Con una ciudad rota y un país entero aún conmocionado por el temblor de 1985, México abrió sus puertas para celebrar el Mundial México 86. Además de las evidentes dificultades que enfrentaba el país, mediáticamente había varios retos: las oficinas centrales de rtc (en donde trabajaba mi papá en ese entonces) se habían derrumbado y también Televisa Chapultepec había colapsado, hecho que dio pie a una cobertura histórica a cargo de Jacobo Zabludovsky, que comienza en Reforma a la altura del Museo de Antropología vía el teléfono del coche y termina en las instalaciones de Televisa con el periodista ya con la voz quebrada diciendo: «Y ahora, señoras y señores, estoy enfrente de mi casa de trabajo, en donde he pasado a lo largo de mi vida más horas que en mi propia casa y está totalmente destruida, solo espero que mis compañeros de trabajo, mis amigos, mis hermanos de labor estén todos bien, no es posible reconocer esta esquina en donde todos los días durante tantos años he venido…». Y ahí se corta la comunicación.
Pero para cuando inició el Mundial unos meses después, estaba todo al tiro para hacer las transmisiones desde los distintos estadios de varias partes de la república. Yo, a mis doce años, tuve el privilegio, gracias al trabajo de mi papá, de poder estar en el palco de medios de comunicación del Estadio Azteca. Pude ver no solo la mayoría de los partidos que se disputaron ahí, sino también a grandes comentaristas deportivos narrando. Jamás olvidaré el grito del genial Ángel Fernández, quien después de que todos cantaran un gol de México se convirtió de inmediato en el protagonista del momento, cuando una vez que ya todos se habían sentado ante sus respectivos micrófonos seguía gritando el gol enseñando la dentadura, la cara roja y la vena de la frente saltada. Gol de pecho sostenido.
Ahora, debo mencionar un pequeño detalle, a mi papá no le gustaba (ni le gusta) el futbol. A mí sí, pero no me podía considerar mínimamente conocedora. Entonces, me esforcé por poner atención a las jugadas, marcadores, nombres de entrenadores (empezando por Bora Milutinovic, el dt de nuestra selección) y, jugadores: Gary Lineker, El «Buitre» Butragueño, Careca y, obviamente, Maradona. La selección mexicana me la sabía completita, así que fungí como apuntador de mi papá, comentándole las jugadas y sus protagonistas para que pudiera llevar la plática con sus cuates. Cabe mencionar que él no era comentarista, sino que dirigía a los medios, pero tenía que estar en la conversación.
Mariana, ¿cómo se llama el portero? Pablo Larios, pá.
¿El de la chilena fue Quirarte? No, Negrete, y no fue chilena, fue tijera, según lo que he escuchado.
¿Javier qué? Aguirre, papá.
Cuando no tenía oportunidad de estar en el palco de medios me iba a las tribunas y le platicaba lo que se decía ahí, las porras de los aficionados. Me causaba mucha gracia la que sobre el coro de la canción «Sacaremos a ese buey de la barranca», de Francisco Avitia, coreaba: «Sacaremos al abuelo de la banca», refiriéndose al «Abuelo» Cruz. Del animador español Manolo, célebre por apoyar a México en todos los partidos con su bombo, y de los múltiples adminículos para meter ilegalmente alcohol fuerte al estadio. Mi favorito ha sido siempre el que asemeja unos binoculares en los que puedes meter chupe porque al final son un par de termos unidos en donde caben varios mililitros de tequila, ron, o lo que a cada quien le guste.
Me tocó estar en el Azteca cuando «La mano de Dios» y «El gol del siglo», sin dimensionar, en ese entonces, el pedazo de historia que estaba atestiguando. Pero mi momento favorito de ese Mundial fue, sin duda, el día en que ya en cuartos de final Manuel Negrete clavó ese golazo de tijera, una belleza que combinó el trabajo de Raúl Servín y Javier Aguirre (cuyo jalón de pelo a Negrete a la hora del festejo puso la cereza al pastel).
Casi llegando a los 90 minutos de ese partido disputado contra Bulgaria, en la cabina de medios todo se empezó a movilizar de una manera rápida y tensa: los técnicos cambiaban sillas, páneles, plantas y subían un green screen para improvisar un pequeño foro de televisión. «Dame chance, dame chance», «Permiso, va por ahí», gritaban los cámaras y los iluminadores. Le pregunté al «Chato», que ya se había hecho mi cuate, qué pasaba: «Dicen que ahí viene el Bora, mija». No mames. Bueno, no creo que eso haya pensado exactamente en ese momento, pero el equivalente a eso a los 12 años.
Técnicos sudorosos iban y venían y de pronto uno de ellos gritó: «¡Dos sillas más, dos sillas más, vienen también el Negrete y el Servín! Órale, en chinga». Yo, entre la corretiza y los empujones me fui haciendo de lado y me quedé quieta al lado de la puerta del foro improvisado, tomando mi refresco en absoluto silencio para que nadie me fuera a quitar de donde estaba para ver pasar a los héroes del momento.
«Ya vienen, Chato, jálale, quiero aspectos del ingreso, cabrón», decía la voz de alguien a quien yo no alcanzaba a ver. Los ánimos se prendieron aún más. A mí se me escapaba el corazón. Tenía esa horrible sensación con la que he lidiado toda mi vida de que algo iba a salir mal, que me iban a largar de ahí, que se rajarían de ir a la entrevista. Me aferraba a mi lata de Sprite a manera de amuleto de la suerte. De pronto, sobre el pasillo, en medio de mucha gente, apareció Manuel Negrete con esa sonrisa del millón que creo que a la fecha conserva, aunque se haya dedicado a la política. Nadie vitoreaba, todo era más bien tensión para lograr salir al aire, pero justo cuando pasó delante de mí atiné a decirle un timidísimo y apenas audible «¡Felicidades!» y ,todavía recuperando el aliento, me hizo la típica caricia que le haces en la cabeza a un perro viejo pastor inglés al que no le alcanzas a ver la mirada.
Instantes después apareció Bora. Yo seguía en mi esquinita sin hablar, sin poder creerlo. Llegó rojo como tomate, chorreando sudor, jadeando y con el pelo más desarreglado que nunca sobre la cara… un pinche dios yugoslavo. Ese debe haber sido mi despertar sexual y el inicio de mi gusto por los hombres desaliñados. Ahí sí no pude emitir palabra alguna, me quedé helada y cuando reparó en mi presencia fue directo hacia mí, mirándome a los ojos para, muy pronto, desviar su mirada a mi refresco, mismo que me arrebató mientras decía: «¡Ah! Dame Scrait» (sic.). Se lo tomó como se toma una primera chela en la cruda del domingo, y yo desde mi metro y cacho de estatura alcanzaba a ver el movimiento de su manzana de Adán. Un poema. Dio un último trago y me lo regresó con apenas un cuarto de refresco y se metió a la entrevista. Ya no supe si Servín llegó o no. Me le quedé viendo a la lata. Le tomé. Sí. Baba de Bora. Baba de Bora en mí. A huevo.
El resultado de mis últimos estudios no me garantiza que llegue a vivir más que Bora, que al momento de escribir esto tiene 78 años, pero la lógica indica que sí. Si algún día llega la noticia de que mi príncipe (ahora serbio) murió, que se sepa que en mí, que en mi organismo existirá siempre un micro rastro del adn del entrenador que en nuestra casa nos llevó al quinto partido y que lloró, igual o más que todos los mexicanos, los penales que Quirarte y, precisamente, Servín, fallaron contra Alemania en aquel partido del Mundial de México 86.
Mi papá sigue queriendo hacerle creer a sus hijas que sí le gusta el futbol, y no solo eso, sino que sabe. Su último intento fue ya hace varios años cuando nos recibió en su casa, copa de vino en mano diciendo: «¡Salud por ese golazo del Yuri Magallón!»
Fin.