó los primeros veinticinco por ko. El combate número veinticinco supuso la culminación de su trayectoria, pues con aquella victoria se proclamó campeón de los pesos pluma de Coney Island, hazaña que consideraba el mayor logro de su vida. Por desgracia, a partir de ahí todo fue mal. Su primer título sería también el último. A Míster Garvey se le humedecieron los ojos al decir aquello. En el siguiente combate, prosiguió, el número veintiséis, su rival, un chico jamaicano de Crown Heights de diecinueve años, prácticamente desconocido, un tal Talbot James, le propinó tal paliza que además de desfigurarle el rostro y dejarlo en estado de coma, cortó en seco su fulgurante carrera.
Me ganó a los puntos, no tengo ningún problema en reconocer eso, pero no me noqueó, puntualizó orgullosamente míster Garvey cuando me dio cuenta del aciago episodio. Aguanté de pie hasta que sonó la campana, al final del duodécimo asalto.
Lo que no dijo, pero era a todas luces evidente, es que no haber besado la lona antes de acabar el combate fue precisamente la causa de su desgracia. Resistir los embates de su rival como lo hizo fue lo que le obligó a dejar el boxeo para siempre. Nada más sonar la campana se desplomó sin que nadie lo tocara y fue preciso trasladarlo del cuadrilátero a la uvi sin pasar por el vestuario. Casi no lo cuenta. Como consecuencia de los golpes tuvo un derrame cerebral y entró en coma. Tardó dos meses en recuperarse y aunque logró salir, la paliza le había dejado tales secuelas que no le quedó más remedio que buscarse una manera menos violenta de ganarse la vida.
El dueño del taller de coches donde su padre había ejercido como mecánico durante muchos años, Jim Marshall, consumado trompetista que tenía su propio grupo de jazz (nada que ver con la banda de la que formaba parte su empleado, aunque no era raro que los domingos por la tarde improvisaran jam sessions en el patio trasero del taller) le ofreció ocupar el puesto de su padre. A Marshall le hubiera gustado invitarle a formar parte de su banda, pero como hemos dicho ya, el hijo de Oliver Garvey era negado para la música. Como mecánico, por el contrario, resultó ser un manitas y no tardó mucho en hacerse famoso en el barrio e incluso más allá de sus confines. Gente de todo Brooklyn acudían al taller de Jim Marshall solicitando los servicios del joven Garvey. Los coches que pasaban por sus manos adquirían un valor muy superior al que tenían antes de que los retocara él. Cuando el viejo trompetista se jubiló le traspasó el negocio. Bajo su dirección el taller alcanzó cotas de esplendor como no las había conocido en sus mejores tiempos. Su reputación se mantuvo en lo más alto hasta el día en que también él decidió jubilarse, no hacía mucho.
¿No te dijo nada de si se casó?, quiso saber Alan. ¿Tuvo hijos?
Yo también lo pensé, y viendo que no decía nada al respecto, se lo pregunté a quemarropa.
No tengo nada en contra de tan venerable institución, fue su respuesta, pero el vínculo sagrado del matrimonio no es para mí, al menos con una mujer, añadió.
Muchacho, oyéndote hablar así me da la sensación de que estás tratando de venderme la historia de Míster Garvey. No la pienso publicar, que lo sepas.
No esperaba otra cosa de ti, pero te equivocas en cuanto a mis expectativas. Lo único que estoy haciendo es contarte su historia tal como me la contó él a mí. Ya buscaré donde publicarla.
No hace falta que te pongas así. De todos modos, hablando de coherencia narrativa, todavía no has dicho nada de su amigo el escritor de obituarios.
Marcus Garvey se puso cómodo, sacó una lata de puritos del bolsillo y me ofreció uno. Me fijé en la marca: Café Créme.
Holandeses, precisó.
Gracias, no fumo.
¿Te molesta que lo haga yo?
En absoluto.
Tim Doyle, dijo.
¿Cómo?
Mi amigo el periodista se llama así. También es del barrio. Nació aquí, en Belle Harbor, como yo. Nuestras familias se conocían, pero él era quince años mayor que yo y nunca nos llegamos a tratar. Cuando cumplió diez años (faltaban cinco para que naciera yo), su padre se lo llevó a Tallahassee, Florida, donde le habían ofrecido un buen contrato como músico de orquesta.
Garvey guardó un momento de silencio antes de decir:
Un músico más. En esta historia el único que no es músico soy yo. Bueno, Tim tampoco, aunque los dos somos hijos de músicos. El caso es que a pesar de ser del barrio, Tim Snyder no se cruzó en mi camino hasta el día que disputé el campeonato de los pesos pluma de Coney Island. Cuando terminó el combate se acercó a saludarme al vestuario, libreta en mano. Me contó que su padre y el mío habían sido muy amigos. Tocaron juntos en muchas ocasiones, antes y después de su estancia en Tallahassee. El viejo Doyle (también se llamaba Tim) recordaba el día del accidente como uno de los más tristes de su vida. Fue él quien lo puso sobre aviso de la pelea que el hijo de su viejo amigo Oliver Garvey estaba a punto de disputar, sugiriéndole que la cubriera para el Times. Tim Doyle hizo lo que le sugería su padre y en el periódico le dijeron que sí. Por aquel entonces todavía trabajaba en la sección de deportes.
Míster Garvey acarició el libro encuadernado que tenía en las rodillas.
Luego lo pasaron a noticias locales, y más adelante a obituarios, donde se quedó hasta que se jubiló.
¿Y todo esto que hay ahí lo escribió él?
En realidad no. Era documentalista. Su trabajo consistía en ocuparse de archivar los datos relevantes relacionados con los futuros difuntos en un fichero, de modo que cuando se producía el óbito del sujeto en cuestión estaba todo preparado. Es así como funciona, al menos en el Times.
Entiendo.
Lo que ves aquí es el resultado de mis rastreos en el archivo de obituarios del periódico. Me dediqué a bucear en busca de las necrológicas que se publicaron utilizando la documentación preparada por Tim. Son las únicas que rescaté.
Preparó muchísimos obituarios a lo largo de los años, de modo que lo que hice fue seleccionar los más interesantes. Me divertí mucho haciéndolo. Hay gente fascinante. Pero lo que me motivó en realidad es que quería hacerle una especie de homenaje a Tim. Todos esos obituarios debería haberlos escrito él. Cuando se lo digo le quita importancia y me dice que su misión era otra.
Muy interesante, Nick, dijo Alan, encendiendo un cigarrillo. ¿Hablaron de cuando Doyle cubrió la crónica de su victoria en Coney Island?
Ahí está el quid de la historia.
¿Qué quieres decir?
Es la única vez que Doyle escribió sobre él. Garvey soñaba con que lo volviera a hacer, y Doyle también, pero no pudo ser. La crónica del combate en el que Marcus Garvey se proclamó campeón de los pesos pluma de Coney Island no solo fue la única vez que escribió sobre Garvey. También fue la última crónica pugilística que escribiría a lo largo de toda su carrera como periodista. Tras una breve temporada en noticias locales, logró pasarse a obituarios,
¿Y eso?
Su intención era escribir la crónica del siguiente combate. De hecho, el Times se lo encargó formalmente, y mandó un fotógrafo para acompañarlo, pero tras presenciar la paliza, le resultó imposible escribir nada.
¿Qué pasó con las fotos?
Garvey le pidió al reportero gráfico que las destruyera. Le hubiera causado una consternación infinita conservar ningún testimonio de algo tan ignominioso. La derrota de Garvey afectó profundamente a Doyle, que había trabado una intensa relación con el joven púgil después de publicar la crónica de su gloriosa victoria.
¿La llegaste a ver?
Cuando le pregunté si la conservaba, se llevó la mano al bolsillo, de donde sacó un recorte amarillento en el que aparecía una foto en la que se le veía a él muy joven. Me fijé en la fecha: 15 de junio de 1987.
La llevo siempre conmigo, me explicó.
En la foto se veía al árbitro sujetando por el brazo a los dos contendientes, ambos mucho más bajos que él. Con la mano derecha sostenía en alto el puño izquierdo del vencedor, con la izquierda sujetaba la muñeca derecha del púgil derrotado, a la altura del bajo del pantalón.
¿Cuántos años tenía usted ahí, míster Garvey?, le pregunté.
Veintitrés, contestó, sonriendo con modestia. ¿Tiene curiosidad por ver cómo es mi amigo Doyle? Llevo su foto en la cartera.
Naturalmente, le dije.
En la foto se les veía a los dos muy sonrientes. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran pareja. Como había dicho Garvey, Doyle era bastante mayor que él.
¿Doyle también es negro?, quiso saber Hurst.
Blanco como la tiza. Pelirrojo. Su padre era irlandés.
El editor de Blueprint se rascó la cabeza, pensativo.
Bueno, sigue.
Garvey guardó la foto de Doyle en la cartera y sacó de ella una tarjeta de visita.
Me gustaría verla. ¿La tienes ahí?
Se la pasé.
Alan Hurst leyó en voz alta:
¿Qué pasó después? me preguntó, devolviéndomela.
Salimos juntos de la suite. Garvey me llevó a la parte posterior del edificio. Según él, la escalera que había allí era la más segura. Cuando estuvimos en la promenade me preguntó si me gustaría conocer a Doyle en persona.
Vive muy cerca, precisó.
Le dije que sí. Después de todo lo que me había contado de él, tenía mucha curiosidad por ver cómo era.
Echamos a andar por la promenade. El cielo se había llenado de nubarrones negros, en contraste con lo diáfano que estaba cuando llegué.
Va a nevar, dijo míster Garvey, siguiendo la dirección de mi mirada.
No habíamos recorrido ni cien yardas, cuando me di cuenta de que el lugar al que nos dirigíamos era el edificio de ladrillo de color marrón oscuro que tanto me había llamado la atención cuando iba camino del Hotel del Mar. Me vino a la cabeza la imagen de los ancianos que estaban tomando el sol en las mesas de la terraza, acompañados por sus cuidadores, hombres y mujeres vestidos con batas blancas.
Al llegar frente a la terraza nos detuvimos. En un poyete de piedra, junto a la puerta de entrada, había un hombre de unos setenta años leyendo el Daily News. Las mesas estaban todas vacías salvo una en la que había una enfermera, de pie, sujetando el manillar de una silla de ruedas ocupada por un anciano que se cubría la cabeza con un gorro de lana y se tapaba las piernas con una manta escocesa.
Tim, te presento a Nick Castle. Lo sorprendí husmeando en mi despacho. Fue él quien hizo saltar la alarma. Es buen chico.
El anciano asintió. Tenía los ojos de un azul aguado.
Buenos días, hijo, ¿de dónde eres?, me preguntó.
Del Bronx, señor.
Yo soy irlandés.
Me guiñó un ojo. Parecía estar de buen humor.
Nick es periodista, explicó Garvey.
Todavía no, me apresuré a decir. De momento estoy haciendo unas prácticas.
Yo lo fui, pero hace tiempo que no escribo nada para ninguna publicación. Bueno, sí, de vez en cuando alguna cosa para el periódico de Rockaway.
¿Hay uno?
Sí. The Waves.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un ejemplar cuidadosamente plegado y lo extendió encima de la mesa. Las letras de la cabecera eran de color azul.
¿Hay algo tuyo ahí, Tim?, preguntó el ex boxeador.
Doyle pasó las hojas y recorrió con el índice un titular de grandes caracteres que decía:
Rick Valbuena, jugador de billar, muere de Covid-19 a los ochenta y dos años.
Buena gente Rick. Vivía en la residencia también. ¿No le vas a decir a tu amigo que se siente?
La enfermera se disculpó y nos dejó a solas.
No me habías dicho que pensabas escribir el obituario de Rick.
Quería darte una sorpresa.
Me parece muy bien, pero eso no cambia las cosas. Nuestro trato sigue en pie.
No te preocupes por eso.
Los miré de hito en hito, tratando de entender de qué hablaban.
Es una larga historia, dijo Doyle. Cuando nos vinimos a vivir aquí, Marcus me hizo prometerle que volvería a escribir sobre él.
No quería que la crónica de la pelea de Coney Island fuera lo único, matizó Garvey.
Lo peor no es eso. Está empeñado en que tiene que ser para el New York Times. Está obsesionado con eso.
Me lo has prometido.
Tim Doyle volvió hacia mí sus ojos cansados.
¿Lo ves? No me deja opción. El día que me lo pidió le dije: ¿Pero cómo quieres que haga una cosa así, Marcus? ¿Qué quieres que escriba sobre ti? A ver si adivinas lo que me contestó.
¿Su obituario?
Así es, como quien no quiere la cosa. Para el New York Times. ¿Qué te parece eso, Nick? ¿Qué harías tú en mi lugar?
¿Yo?
Para el Times nada menos. ¿De qué quieres que hable, Marcus? Tus años como boxeador se acabaron hace mucho. Y no voy a contar tus éxitos como mecánico. Si al menos hubieras sido músico de jazz como tu padre o el mío…
¿Por qué no le cuentas la verdad a Nick?
Doyle se quedó callado.
¿Qué verdad?, me atreví a preguntar.
Garvey se volvió hacia mí:
No le hagas caso. Se queja en balde. De hecho ya le han dado el sí.
¿Entonces se lo van a publicar?
Eso es.
¿En el New York Times?
Claro, dijo Garvey. Tiene que ser ahí, como la primera vez.
Alcé la vista hacia el edificio como si de un momento a otro se fuera a desplomar sobre nuestras cabezas, pero no sucedió nada. Entonces, muy lentamente, me volví y me quedé mirando en dirección de la playa. Empezaba a nevar.
Sam no ha dicho que sí, le corrigió el irlandés. Ha dicho que lo intentará. No es lo mismo.
¿Quién es Sam?
Estuvo a cargo de la sección de obituarios durante muchos años. Tim trabajaba para él, me explicó Garvey. Son muy amigos. Es cierto que se ha jubilado, pero ahora es su hijo el que lleva la sección, así que todo queda en casa. Sam le ha explicado la situación y le ha asegurado a Tim que su hijo se las arreglará de algún modo para colar la necrológica, en su momento, claro.
Ha dicho que intentará colarla, eso no quiere decir que lo vaya a conseguir. No es tan fácil, puntualizó Doyle.
Sam es un hombre de palabra, y su hijo es el jefe de sección.
Doyle cruzó una mirada de complicidad conmigo. De todos modos, para poder hacerlo… empezó a decir, pero no terminó la frase.
Tendrás que aguantar más que yo, es todo, sentenció míster Garvey. No hay ninguna prisa.
Cada vez nevaba con más fuerza. La playa se empezó a cubrir de blanco. En ese momento apareció la enfermera.
Más vale que entremos, anunció, asiendo la silla de ruedas. Puede venir con nosotros, si lo desea, añadió, dirigiéndose a mí.
Gracias, pero creo que será mejor que me vaya antes de que arrecie la tormenta. Me espera un largo trayecto hasta llegar a Manhattan.
El viejo boxeador me dio la mano.
Feliz Boxing Day, míster Garvey, fue lo único que se me ocurrió decirle.