Esteban tenía la cabeza llena de chambas: raspaduras de cuando rodaba por las escaleras; islotes calvos de una piel muy tersa.
Aquella mañana su hermana acababa de raparlo. Estaba sentado en el columpio con un aire humillado de oveja recién esquilada. Inflaba pompas de saliva y escupía a sus pies. Me monté en el otro columpio y le pregunté:
—¿Puedo?
Y él:
—Hágale.
Enseguida me agarré de las cadenas con una mano, estiré la otra para acariciarlo, y la fuerza y el peso colgante nos acercaron.
Era placentero rozar las espinas de su pelo incipiente. Cuando encontraba las magulladuras, me detenía con las yemas en la carne tierna. Primero las palpaba suavemente, estiraba las arrugas y después presionaba hasta que notaba el hueso compacto tras los tejidos.
Al cabo de un rato, contorsionado por mantener la cabeza en mi regazo, Esteban me pidió que parara. Los columpios se habían enredado. Las cadenas eran un nudo que destorcimos mientras dábamos vueltas y los enganches traqueaban. Al soltarnos, advertí una humedad en la entrepierna. Esteban me había dejado una mancha tibia. No quise reprocharle nada, pero él mismo se dio cuenta y largó de golpe.
En la esquina de la cuadra, el loro de su abuela lo reconoció y empezó a gritar desde el balcón:
—Corre-corre-corre-corre.
Me asomé a la calle y vi que subía los treinta y cuatro escalones con las manos empuñadas.
La puerta de su casa estaba casi siempre abierta. Al fondo de la sala había un señor sin camisa. Vestía los pantalones de un traje antiguo, la correa le acordeonaba la ancha cintura, brillaban los zapatos bien lustrados, pero unas tetas de marrana vieja le chorreaban sobre las costillas. Una señora con un vestido azul y un delantal blanco le peinaba las canas. Lo trataba como si fuera un muñeco. Di un paso adentro y saludé con familiaridad:
—¿Qué tal, abuelos?
Nadie me oyó.
Ni siquiera me vieron cuando les pasé por el lado.
La hermana de Esteban se había quedado dormida con el pulgar en la boca. Un hilo de baba le corría por el dorso de la mano. Tenía el dedo en carne viva. Habían llegado a untarle salsa picante, la obligaron incluso a ponerse un aparato—rejilla que le impedía chupar, pero ella siempre se lo quitaba.
Esteban había enterrado la cara en la almohada; le quedaba medio cuerpo por fuera de la cama, las rodillas en el piso. Hacía movimientos de perro arrecho sobre el borde del colchón. Era su modo de consolarse. Al verlo así, me hice a su lado y volví a sobarlo:
—No llores, primo —le dije—. Ya mismo te está creciendo, y no chuza tanto.
Entonces dejó de moverse y noté que su cuerpo se relajaba.
La hermana entró en la pieza.
—¡Esteban, mijo! —exclamó en sordina—, ¡qué vicio el suyo!, a ver, eche para allá que me quiero acostar.
Mi primo se tumbó del todo y ambos se cubrieron con las cobijas.
—¿No va a meterse? —preguntó ella.
En un principio no entendí a quién se dirigía, pero después alargó la mano libre y me agarró. Las cobijas eran pesadas. Olían a camada de cachorros recién paridos. El aire encerrado recubría la piel como leche caliente. Ella sorbía despacio. Se chupaba el dedo y oíamos que se le llenaba la boca. Cuando agotó el sabor bueno y apareció el herrumbroso, le dijo a Esteban:
—Hermanito, pásame el tuyo.
—Ni loco —le respondió—. Yo estoy muy bravo con usted.
—Ay, qué cismático.
—Para que vea.
—El que no ve es usted, mijito —atacó—. Todo el mundo dice que así queda más lindo.
—¿Y a mí eso qué me importa?
—Pues debería importarle porque así se parece más a su papá.
—También es el suyo.
—Por eso.
—¿Y usted qué va a saber?, si ni siquiera se acuerda de él…
—Dicen que era muy lindo.
—¿Usted le cree a la gente?
—Da igual, yo quiero que usted sea muy bonito.
—Yo no soy su muñeco.
—A ver, páseme pues el dedo y lo dejo ver televisión.
Esteban se arrancó las cobijas, se incorporó y encendió el aparato.
—Vamos a ver lo que yo quiera y hoy no te vas a mamar mi dedo.
Volvió a cerrar las cobijas, sacó los brazos y apretó los botones del control remoto. La espalda de la hermana vibró. Algo se agitaba ahí dentro, sonaba como un gruñido. Lo sentía en mi pecho. Estábamos acoplados en cucharita. La pobre rezumaba rabia. Imaginé que iba a atacar a Esteban, así que saqué mi dedo y lo empiné ante su cara.
—Tenga el mío —se lo ofrecí—. Déjelo en paz.
Entonces se pegó de él como un ternero.
Esteban ni me dio las gracias. De inmediato lo absorbieron las imágenes de la pantalla. Un hombre canoso le echaba una moneda a un gramófono, pedía un aguardiente en la barra, se lo zampaba y lloraba mientras sonaba su canción.
Desde la cocina, la abuela reconoció la melodía y se puso a cantar: Amor... Senderito del almaaaa, que viiiiives…
—Bájele a eso, sordo —dijo la hermana.
Aflojó la mordida, su lengua se movió como un pez; lamió las arrugas de mi falange y las estrías del paladar de gato se marcaron en mi yema. La lengua del abuelo, en cambio, estaba casi muerta. Apenas le cabía en la boca. Ni comer podía. Solo beber. Brandy. Con hielos, a ver si se le deshinchaba. Cuando se derretían, gritaba como un amordazado y la abuela acudía con un par en la mano.
De pronto gritó el loro:
—Corre, marica, corre, marica, corre, corre, corre.
La hermana clavó los dientes en mis nervios. Los dos se sacudieron en la cama como si los hubieran conectado a la corriente.
—Eh, eh, eh —balbuceaba el abuelo.
La abuela lo levantó de la silla y le dijo:
—Para la pieza, mijo, para la pieza, rápido, rápido.
—¿Dónde nos metemos? —preguntó Esteban—. Escondámonos, muévase. Sáquese eso de la boca, idiota, muévase.
La hermana liberó mi dedo y lo aventó en un rincón como si fuera cualquier cosa. Esteban se precipitó a cerrar la puerta, le metió tranca. Regresó sin aliento. Abrió el armario y nos acurrucamos con su hermana sobre los zapatos. Del otro lado de la pared, el abuelo balbuceaba:
—eh-eh-eh.
Y la abuela lo callaba:
—shh-shh-shh.
Los pasos atronaron por los escalones. Esteban hizo el ritual de contarlos. Mientras tanto, la hermana me quitaba los zapatos y las medias. Esteban solo se aferraba a los números. Yo le acariciaba las chambas. Ella se metía mi dedo gordo en la boca.
En el 21, el loro gritó:
—Corra, cacorra, corra, cacorra, corra.
Los pasos se detuvieron. Las lenguas de mis primos también. Afuera sonaron unos fuertes olisqueos de sabueso. Enseguida Esteban tomó aire y repitió:
—Vein-tiu-no, vein-tiu-no, vein-tiu-no.
Silabeaba convencido, estiraba el número, lo amasaba, le daba la forma necesaria para que los pasos no subieran y se emperraran contra la puerta.
Del otro lado de la pared, la abuela descolgó el teléfono y giró el disco de marcar. Antes de que le contestaran, un vecino increpó a la mujer que trepaba las escaleras.
—¡Suripanta!
Una señora lo secundó:
—¡Zumbambica!
Más vecinas se asomaron a la calle. Todas le gritaban a la mujer que volvía de la noche.
—Mijo —dijo la abuela en el teléfono—, venga urgente.
—Eh-eh-eh.
—Shh-shh-shh —reprendió al marido y enseguida colgó.
Sin dejar de repetir el número de la suerte, Esteban entendió que debía sacrificar su orgullo y entregarle su dedo a la hermana para que yo pudiera salvar el loro. Corrí con el pie baboso. Logré llegar al balcón sin resbalar. El ave se encontraba mal. Se estaba desplumando. Clavaba la cabeza en el pecho, se picoteaba las alas, torcía el cuello, se hacía calvos en la espalda.
Abajo, la muchedumbre se reunía alrededor de la escalera. Señalaban a la mujer que traía el pelo rojo desmelenado. No se le veía la cara. Harapienta, aporreada, la noche la había escupido como un trozo de sebo duro. Estaba asida a las barandas, vacilaba en el escalón. Pivotaba hacia atrás, perdida, a punto de rodar.
La vecina más honesta de la cuadra lanzó la primera piedra. Entonces entré en la casa con el loro y corrí al armario. Las imprecaciones ascendían y los golpes reventaban contra la fachada de ladrillo.
Ahí dentro, mi primo sudaba. Tenía la cara y la cabeza recubiertas de gotas, pero aguantaba el dolor y la concentración. Los chupeteos de la hermana resonaban entre las mismas tres sílabas que dilataban el tiempo de la mujer nocturna, a quien las palabras ni las piedras le hacían daño:
—¡Zunga!
—¡Zurrona!
—¡Vergaja!
De pronto una bocina grave se tragó todos los insultos.
El abuelo reconoció el taxi del tío Nacho y salió de la pieza. Bastoneó por la sala. Yo dejé el loro en el armario y ayudé al viejo a llegar al balcón. El cubo amarillo se abría paso entre la caterva de vecinas que se apartaban al ver quiénes venían dentro. El abuelo se enfureció al comprender lo que sucedería y se desgañitó:
—Eeeehhh-eeehhh-eeehhh.
Le pegaba bastonazos a la baranda y sacaba la lengua moribunda:
—Eeehh-eeehhh-eeehhh.
La abuela se sentó en la sala, sacó la camándula y desgranó sus plegarias mientras el tío Nacho se bajaba del taxi con cuatro hombres rapados. Sus pisadas retumbaron por las escaleras. El cuero de las botas negras rechinaba. Las cadenas entrechocaban. Agarraron a la mujer de la noche y se la llevaron en el cubo amarillo.