Lecturas

Jacques Derrida. La última entrevista

Jacques Derrida en entrevista con Jean Birnbaum

Desde el verano de 2003 su presencia nunca había sido tan manifiesta. No solamente ha escrito nuevas obras, sino que también ha recorrido el mundo para participar en numerosos coloquios organizados en torno a su trabajo —de Londres a Coimbra, pasando por París y, en estos días, Río de Janeiro—. Le han dedicado una segunda película (Derrida, de Amy Kofman y Kirby Dick, después de la muy bella D’ailleurs Derrida de Safaa Fathy, en 2000) así como varios números especiales, en el Magazine Littéraire y en la revista Europe, además de un volumen de los Cahiers de l’Herne particularmente rico en inéditos, cuya publicación se espera en otoño. Es mucho en un solo año y, sin embargo, usted no se esconde, está…

…Dígalo, peligrosamente enfermo, es verdad, y bajo un tratamiento terrible. Pero dejemos eso, si le parece bien, no estamos aquí para hacer un informe de salud, público o secreto…

Está bien. Para comenzar esta entrevista volvamos a Espectros de Marx (Galilée, 1993). Obra crucial, libro-etapa, todo consagrado a la cuestión de una justicia por venir, y que se abre con este exordio enigmático: Alguien, usted o yo, avanza y dice: querría al fin aprender a vivir. Más de diez años después, ¿dónde se encuentra ahora con respecto a ese deseo de «saber vivir»?

Entonces se hablaba de una «nueva internacional», subtítulo y motivo central del libro. Más allá del «cosmopolitismo», más allá del «ciudadano del mundo» y de un nuevo Estado-nación mundial, ese libro anticipa todas las urgencias «altermundistas» en las que creo y que ahora se muestran mejor. Lo que entonces llamaba una «nueva internacional» impondría, dije en 1993, un gran número de mutaciones en el derecho internacional y en las organizaciones que regulan el orden del mundo (fmi, omc, g8, etc…, y sobre todo la onu, de la que habría que cambiar al menos los estatutos, la composición y, primero, el lugar de residencia, lo más lejos posible de Nueva York…).

En cuanto a la fórmula que cita (al fin aprender a vivir), me surgió una vez que terminé el libro. Juega, pero de forma seria, con el sentido común. Aprender a vivir es madurar, también educar. Dirigirse a alguien y decirle: «Te voy a enseñar a vivir», eso significa, a veces bajo el tono de la amenaza, te voy a formar, te voy a domesticar. Después —y el equívoco de ese juego me importa más— ese deseo se abre también a una interrogación más difícil: ¿puede enseñarse a vivir? ¿Puede aprenderse? ¿Podemos aprender, a través de la disciplina o de la enseñanza, a través de la experiencia o de la experimentación, a aceptar, mejor aún, a afirmar la vida? A través de todo el libro resuena esa inquietud por la herencia y por la muerte. Atormenta a los padres y a los hijos: ¿cuándo te volverás responsable? ¿Cómo responderás al fin por tu vida y por tu nombre?

Entonces, para responder sin más rodeos a su pregunta, no, nunca he aprendido a vivir. ¡En lo absoluto! Aprender a vivir debería significar aprender a morir, a tomar en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta (sin salvación, sin resurrección, sin redención, ni para uno mismo ni para los otros). Desde Platón es el viejo mandato filosófico: filosofar es aprender a morir.

Derrida 1

Creo en esa verdad sin acercarme a ella. Cada vez menos. No he aprendido a aceptar la muerte. Todos somos supervivientes en libertad condicional (y desde el punto de vista geopolítico de Espectros de Marx se insiste, sobre todo, en un mundo más desigual que nunca, en miles de millones de vivientes —humanos y no— a quienes se les niega, además de los elementales «derechos humanos» que datan de hace dos siglos y se enriquecen sin cesar, una vida digna de ser vivida). Pero permanezco ineducable con respecto a la sabiduría del saber-morir. Todavía no he aprendido ni adquirido nada sobre ello. El tiempo de la libertad condicional se reduce de manera acelerada. No solo porque soy, junto con otros, heredero de muchas cosas, buenas o terribles: dado que la mayor parte de pensadores a los que se me ha asociado han muerto, cada vez más me tratan de superviviente: el último representante de una «generación», la de los años sesenta; lo que, sin ser rigurosamente verdadero, me inspira no solo objeciones sino sentimientos de revuelta un poco melancólicos. Como, además, ciertos problemas de salud se vuelven más insistentes, la cuestión de la supervivencia o de la libertad condicional, que siempre me ha obsesionado, literalmente, en cada instante de mi vida, de manera concreta e infatigable, hoy se dibuja de otra forma.

Siempre me ha interesado la temática de la supervivencia, cuyo sentido no se agrega al vivir y al morir. Es originaria: la vida es supervivencia. Sobrevivir en el sentido corriente quiere decir continuar a vivir, pero también vivir después de la muerte. Walter Benjamin, al hablar de la traducción, subraya la distinción entre überleben, por una parte, sobrevivir a la muerte, como un libro puede sobrevivir a la muerte del autor, o un niño a la muerte de los padres y, de otra parte, fortleben, living on, continuar viviendo. Todos los conceptos que me han ayudado a trabajar, sobre todo el de la huella o el de lo espectral, estaban asociados a la «supervivencia» como dimensión estructural. No deriva ni del vivir ni del morir. Como tampoco aquello que llamo el «duelo originario». Este no espera la muerte «efectiva».

Ha utilizado la palabra «generación». Noción de uso delicado, que aparece muchas veces bajo su pluma: ¿cómo designar aquello que, en su nombre, se transmite de una generación?

Aquí utilizo esa palabra de una forma un poco cobarde. Se puede ser el contemporáneo «anacrónico» de una «generación» pasada o por venir. Ser fiel a aquellos a quienes se asocia a mi «generación», volverse el guardián de una herencia diferenciada pero común, quiere decir dos cosas: primero, mantener, contra todo y contra todos, exigencias compartidas, de Lacan a Althusser, pasando por Levinas, Foucault, Barthes, Deleuze, Blanchot, Lyotard, Sarah Kofman, etc.; sin nombrar a tantos pensadores, escritores, poetas, filósofos o psicoanalistas afortunadamente vivos, de los que también soy heredero, y otros más en el extranjero, más numerosos y a veces más cercanos todavía.

Designo así, por metonimia, un ethos de escritura y de pensamiento intransigente, incluso incorruptible (Hélène Cixous nos apoda los «incorruptibles»), sin concesión ni siquiera con respecto a la filosofía, y que no se deja espantar por la opinión pública, los medios, o el fantasma de unos lectores intimidantes, que podrían obligarnos a ser más simples o a censurarnos. De ahí el gusto severo por el refinamiento, la paradoja, la aporía.

Esa predilección es también una exigencia. Une no solo a aquellos y a aquellas que he evocado un poco arbitrariamente, es decir, injustamente, sino a todo el medio que los sostiene. Se trataba de una especie de época provisoriamente terminada, y no solo de tal o cual persona. Hay que salvar, o hacer que renazca eso, a cualquier precio. Y hoy la responsabilidad es urgente: nos convoca a una guerra inflexible contra la doxa, contra aquellos a los que ahora se les llama los «intelectuales mediáticos», contra ese discurso general formateado por los poderes mediáticos, que están entre las manos de lobbies político-económicos, muchas veces editoriales y académicos. Siempre europeos y mundiales, por supuesto. Resistencia no significa que debamos evitar los medios. Cuando sea posible, debemos desarrollarlos y ayudarlos a diversificarse, convocarlos a esta misma responsabilidad.

Al mismo tiempo, no hay que olvidar que en aquella época «feliz» nada era irénico, por supuesto. Las diferencias y los diferendos provocaban estragos en ese medio, que era todo menos homogéneo, como lo que se podría agrupar, por ejemplo, en una apelación débil del tipo «pensamiento del 68», cuyo lema o cargo de acusación domina hoy casi siempre la prensa y la universidad. Aun si esta fidelidad a veces toma la forma de la infidelidad y de la separación, hay que ser fiel a esas diferencias, es decir, continuar la discusión. Yo continúo discutiendo con Bourdieu, Lacan, Deleuze, Foucault, por ejemplo, que me siguen interesando mucho más que aquellos alrededor de los cuales hoy la prensa se precipita (con alguna excepción, claro). Conservo vivo ese debate, para que no decaiga, ni se degrade en denigraciones.

Lo que he dicho de mi generación también es válido para el pasado, de la Biblia a Platón, Kant, Marx, Freud, Heidegger, etc. No quiero renunciar a nada, no puedo. Aprender a vivir siempre es narcisista: queremos vivir tanto como sea posible, salvarnos, perseverar, y cultivar todas esas cosas que, infinitamente más grandes y poderosas que nosotros, hacen parte de ese pequeño «yo» al que desbordan por todas partes. Pedirme que renuncie a aquello que me ha formado, a aquello que he amado tanto, es pedir que me muera. En esta fidelidad, hay una especie de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una dificultad de formulación, a un pliegue, a una paradoja, a una contradicción suplementaria, porque no se va a comprender, o más bien porque tal periodista que no sabe leer, leer ni siquiera el título de un libro, cree comprender que el lector o el auditor no comprenderá más que él, y que el aumento de audiencia o su profesión bastarán, para mí es una obscenidad inaceptable. Es como si me pidieran inclinarme, subyugarme, o morir de estupidez.

Usted ha inventado una forma, una escritura de la supervivencia, que es adecuada para esa impaciencia de la fidelidad. Escritura de la promesa heredada, de la huella conservada y de la responsabilidad confiada…

Si yo hubiese inventado mi escritura, lo hubiese hecho como una revolución interminable. En cada situación hay que crear un modo de exposición apropiado, inventar la ley del acontecimiento singular, tener en cuenta al destinatario supuesto o deseado; y, al mismo tiempo, pretender que esa escritura determinará al lector, el cual aprenderá a leer (a «vivir») eso que, por otro lado, no estaba acostumbrado a recibir. Esperamos que renacerá, determinado de otra forma: por ejemplo, esos injertos sin confusión de lo poético sobre lo filosófico, o ciertas maneras de utilizar las homonimias, lo indecidible, las astucias de la lengua, que muchos leen como confusión porque quieren ignorar su necesidad propiamente lógica.

Cada libro es una pedagogía destinada a formar a su lector. Las producciones de masa que inundan la prensa y la edición no forman a los lectores, suponen de forma fantasmal un lector ya programado. Tanto que terminan por formatear a ese destinatario mediocre que postularon antes. Sin embargo, por cuidado a la fidelidad, como usted dice, al momento de dejar una huella, debo hacer que esté disponible para cualquiera: ni siquiera puedo dirigirla singularmente a alguien.

Por más fieles que queramos ser, cada vez estamos traicionando la singularidad del otro a quien nos dirigimos. A fortiori cuando escribimos libros de una gran generalidad: no sabemos a quién hablamos, inventamos o creamos siluetas, pero en el fondo eso ya no nos pertenece. Orales o escritos, todos esos gestos nos abandonan, actúan independientemente de nosotros. Como máquinas, en el mejor de los casos como marionetas —me explico mejor en Papel máquina (Galilée, 2001)—. En el momento en que dejo (publicar) «mi» libro (nadie me obliga a hacerlo), me vuelvo, apareciendo-desapareciendo, como ese espectro ineducable que nunca habrá aprendido a vivir. La huella que dejo significa al mismo tiempo mi muerte, por venir o ya advenida, y la esperanza de que me sobreviva. No es una ambición de inmortalidad, es estructural. Dejo ahí un pedazo de papel, me voy, muero: imposible salir de esa estructura, es la forma constante de mi vida. Cada vez que dejo ir algo, vivo mi muerte en la escritura. Prueba extrema: nos expropiamos sin saber a quién hemos confiado la cosa que dejamos. ¿Quién va a heredarla, y cómo? ¿Habrá siquiera herederos? Es una pregunta que podemos hacernos hoy más que nunca. Me ocupa sin cesar.

A ese respecto, el tiempo de nuestra tecno-cultura ha cambiado radicalmente. Las personas de mi «generación» y, a fortiori, las más viejas, se habían acostumbrado a cierto ritmo histórico: creíamos saber que tal obra podía o no sobrevivir, en función de sus cualidades, durante uno, dos, incluso, como Platón, durante veinticinco siglos. Sin embargo, hoy la aceleración de las modalidades de la forma de archivar, pero también el desgaste y la destrucción, transforman la estructura y la temporalidad de la herencia. Para el pensamiento, la cuestión de la supervivencia toma ahora formas absolutamente imprevisibles.

A mi edad estoy preparado para las hipótesis más contradictorias sobre ese tema: tengo simultáneamente el doble sentimiento de que, por un lado, para decirlo sonriendo y sin modestia, no se ha comenzado a leerme, aunque por supuesto hay muy buenos lectores (una decena en el mundo, tal vez), en el fondo, solo más tarde, todo esto tendrá una oportunidad de aparecer; pero también, por otra parte, que quince días o un mes después de mi muerte, ya no quedará nada. Excepto aquello que habrá quedado consignado en la biblioteca. Se lo juro, creo sincera y simultáneamente en esas dos hipótesis.

En el corazón de esa esperanza está la lengua y, ante todo, la lengua francesa. Al leerlo, sentimos en cada línea la intensidad de su pasión por ella. En El monolingüismo del otro (Galilée, 1996), usted se presenta, irónicamente, como el «último defensor e ilustrador de la lengua francesa»…

Que no me pertenece, aunque sea la única que «tengo» a mi disposición (¡y ni siquiera!). Por supuesto, la experiencia de la lengua es vital. Por tanto, mortal. No hay nada original en esto. Las contingencias han hecho de mí un judío francés de Argelia de la generación nacida antes de la «guerra de independencia»: tantas singularidades, aun entre los judíos e incluso entre los judíos de Argelia. Participé en una transformación extraordinaria del judaísmo francés de Argelia: mis bisabuelos todavía eran muy cercanos a los árabes gracias a la lengua, las costumbres, etcétera.

Después del decreto de Crémieux (1870), al final del siglo xix, la siguiente generación se hizo burguesa: aunque se haya casado casi clandestinamente en un patio trasero del ayuntamiento de Argel a causa de los pogromos (en pleno caso Dreyfus), mi abuela educaba a sus hijas como burguesas parisinas (los buenos modales del distrito xvi, lecciones de piano…). Luego fue la generación de mis padres: había pocos intelectuales, eran sobre todo comerciantes, modestos o no, que ya explotaban un terreno colonial haciéndose los representantes exclusivos de las grandes marcas de la capital: con una pequeña oficina de diez metros cuadrados y sin secretaria era posible representar todo el «jabón de Marsella» en África del Norte —simplifico un poco—.

Luego fue mi generación (una mayoría de intelectuales: profesiones liberales, profesores, médicos, abogados, etc.). Y casi todos ellos en Francia en 1962. Para mí fue más pronto (1949). Es conmigo, y apenas exagero un poco, que comenzaron los matrimonios «mixtos». De manera casi trágica, revolucionaria, rara y arriesgada. Y así como amo la vida, y mi vida, amo todo lo que me ha constituido, y cuyo elemento mismo es la lengua, esta lengua francesa que es la única que me enseñaron a cultivar, la única también de la que puedo decirme más o menos responsable.

Esa es la razón por la cual hay en mi escritura una forma, no diría perversa, sino un poco violenta, de tratar la lengua. Por amor. El amor en general pasa por el amor a la lengua, que no es ni nacionalista ni conservador, pero exige pruebas. Y retos. No se hace cualquier cosa con la lengua, nos preexiste, nos sobrevive. Si modificamos a la lengua con algo, hay que hacerlo de manera refinada, respetando, en el irrespeto, su ley secreta. Eso es la fidelidad infiel: cuando violento la lengua francesa lo hago con el respeto refinado de lo que creo que es un requerimiento de esa lengua, de su vida, de su evolución. Leo con una sonrisa, a veces con desprecio, a aquellos que creen violar sin amor, precisamente, la ortografía o la sintaxis «clásicas» de la lengua francesa, y que tienen apariencia de vírgenes con eyaculación precoz, mientras la gran lengua francesa, más intocable que nunca, los mira hacer esperando al próximo. Describo esta escena ridícula de forma un poco cruel en La tarjeta postal (Flammarion, 1980).

Lo que me interesa es dejar huellas en la historia de la lengua francesa. Vivo por esa pasión, si no por Francia, por algo que la lengua francesa ha incorporado desde hace siglos. Supongo que si amo a esta lengua como amo a mi vida, y a veces más de lo que la ama tal o cual francés de nacimiento, es porque la amo como un extranjero que ha sido acogido, y que se ha apropiado esta lengua como la única posible para él. Pasión y exceso.

Todos los franceses de Argelia comparten esto conmigo, judíos o no. Los que venían de la capital también eran extranjeros: opresores y normativos, normalizadores y moralizadores. Era un modelo, un hábito o un habitus, y había que plegarse a él. Cuando un profesor llegaba de la capital con el acento francés, ¡lo hallábamos ridículo! El exceso viene de ahí: solo tengo una lengua y, al mismo tiempo, esa lengua no me pertenece. Una historia singular ha exacerbado en mí esa ley universal: una lengua no pertenece. Ni naturalmente ni por esencia. De ahí los fantasmas de la propiedad, de la apropiación y de la imposición colonialista.

En general, le cuesta trabajo decir «nosotros», «nosotros, los filósofos» o «nosotros, los judíos», por ejemplo. Pero a medida que se despliega el nuevo desorden mundial, parece menos reticente a decir «nosotros, los europeos». En El otro cabo (Galilée, 1991), libro escrito al momento de la primera guerra del Golfo, usted se presenta como un «viejo europeo», como «una especie de mestizo europeo»…

Dos recordatorios: es verdad que me cuesta decir «nosotros», pero a veces lo hago. A pesar de todos los problemas que me torturan sobre ese tema, comenzando por la política desastrosa y suicida de Israel, y de cierto sionismo (porque Israel no representa para mí al judaísmo, como tampoco a la diáspora ni al sionismo mundial u originario que fue múltiple y contradictorio; también hay fundamentalistas cristianos que se dicen sionistas auténticos en Estados Unidos. El poder de su lobby cuenta más que la comunidad judía estadounidense, sin mencionar la saudita, en la orientación conjunta de la política entre Estados Unidos e Israel); a pesar de todo eso y de otros muchos problemas que tengo con mi «judaísmo», nunca lo negaré.

Siempre diré, en ciertas situaciones, «nosotros, los judíos». Ese «nosotros» tan atormentado está en el corazón de lo que más me inquieta en mi pensamiento, el pensamiento de aquel a quien llamé, sonriendo a medias, «el último de los judíos». En mi pensamiento tomaría el lugar de aquello que Aristóteles dice profundamente del rezo (eukhè): no es ni verdadero ni falso. Es, literalmente, un rezo. En ciertas situaciones no dudaré en decir «nosotros, los judíos» y también «nosotros, los franceses».

Desde el inicio de mi trabajo, y eso sería la «deconstrucción» misma, siempre fui extremadamente crítico ante el eurocentrismo, en la modernidad de sus formulaciones, en Valéry, Husserl o Heidegger, por ejemplo. La deconstrucción en general es una empresa que muchos han considerado, con justeza, como un gesto de desconfianza frente a todo eurocentrismo. Cuando, en estos tiempos, digo «nosotros, los europeos», es coyuntural y muy diferente: todo lo que puede ser deconstruido de la tradición europea no impide que, precisamente a causa de lo que ocurrió en Europa, a causa de la Ilustración, a causa del empequeñecimiento de ese pequeño continente y de la enorme culpabilidad que recorre su cultura (totalitarismo, nazismo, genocidios, Shoah, colonización y descolonización, etc.), hoy, en nuestra situación geopolítica, Europa, otra Europa pero con la misma memoria, podría (en todo caso es mi deseo) unirse contra la política de hegemonía estadounidense (Wolfowitz, Cheney, Rumsfeld, etc.) y contra un teocratismo árabe-islámico sin Ilustración y sin porvenir político (pero sin descuidar las contradicciones y las heterogeneidades de esos dos conjuntos, y aliándonos con aquellos que resisten en el interior de esos dos bloques).

Europa se encuentra bajo el mandato de asumir una nueva responsabilidad. No hablo de la comunidad europea tal y como existe o se dibuja en su mayoría actual (neoliberal) y virtualmente amenazada con tantas guerras internas, sino de una Europa por venir, y que se busca. En la Europa («geográfica») y en otras partes. Lo que llamamos algebraicamente «Europa» debe tomar responsabilidades, por el futuro de la humanidad, por el futuro del derecho internacional –esa es mi fe, mi creencia–. Y ahí no dudaré en decir «nosotros, los europeos». No se trata de desear la constitución de una Europa que sea otra superpotencia militar, que proteja su mercado y haga el contrapeso a los otros bloques, sino de una Europa que vendría a plantar los granos de una nueva política altermundista. Esta es para mí la única salida posible.

Esa fuerza está en camino. Aun si sus motivos son todavía confusos, pienso que ya nada la detendrá. Cuando digo Europa, es eso: una Europa altermundista, transformando el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional. Y disponiendo de una verdadera fuerza armada, independiente de la otan y de los Estados Unidos, una potencia militar que, ni ofensiva, ni defensiva, ni preventiva, intervendría sin tardanza para servir a las resoluciones por fin respetadas de una nueva onu (por ejemplo, urgentemente, en Israel, pero también en otras partes). También es el lugar desde el que podemos pensar mejor ciertas figuras de la laicidad, por ejemplo, o de la justicia social, y de tantas herencias europeas.

Derrida 2

(Acabo de decir «laicidad». Permítame aquí un largo paréntesis. No se trata del velo en la escuela, sino del velo del «matrimonio». Apoyé con mi firma, sin dudarlo, la valiente iniciativa de Noël Mamère, aun si el matrimonio entre homosexuales constituye un ejemplo de esa bella tradición que los estadounidenses han inaugurado en el siglo pasado bajo el nombre de «desobediencia civil»: no un desafío a la Ley, sino la desobediencia a una disposición legislativa en el nombre de una ley mejor —por venir, o ya inscrita en el espíritu o la letra de la Constitución—. «Firmé» en este contexto legislativo actual porque me parece injusto —para el derecho de los homosexuales—, hipócrita y equívoco en su espíritu y en su letra.

Si yo fuese legislador, propondría simplemente la desaparición de la palabra y del concepto «matrimonio» en el código civil y laico. El «matrimonio», valor religioso, sacro, heterosexual —con deseo de procreación, de fidelidad eterna, etc.— es una concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana —en particular a su monogamia, que no es ni judía [fue impuesta a los judíos por los europeos en el siglo pasado, y no constituía una obligación hace algunas generaciones en el Magreb judío] ni, lo sabemos bien, musulmana—. Suprimiendo la palabra y el concepto de «matrimonio», ese equívoco o esa hipocresía religiosa y sacra, que no tiene lugar en una constitución laica, los remplazaríamos por una «unión civil» contractual, una especie de sociedad generalizada, mejorada, refinada, flexible y ajustada entre dos socios de sexo o de número no impuesto.

En cuanto a aquellos que quieren, en el sentido estricto, asociarse a través del «matrimonio» —por el que mi respeto está intacto— podrían hacerlo frente a la autoridad religiosa de su elección; de hecho, eso ocurre en otros países que aceptan consagrar religiosamente matrimonios entre homosexuales. Algunos podrían unirse según un modo u otro, algunos en los dos modos, otros unirse sin seguir ni la ley laica ni la ley religiosa. Fin del paréntesis conyugal). (Es una utopía, pero la asumo).

Lo que llamo deconstrucción, aun cuando está dirigida a algo de Europa, es europea, es un producto, una relación de Europa consigo misma como experiencia de la alteridad radical. Desde la época de la Ilustración, Europa se autocritica en permanencia, y en esta herencia perfectible hay una oportunidad de futuro. Al menos eso espero, y es lo que alimenta mi indignación frente a los discursos que condenan a Europa definitivamente, como si solo fuese un lugar de crímenes.

En cuanto a Europa, ¿no está usted en guerra consigo mismo? Por un lado, dice que los atentados del 11 de septiembre destruyeron la vieja gramática geopolítica de las potencias soberanas, marcando así la crisis de cierto concepto de lo político, que define como propiamente europeo. Por otro lado, mantiene un apego a ese espíritu europeo, ante todo a ese ideal cosmopolítico de un derecho internacional del que describe, precisamente, el declive. O la supervivencia…

Hay que «levantar» (Aufheben) lo cosmopolítico. Cuando se habla de política, utilizamos una palabra griega, un concepto europeo que siempre ha supuesto un Estado, la forma de la polis ligada a un territorio nacional y a una autoctonía. No importa cuáles sean las rupturas al interior de esta historia, el concepto de lo político sigue siendo dominante, incluso en el momento en el que muchas fuerzas tratan de dislocarlo: la soberanía del Estado ya no está ligada a un territorio, las tecnologías de comunicación y la estrategia militar tampoco, y esa dislocación pone en crisis al viejo concepto europeo de lo político. Y de la guerra, y de la distinción entre civil y militar, y del terrorismo nacional o internacional.

Pero no creo que debamos ir en contra de lo político. Tampoco contra la soberanía, que puede ser buena en ciertas situaciones, por ejemplo, para luchar contra algunas fuerzas mundiales del mercado. Esto también es una herencia europea que debemos conservar y transformar. Es también lo que digo en Canallas sobre la democracia como idea europea, que nunca ha existido de forma satisfactoria, y que está por venir. Y siempre encontrará ese gesto en mí, del cual no tengo una justificación última, excepto que soy yo, que es ahí donde estoy.

Estoy en guerra contra mí mismo, es verdad, no puede saber hasta qué punto, mucho más allá de lo que adivina, y digo cosas contradictorias que están, digamos, en una tensión real, me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Esta guerra la veo a veces como una guerra terrorífica y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. Solo encontraré la paz en el reposo eterno. Entonces no puedo decir que asumo esta contradicción, pero también sé que es lo que me mantiene en vida, y lo que me hace preguntarme, precisamente, «¿cómo aprender a vivir?».

En dos libros recientes (Cada vez única, el fin del mundo y Carneros), ha vuelto sobre el gran tema de la salvación, de la imposibilidad del duelo, de la supervivencia. Si la filosofía puede ser definida como «la anticipación inquieta por la muerte», ¿podemos considerar la «deconstrucción» como una interminable ética del superviviente?

Como ya lo he dicho, y mucho antes de mis propias experiencias de supervivencia, la supervivencia es un concepto original que constituye la estructura misma de aquello que llamamos la existencia, el Da-sein, si así lo quiere. Somos estructuralmente supervivientes, marcados por la estructura de la huella, del testamento. Pero, habiendo dicho eso, no querría dejar libre curso a la interpretación según la cual la supervivencia está del lado de la muerte, del pasado, y no de la vida y del futuro. No, todo el tiempo la deconstrucción está del lado del , de la afirmación de la vida.

Todo lo que digo sobre la supervivencia como complicación de la oposición vida-muerte procede de una afirmación incondicional de la vida. La supervivencia es la vida más allá de la vida, la vida más que vida, y el discurso que hago no es mortífero, por el contrario, es la afirmación de un viviente que prefiere vivir y, por tanto, prefiere la supervivencia y no la muerte, porque la supervivencia no es simplemente aquello que queda, es la vida más intensa posible. Nunca estoy tan obsesionado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y de gozo. Gozar y llorar la muerte que acecha, eso para mí es lo mismo. Cuando recuerdo mi vida, tengo tendencia a pensar que he tenido la suerte de amar aun los momentos desdichados de mi vida, y de bendecirlos. Casi todos, con una excepción. Cuando recuerdo los momentos felices, también los bendigo, por supuesto, al tiempo que me precipitan hacia el pensamiento de la muerte, hacia la muerte, porque son el pasado, han terminado…

Ilustración de Arturo Espinosa
Traducción de Ernesto Kavi