Un día, la ventana de la biblioteca se abrió, y se vio al bibliotecario en persona tomar los preciosos volúmenes custodiados por él, y arrojarlos hacia el patio, donde caían con estruendo: «todas las Biblias, todo el Talmud, todos los libros sagrados de la India y de Persia, todos los Padres griegos y todos los Padres latinos» estaban en el piso de manera obscena, completamente abiertos al viento, lomos o vientres al aire, páginas arrancadas y laceradas, cubiertas arañadas y desgarradas, en la horrible mezcla de los in-folio, de los in-quarto y de los in-octavo, acoplándose monstruosamente los impudores de Suetonio y los metros lascivos de Marcial y de Ovidio. Tal fue en 1912 el triste fin de Julien Sariette, archivista y paleógrafo, conservador desde 1895 de la biblioteca esparviana, que se encontraba bajo la sombra tutelar de las torres de Saint-Sulpice. Tal fue igualmente el fin de esa admirable biblioteca y de sus 360 000 volúmenes. Al menos es así como lo cuenta el buen Anatole France en La revuelta de los ángeles, novela poco conocida, de una adorable fantasía y de una sabiduría insuperable.
Aun ahora nos seguimos preguntando cuándo comenzó verdaderamente la locura de Monsieur Sariette: ¿fue el mismo día en que la biblioteca habría de conocer un desastre irreparable? ¿O comenzó más pronto? ¿Quizá cuando inventó, para clasificar metódicamente los libros, un sistema de espantosa complejidad, combinando «letras mayúsculas y minúsculas, latinas y griegas, […] cifras árabes y romanas, acompañadas de asteriscos, de dobles asteriscos, de triples asteriscos y de esos signos que expresan en aritmética el volumen y las raíces»?
La locura del literato es, ante todo, una locura de la letra y del libro: vuelo de páginas y vértigo de los signos. Cuando se vive entre dos mundos, el de los hombres y el de las palabras, espejo uno del otro, ¿cómo no habría de vacilar la razón, incapaz de designar lo más real? ¿Acaso los libros no constituyen una realidad más durable que la nuestra? Su tiempo transcurre de forma más lenta, su vida se cuenta en siglos y milenios: la rosa de Ronsard está igual de fresca que la primera mañana. Conocemos el hermético rostro del emperador Augusto, que está en decenas de ejemplares en todos los museos del mundo, pero Horacio, su poeta y su cortesano, no tuvo esa suerte: ningún retrato llegó hasta nosotros. Tenemos algo mejor: su corazón y su pensamiento, su risa y su melancolía bajo la sombra de un plátano cuando llega la noche, mientras sube del mar una brisa imprevista y se borran dulcemente los espejismos del vino falerno. Si Horacio, que murió hace más de dos mil años, se revela más vivo que nuestro vecino o que la mujer que cada mañana espera con nosotros el autobús, ¿qué nos impide vivir con él y no con ellos? Basta con cambiar nuestro mundo de referencia. La locura del letrado está en esa elección.
Todo lector es un loco en potencia: en él duerme una Madame Bovary, siempre ávida de encontrar en la realidad a los héroes de ficción de su infancia. Desconfíen del muchacho o de la muchacha que está frente a ustedes en el metro absorto en la lectura de una novela: ese obsceno abandono a los placeres del libro los relega a los márgenes del cuerpo social y del orden establecidos. Tienen el riesgo de querer, un día, configurar el mundo según su fantasía.
Desde siempre, los poderes han desconfiado de los libros y de los lectores: la revuelta nunca está lejos de las bibliotecas. La locura del literato también es política. El bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, Jorge de Burgos, no se equivoca al asesinar a aquellos que se acercan demasiado al libro prohibido: la locura del guardián de los libros solo se iguala con la de sus lectores, susceptibles de utilizar un tratado perdido de Aristóteles para contestar el orden de la cristiandad medieval. Jorge Luis Borges, quien inspiró al personaje inventado por Umberto Eco, no mató a nadie, pero sus cuentos fantásticos proponen un mundo inquietante y lleno de pesadillas con bibliotecas infinitas, libros inagotables, conocimientos engañosos y escritores fascinados, como él, por los juegos perversos de los espejos.
¿Erudición o locura? La frontera entre las dos nunca está clara: cualquiera que haya hojeado, en una tarde desierta, la vieja enciclopedia empolvada en una biblioteca familiar conoce, por experiencia, la porosidad del pasaje entre el saber y la imaginación. Así ocurrió con Jean-Pierre Brisset (1837-1919), quien encontró en el croar de las ranas el origen de todas las lenguas; con Alexis Vincent Charles Berbiguier de Terre-Neuve du Thym (1764-1851), quien propuso alejar a los duendes por medio de hierbas aromáticas; o con Nicolas Cirier (1792-1869), eminente corrector de la Imprenta Nacional, cuya obra inmortal, El ojo tipográfico, regalo a los hombres de letras de uno y otro sexo (1839), comienza, como se debe, por el capítulo xiii: tantos «locos literarios» registrados, en nuestros días, por André Blavier y Marc Décimo.*
Así ocurrió con el profesor Amalfitano, de la Universidad de Santa Teresa (México), quien escucha voces, emborrona inconscientemente esquemas filosóficos y suspende de una cuerda para secar la ropa un tratado de geometría por el simple placer de verlo agitarse al viento y ser lavado por la lluvia. Por supuesto, Amalfitano solo es un personaje de la última novela de Roberto Bolaño, 2666, pero ¿acaso está más loco que los Brisset y Bernbiguier, que son reales? ¿Está más loco que Nerval, quien se paseaba con una langosta en el Palais-Royal, o que Tasso, cuyos delirios inspiraron a Goethe un drama? A su manera, todos los personajes de Bolaño, fascinados por la literatura y por los escritores, están marcados por un signo de locura, como si la literatura secretara su propia demencia.
O tal vez la locura está presente desde el inicio, no causada por la literatura, sino determinando un gusto por ella. Aristóteles lo había dejado entrever: «¿Por qué todos los hombres fuera de lo común en filosofía, en política, en poesía o en las artes, son manifiestamente melancólicos?», escribió al inicio del famoso Problema XXX, origen de toda una reflexión sobre la melancolía, en la que desembocarían tantos literatos y humanistas de Occidente, desde Marsilio Ficino a Walter Benjamin, pasando por Albrecht Dürer y Robert Burton. Según el filósofo, es en un exceso patológico de bilis negra donde reside la fuente verdadera del genio y el abatimiento del que son víctimas muchas veces los artistas y los pensadores.
«Continuamente», explica el Estagirita, «nos entristecemos, pero ¿de qué?, no sabríamos decirlo; a veces, por el contrario, estamos llenos de ardor, pero sin causa aparente». Esa fue históricamente la primera descripción clínica de la locura del literato, su psicosis maniaco-depresiva, sin duda dictada por Aristóteles a sus discípulos un día en el que fue víctima de una de esas «tristezas cotidianas»: la locura del literato fue inaugurada por la melancolía de un filósofo griego.
* André Blavier, Les fous littéraires, Éditions des Cendres, 2001; Marc Décimo, L’Esprit de la modernité révélé par quelques traits pataphyisiques, ou le Brisset facile, Presses du Réel, 2009.