Una noche de febrero de 1841. París no duerme —se celebra el carnaval—, pero París, de cualquier forma, nunca duerme. Son las tres de la mañana cuando llevan a la comisaría de la Rue Cadet a un individuo casi desnudo —lo sorprendieron cuando arrojaba su ropa por todas partes— y cubierto de lodo. Unas horas antes, Gérard de Nerval —se trata de él— se había despedido de su amigo, el pintor Paul Chenavard, diciéndole: «¡En diez minutos estaré muerto o loco!».
A esto le siguen crisis de locura furiosa, una mejoría relativa y, después, en el mes de marzo, una recaída, que conduce al poeta a ser internado —hasta noviembre de 1841— en la clínica del doctor Esprit Blanche, en Montmartre. Esta recaída probablemente está ligada con el descubrimiento de un largo artículo en el Journal des débats, donde una de las figuras más célebres del periodismo parisino de la época, Jules Janin, se había tomado la libertad de consagrar las doce columnas de su folletín del 1 de marzo de 1841 para hacer pública la noticia de la alienación que había golpeado a Nerval, y para hacer su epitafio. Gérard, para desdicha suya, no estaba muerto, e iba a arrastrar este artículo como una gran carga, que lo había enterrado vivo a ojos de toda Francia, e incluso de toda la Europa que hablaba francés. ¿Cómo seguir siendo un escritor, después de haber sido el objetivo de Janin? El periodista había ligado, en el caso de nuestro autor, las actividades literarias y la demencia: esta se originaría de aquellas, según Janin, quien explicaba la locura de Nerval debido a la confusión, que se habría instalado en su mente, entre el arte y la realidad; el poeta habría comenzado a vivir con sus personajes literarios y, de alguna forma, habría sido tomado como rehén por los fantasmas de su imaginación, y se habría separado cada vez más del mundo de los vivos. Según Janin, Gérard habría cometido el error de interesarse demasiado en Alemania, en sus tradiciones, sus cuentos, sus leyendas y sus misterios, temibles incluso para una psique más sólida (sabemos que antes de 1841, Nerval había hecho una traducción del Fausto de Goethe, y que su drama Léo Burckart, puesto en escena en 1839, tenía a Alemania como telón de fondo).
Reducido a un estatus de loco encerrado entre otros alienados, Nerval se hunde en la depresión y considera, una vez que es liberado, abandonar la literatura. El viaje a Oriente en 1843 corresponde a la voluntad de dar un nuevo impulso a su carrera y para olvidar los lamentables acontecimientos del invierno de 1841. Una vez de vuelta en la escena literaria, tenía que justificar su regreso, que iba a contracorriente de todos los consejos para que renunciara a un oficio «que no estaba hecho para él». Lejos de aplicar las recomendaciones de Janin (cuidarse de lo sobrenatural y de las trampas de tomar como reales sus propias invenciones), Nerval va a esforzarse en demostrar que dichos consejos no tienen nada que ver con su locura, sino que muestran la ignorancia del crítico de Débats sobre aquello que funda la experiencia literaria auténtica.
Para su defensa, Nerval recurre a un abogado de prestigio incontestable, Charles Nodier, que acababa de morir en enero de 1844. Nodier había forjado el concepto de «seriedad fantástica», según el cual el escritor compromete totalmente su persona y «toma en serio» las obras que nacen de su imaginación. «Para crear la ilusión en los demás», afirmaba Nodier, «es necesario ilusionarse uno mismo». Esa fantasía, que tenía la vocación de remplazar a la religión en los periodos de escepticismo o en las épocas de decadencia, y a reencantar el mundo, está en las antípodas de la literatura de salón, representada, por ejemplo, por el «cuento azul», donde lo maravilloso galante es explotado por autores que ríen de aquello que cuentan. Nodier había desarrollado esos conceptos en el retrato que había dedicado a Jacques Cazotte (autor del Diablo enamorado, en 1772), modelo, a sus ojos, del escritor que toma en serio sus invenciones —actitud descrita como arriesgada (porque también es el proceder de los locos), pero también como aquello que distingue a los verdaderos autores de aquellos que tienen una noción demasiado estrecha de la literatura—.
En 1845, Nerval decide estudiar a Cazotte, y escribe un largo prefacio para una edición ilustrada del Diablo enamorado. La influencia de los escritos de Nodier es patente en ese texto, donde también ataca el folletín de Janin, que describe como el testimonio del rechazo de lo fantástico en Francia en detrimento del reinado de un racionalismo mezquino. Nerval habla de Cazotte como del «poeta que cree en su fábula, el narrador que cree en su leyenda, el inventor que toma en serio el sueño de su pensamiento»; al escribir el Diablo enamorado, Cazotte «se aventuró en el mayor peligro de la vida literaria, el de tomar en serio sus propias invenciones». ¿Debía renunciar a esas peligrosas prácticas por salud mental? El prefacio de Nerval sugiere que el triunfo de la razón encierra, como lo muestran los excesos de la Revolución, muchos mayores peligros que la pretendida locura que, en 1841, denunció Jules Janin. Legitimando de antemano la elección de su «discípulo» Nerval, Cazotte, a lo largo de su carrera literaria, practicó una «seriedad fantástica», que buscaba rencontrar un alimento para las aspiraciones espirituales e insistía en restablecer, en una época de incredulidad, y frente a sus peligros, los vínculos entre la humanidad y el Cielo. Nerval dice que solo así —es decir, ocupando el territorio abandonado por la religión— la literatura puede aportar beneficios a la sociedad.
La obra de Nerval ofrece otras réplicas al folletín de Janin, por ejemplo, sobre la capacidad del poeta, sin que su mente ceda, para medirse ante las temáticas de registro fantástico. El periodista de Débats había reprochado a Nerval el hecho de elegir temas ligados a lo sobrenatural, y de dejarse apresar en el mundo de los espíritus. Nuestro autor rechaza esas afirmaciones mostrando su control frente a esos temas «peligrosos»: los dos volúmenes del Viaje en Oriente (1851) testimonian que el autor, de regreso del «país de las hadas y de los genios», resistió a todas las trampas tendidas a la razón. Asimismo, en una nota manuscrita ligada a los Iluminados (1852) dice que ese volumen es un «libro perfectamente sensato sobre la locura»: y aun tratando esa temática, el autor no se volvió él mismo un «iluminado». A lo largo de 1852 también aparece Lorely, donde Gérard reúne los recuerdos de su viaje en Alemania. Janin, en 1841, había cuestionado los riesgos tomados por Nerval al interesarse en la literatura alemana. Así que podríamos esperarnos que, en este volumen, celebrara el culto de la Alemania romántica, y aquella de las teorías de Fausto. Sin embargo, hace todo lo contario. El volumen de 1852 presenta una imagen de Alemania muy próxima a la que existe hoy: un país donde reina la racionalidad y el deseo de progreso. Lorely está dedicado a Janin, y el prefacio cita algunos pasajes del folletín de Débats: la primera intención de la obra es contrarrestar, una vez más, el diagnóstico de 1841, y demostrar que el poeta puede adentrarse en una «región fabulosa» sin dejarse hechizar y sin naufragar.
Esas estrategias, desafortunadamente, ya no funcionarán a partir de 1853. En el mes de agosto, Nerval es golpeado por una crisis tan grave como la del invierno de 1841. El escritor es internado en 1853 en la clínica del hijo de Esprit Blanche, Émile, en Passy. Janin no hablará sobre este episodio, pero Gérard no ganará nada con ello, porque esta vez será Alexandre Dumas quien se encargará de entretener al público (en una crónica de su periódico Le Mousquetaire, en diciembre de 1853) sobre la «locura» de Nerval y de su internamiento. Dumas repite lo mismo que Janin: Gérard está loco porque es incapaz de hacer la diferencia entre el mundo de la realidad cotidiana y el mundo donde vaga su imaginación: los personajes que crea «vampirizan» y se anexan su persona.
En enero de 1854, Nerval dedica a Dumas Las hijas del fuego, así como en 1852 había dedicado Lorely a Janin. Pero ahora es inútil refutar lo que se dice de él, y el autor admite que no tiene otra salida más que contar la historia de su «descenso a los infiernos». Lo hará los meses siguientes, al componer Aurélia, donde Gérard describe e interroga su «locura». Aurélia aparece a inicios de 1855, incompleta o, en todo caso, interrumpida por el suicidio del escritor, llevado a cabo en la noche del 25 al 26 de enero de 1855.