Extraño destino el de Louis Wolfson: nació en 1931 en los Estados Unidos, fue diagnosticado con esquizofrenia desde su adolescencia, autor de dos libros de culto, inventor —sin saberlo— del walkman, se retiró a la isla de Puerto Rico después de haber ganado una suma considerable en la lotería… En la soledad de su retiro trabajó en el libro sobre la enfermedad y la muerte de su madre, publicado primero en 1984, y recientemente en una nueva versión revisada, con el título: Mi madre, músico, murió de enfermedad maligna a medianoche, del martes al miércoles, en mitad del mes de mayo mil977 en el matadero Memorial en Manhattan. Un título con sabor a manifiesto literario, que revela el proyecto del libro —contar en detalle la agonía de su madre— y la singularidad de su forma —Wolfson desarrolla una lengua extraordinaria, caracterizada por una atención maniaca en la musicalidad de la escritura y en la inestabilidad de la frase—.
Su relación con la lengua ya constituía el material principal del primer libro de Wolfson, titulado El esquizo y las lenguas (1970). Ahí narró —en francés— cómo sus internamientos sucesivos le habían provocado una profunda detestación de su lengua materna, el inglés, y cómo, poco a poco, se había construido una lengua personal, mezcla de ruso, francés, alemán, y un dialecto inventado por completo. Wolfson envió el manuscrito en 1965, desde Nueva York, a Gallimard.
El texto erró durante cinco años en la editorial, dejando a Queneau dubitativo, pero provocando el entusiasmo de Deleuze, quien haría el prefacio. Esa aventura editorial fue narrada en el instructivo Dossier Wolfson, que reúne textos, entre otros, de Michel Foucault, Le Clézio y J.-B. Pontalis.
Es también en francés que Wolfson decide, a finales de 1970, escribir Mi madre, músico, al mismo tiempo «libro de la madre», crónica de una enfermedad, y autorretrato en negativo: «Era mi cumpleaños número cuarenta y cinco. (Repito: los griegos decían que la mayor felicidad para un ser humano es no haber nacido. Nosotros tuvimos esa mala suerte). “Ya” más de veinticinco años desde que fui oficialmente declarado demente». El hijo describe con la mayor minuciosidad las etapas de la enfermedad de su madre, apoyándose en los cuadernos de notas que esta escribió durante sus estancias en el hospital, sus operaciones, sus recuperaciones y recaídas. Al mismo tiempo, Louis Wolfson escribe el diario de su propia vida, que se desarrolla, en gran medida, en los campos de carreras de Nueva York, donde practica las apuestas hípicas con frenesí. Descubrimos a un hombre en total ruptura con la sociedad estadounidense de los años setenta, recluido en la misantropía y en una paranoia crecientes, a lo largo de un monólogo que revela su odio hacia los otros y su continuo acercamiento con la xenofobia y el racismo… Lo que no impide que Wolfson mezcle los registros con mucha sutileza: la mirada grave sobre la enfermedad y «el inconveniente de haber nacido» siempre están contrabalanceados por una visión cómica de la existencia, que toma raíz en una lengua contrastada, que mezcla un empleo perfecto de la sintaxis (el imperfecto del subjuntivo, por ejemplo) y un vocabulario trivial, lleno de neologismos y de vulgaridades para describir la abyección del mundo. Un odio hacia la vida que se manifiesta en la repetición incansable de las mismas obsesiones, entre ellas el deseo de un apocalipsis nuclear que alimenta sus sueños más descabellados: «No conozco, evidentemente, cuántos millones, miles de millones, nonillones (¿es siquiera un número finito?) de planetas se provocaron una verdadera eutanasia termonuclear esta noche del 17 al 18 de mayo de 1977, ¡pero la tierra, por desgracia, no estaba (¿todavía?) entre ellos!».