Recomendación de los editores

El color de la memoria

Eduardo Rabasa

Mientras tomaba unas notas para poder escribir este texto sobre el deslumbrante Verde agua, de Marisa Madieri, la deformación profesional obligadamente me condujo a pensar bajo qué género inscribirlo. Y supongo que influenciado por vivir en la época del auge y predominio de la autoficción, fue la primera categoría que me vino a la mente. Después de todo, es un relato autobiográfico, plagado de recuerdos de una infancia un tanto onírica, pero más bien cargada hacia lo pesadillesco, donde la autora realiza asociaciones libres, saltos cronológicos, y no vacila para verter juicios e impresiones tanto acerca de sí misma como de la constelación de seres estrambóticos que constituyeron su entorno vital. No es, pues, una autobiografía con vocación de documento histórico, ni escrita linealmente, ni tiene pretensión de objetividad alguna. Sin embargo, hay a mi parecer un elemento clave que la distingue abismalmente, al menos de la escritura autobiográfica proliferante en nuestra época: no solo no se encuentra obsesionada consigo misma como ombligo del universo, sino ni siquiera, podríamos decir, como ombligo de su universo personal. Tampoco se vive como víctima de un drama que habrá de ser expiado mediante la escritura. Mucho menos le preocupa adscribirse a tal o cual corriente dominante que la posicione dentro de algún bando moralmente virtuoso. Verde agua es, simplemente, el testimonio de una vida por periodos muy dura, fascinante, vivida con plenitud en un presente constante que fluye a lo largo de sus páginas. Vida que se vio interrumpida prematuramente, pues Madieri murió a los cuarenta y ocho años por la reincidencia de un cáncer de mama que incluso mientras escribía esta obra dio señales de reaparecer («Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción». [p. 102]). Se trata de un testimonio fragmentario, tanto en la cronología de lo relatado como en la distancia que separa a cada una de las entradas rigurosamente fechadas, en ocasiones durante días consecutivos, en otras con un mes de diferencia. Es también un monumento a la memoria, al fluir del tiempo, a una existencia en donde la autora pareciera ser por partes iguales protagonista y observadora impasible. Pues, de manera casi antagónica a lo que sucede actualmente con la autoficción, como dice certeramente Claudio Magris (también él personaje del libro en tanto que estuvo casado con Madieri hasta su muerte, y procrearon a dos hijos juntos, Francesco y Paolo) en su posfacio, es un libro «soberanamente libre de toda altiva o ansiosa hipertrofia del yo».

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Esta muy particular cartografía de la memoria comienza, por decirlo de alguna forma, con un origen casi mitológico: su abuela materna, Filippina Miletić (1868), se casa en Varaždin, Croacia, con Giorgio Madjarić, apellido que pasó a Madierich y después a Madieri. En 1904, cuando el abuelo Giorgio lo pierde todo en el juego, la abuela Filippina se marcha sola a Fiume (hoy Rijeka, ciudad que sería objeto de disputas territoriales a causa de su población parte italiana, parte eslava), embarazada de su hijo número catorce, y es contratada para limpiar el casino. Ascendida a encargada de guardarropa, consigue hacerse de un departamento donde cría a su hijo recién nacido, el padre de la autora, quien jamás conocerá ni a su propio padre ni a los hermanos que quedaron detrás. Así se inserta el destino de los Madieri en los vaivenes políticos que después resultarán tan determinantes en su vida.

Por el costado materno, la pareja de futuros abuelos operaba un restaurante en Fiume, el Lloyd, que sería de gran fama en la ciudad. Ahí trabajaba como cajera quien sería la madre de Marisa, que comenzó a ser cortejada por el joven que devendría su padre, ante la férrea oposición de quien será uno de los personajes principales de Verde agua, la abuela Quarantotto. Luego de algunos desaguisados que incluyen el arrojar una jarra de cerveza a la cara de su futura suegra, los padres de Marisa se casan en secreto, ante la desaprobación de ambas familias. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el restaurante Lloyd se ve obligado a cerrar y comienza una temporada de acoso para la familia de origen italiano, incluido un episodio con la temida policía secreta yugoslava, la Ozna, donde la niña Marisa inocentemente revela la mentira de su madre sobre la ausencia de armas en la casa, afortunadamente sin mayores consecuencias. Finalmente, en 1947 se les exige a los italianos de Fiume que elijan entre la nacionalidad yugoslava o abandonar el país, por lo que su familia se exilia en Italia, desembocando en Trieste.

Ahí viven en un campamento de refugiados llamado Silos, un inmenso edificio de tres pisos construido durante la época habsbúrgica, donde a cada familia se le asignaba un pequeño espacio conocido como box, escenario de algunos de los pasajes más memorables del libro:

Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital. (p. 79)

En el Silos la abuela Quarantotto deviene una suerte de «alcaldesa» informal, aterrorizando a los inquilinos con colectas y persuadiendo a las autoridades para lograr montar una capilla. Todo ello mientras en el ámbito familiar lleva «a cabo sórdidamente su obra de destrucción del más débil», en particular la madre de la autora, a quien chantajea para que le transcriba a diario los informes meteorológicos de toda la región. Ahí la niña Marisa se refugia de las «sábanas que parecían de mármol» y el «agua gélida de los lavabos» mediante el descubrimiento de la lectura, a causa de una compañera de refugio que le presta libros como Guerra y paz:

La vida en el Silos me parecía más soportable si al final Natasha se casaba con Pierre y se convertía en una madre de anchas caderas, si el príncipe Andrei moría mirando el cielo profundo sobre su cabeza y Sonia se pintaba un bigote con negro de humo sobre el hermoso rostro encendido de pasión.

La vida, pues, afuera, era grande, bella, dolorosa y sagrada y yo un día la alcanzaría. (p. 92)

La existencia de Verde agua es, entre muchas cosas, testimonio de esa vida alcanzada, alojada en una memoria y una persuasión que lo mismo regresa a los episodios más cruentos de su infancia, que agradece los momentos de paz familiar adulta, que recuerda con enorme tristeza el Alzheimer de su madre, o las varias muertes trágicas familiares, o dedica espacio a la mascota de la familia formada con Magris, el conejo Buffetto, quien «siente un amor burgués por el orden y la respetabilidad».

Y es quizá inevitable no leerlo como si fuera un libro póstumo —que no lo fue— y leer en sus páginas, con las varias referencias estoicas a las muertes de seres queridos, como a la posibilidad de la propia en relación con el «bultito en el pecho» que vuelve a reaparecer, una rara combinación de una experiencia vital tan intensa como para apreciar cada instante, para encontrar pequeños placeres en la lectura, en el cuidado de un gorrión, o en el coqueteo adolescente con un chico a través de la construcción de un tablero de ajedrez.

Al mismo tiempo, Marisa Madieri transmite la conciencia plena —no teórica ni retórica— de que la suma de esos instantes que conocemos como vida no le resulta en última instancia menos efímera que cada uno de ellos. Así, su escritura adquiere una improbable combinación de gozo y asombro frente al presente, con una especie de registro atemporal, que normalmente asociamos a los clásicos, como si Verde agua fuera un reflejo de lo que habría de perdurar, pese a que su autora era bastante joven al momento de volcarse en este precioso y sabio libro.

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¿Por qué se titula Verde agua? Uno pudiera de antemano suponer que por el océano y sus infinitas posibilidades, que no casualmente aparece en la foto de portada, como fondo para dos siluetas en traje de baño, que con toda probabilidad sean Madieri y Magris. Pero es específicamente por el color de un conjunto que la madre de Madieri le compra tras empeñar en el Monte de Piedad un brazalete y un abrigo, para que su hija Marisa pudiera ir vestida adecuadamente a la fiesta de una compañera suya del bachillerato:

Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo.

También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor. (p. 138)

Verde agua

Marisa Madieri

Editorial Minúscula

2014 · 192 páginas

978-84-94145-73-5