La semana anterior soñé que volaba. No en un avión, era tan solo yo mismo, mi cuerpo de humano volaba cual pájaro o superhéroe, pero el asunto es que tenía que aguantar el aire para mantenerme en elevación de modo que —inevitablemente— desperté del sueño falto de aire.
Ya sea que lo desee o no, un escritor cataloga y hace un inventario de todo en su vida. Mis pesadillas habituales incluyen elevadores descompuestos u olas gigantescas pero volar, volar y caer, y quedarme sin aire, era algo nuevo.
Se trató de un sueño literalmente profético en un sentido: el 11 de septiembre fue algo surreal, onírico, la peor pesadilla magnificada a proporciones hollywoodenses y transmitida en millones de pantallas por todo el mundo. Por más estremecedoras que fueran las imágenes, albergaban —lo que resultaba más extraño— un aspecto sumamente familiar. Bolas de fuego, edificios que colapsaban, aviones de pasajeros centelleando por un cielo soleado: ¿no lo habíamos visto ya antes? Tan parecidos a las películas eran los horrores que veíamos por la televisión, e igualmente difícil resultaba dejarlos de ver.
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Por tierra, mar y aire. Al-Qaeda, enemigo jurado de los Estados Unidos, nos atacó por tierra en 1993, la primera vez que bombardeó el World Trade Center. Atacó nuevamente por tierra en 1998, con los bombardeos a las embajadas americanas en Kenia y Tanzania. Nos atacó por mar en el año 2000, con el bombardeo del USS Cole en Yemen. Y luego, por supuesto, por aire con los ataques del 11 de septiembre.
El 6 de agosto de 2001, tras recibir un informe de inteligencia en su rancho de Crawford, Texas, titulado «Bin Laden determinado a atacar en Estados Unidos», el presidente Bush no preguntó nada al respecto.
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La manera de matar fue tan cruel como pueda concebirse. Morir quemados, morir por caer de una gran altura, o atrapado en la escena del crimen provocada por un avión de pasajeros surcando por los cielos.
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Esa misma tarde, parado en mi jardín trasero en la ciudad de Dallas, me percaté del silencio que me circundaba. No se escuchaban aviones, ni el estruendo habitual de las construcciones. Apenas se escuchaba el tráfico por las calles.
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Pocos días después una camioneta pasó a mi costado con la leyenda: «NUKE THEM ALL»* inscrita en letras grandes en las ventanas laterales. Eh, ¿sí? Pero, no. Por más que yo compartiera el impulso del sentimiento, no podemos andar simplemente arrojando bombas atómicas, pero además, la parte más difícil sería determinar a quién iría dirigida la aseveración. Determinar exactamente quiénes eran «ellos» y qué querían. Sus propósitos, su motivación. Su agravio, real o imaginario. «Conoce a tu enemigo», dice una y otra vez Sun Tzu en su clásico El arte de la guerra. «Si ignoras tanto a tu enemigo como a ti mismo, con toda certidumbre corres peligro».
Mi principal miedo en las postrimerías del 11 de septiembre no consistía en qué nos harían «ellos», sino en lo que mi país estaba por hacerse a sí mismo.
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«Para esta estupefacta y triste estadounidense, y neoyorquina, Estados Unidos jamás ha parecido estar tan alejado de reconocer su realidad que a la luz de la monstruosa dosis de realidad del martes pasado», escribió Susan Sontag en un breve texto que aparecería en el New Yorker del 24 de septiembre de 2001. Esta frase en particular, pensada para el comienzo del texto, fue eliminada por los editores de la versión que terminaría por publicarse.
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Esta es la frase que sí apareció: «Unas cuantas hebras de conciencia histórica podrían ayudarnos a comprender lo que sucedió, y lo que puede seguir sucediendo».
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A causa de dicho escrito, Sontag fue acusada de «idiotez moral», «estupidez inusual» y «absoluta falta de sensibilidad», así como de ser «anti-americana», «asombrosamente tonta» y «una escritora muy ofensiva». Un opinionólogo declaró que no se le debería permitir «hablar en círculos intelectuales honorables nunca más». Otro escribió que «anhelaba caminar descalzo sobre vidrio roto sobre el puente Brooklyn, hasta llegar al departamento de esa despreciable mujer, sujetarla por el cuello y arrastrarla hasta la zona de desastre, para obligarla a decírselo a la cara a los bomberos».
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Una de las claves para comprender la inquietante complejidad del 11 de septiembre puede hallarse en las nacionalidades de los secuestradores, los misteriosos «ellos» a los que se hacía referencia en las ventanas de la camioneta de mi vecino. Quince de los diecinueve secuestradores eran oriundos de ese fiel aliado de Estados Unidos, Arabia Saudita. Mohammed Atta, uno de los líderes, provenía de otro aliado nuestro, Egipto. Ni uno solo venía de Irak o Afganistán, los dos países que invadiríamos como respuesta al 11 de septiembre. Tampoco provenía ninguno de los tres países a los que pronto el presidente Bush denominaría el «Eje del mal», a saber, Irán y Corea del Norte, además de Irak.
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«No queremos que la pistola humeante se convierta en una nube con forma de hongo», dijo Condoleeza Rice, al afirmar que Irak poseía armas de destrucción masivas.
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Cuando se le preguntó por qué el gobierno de Estados Unidos esperó hasta septiembre de 2002 para empezar a convencer a la opinión pública de la necesidad de invadir Irak, el jefe de gabinete del gobierno de Bush declaró: «Desde el punto de vista de la mercadotecnia, no se lanza un nuevo producto en agosto».
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En enero de 2003, conforme Estados Unidos se preparaba para invadir Irak, el novelista británico John le Carré publicó un artículo en The Times, titulado «Los Estados Unidos han enloquecido».
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Durante muchos años he leído sobre el ejercicio del poder estadounidense, he reflexionado, lo he observado, y en ocasiones he escrito al respecto, y toda mi experiencia previa me sugería que estábamos siendo conducidos a una guerra desastrosa bajo premisas falsas, mediante una mala fe criminal. Pero el discurso pronunciado por Colin Powell ante la ONU, en febrero de 2003, en donde declaró, sin titubeos ni equivocaciones, que Irak poseía armas de destrucción masiva, me dejó perplejo. No era tanto que me convenciera, sino que comencé a dudar de mi propio juicio. Quizá estoy equivocado, pensé. Y si me equivoco al respecto, quizá me equivoco en cuanto a casi todo.
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Para el evento montado para los medios de comunicación, denominado «Misión cumplida», a bordo del USS Abraham Lincoln, en donde el presidente Bush declaró: «Las operaciones de combate masivo en Irak han terminado», la embarcación tuvo que ser virada mediante una complicada maniobra para asegurar que el horizonte urbano de San Diego no apareciera ante los espectadores de la televisión.
En un artículo de octubre de 2004 para la revista dominical del New York Times, un funcionario de alto nivel de la Casa Blanca, posteriormente identificado como Karl Rove, también conocido como «el cerebro de Bush», explicó al periodista Ron Suskind la filosofía del poder de su gobierno: «El funcionario me dijo que la gente como yo [Suskind] vivía “en lo que llamamos la comunidad basada en la realidad”, misma que definió como compuesta por gente que “piensa que las soluciones surgen a partir de un juicioso estudio de la realidad discernible”. Yo asentí y murmuré algo sobre los principios ilustrados y el empirismo. El funcionario me interrumpió: “Así ya no funciona el mundo”, prosiguió. “Somos ahora un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”».
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«El karma del soborno, el karma del dinero sangriento/Habrá de volver a casa en Estados Unidos/Deberá de haber una guerra», escribió Allen Ginsberg en su poema de 1966 «Iron Horse», y explicó el concepto de karma incluido en su Poesía reunida 1947-1980 como «un concepto hinduista-budista de interconexiones inevitables de causa y efecto… Por ejemplo: conforme el pueblo estadounidense es indiferente al sufrimiento militar que su gobierno inflige en naciones lejanas, desde Indochina hasta América Central, igualmente la indiferencia pública reemplazará a la solidaridad privada y a la adhesión entre pueblo y gobierno».
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A la par de la icónica fecha del 11 de septiembre, tenemos ahora la del 6 de enero —el 6 de enero de 2021—, fecha en la que ciudadanos estadounidenses, azuzados por el presidente, atacaron el Capitolio de nuestro país. Cinco personas murieron como consecuencia del ataque, el peor que haya sufrido el Capitolio desde la guerra de 1812, y al menos 138 oficiales de policía fueron lesionados.
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Un congresista republicano describiría con posterioridad el ataque como «una visita turística normal».
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«El 11 de septiembre primero, y ahora esto», me dijo un amigo por teléfono la noche del 6 de enero. «Los peores dos días de mi vida». Este amigo, un veterano del ejército estadounidense, que había sido enviado varias veces a Irak y Afganistán, se encuentra en este momento en el extranjero, empleado por una de las varias agencias clandestinas estadounidenses.
* «ARROJÉMOSLES UNA BOMBA NUCLEAR» (N. del T.)