No es retórica; la pregunta y la indecisión es real. La pregunta —casi podría decirse el refrán— quiere descubrir cómo es posible ver el Mundial. Ver, en este caso, no es solo la posibilidad de hallar una transmisión asequible sin que se requieran pactos con el diablo de las telecomunicaciones por doce meses con renovación automática. Es decir: sí, si lo tienen, rolen un link o un usb que desbloquee las transmisiones de todos los partidos. Pero ahí, el verbo ver se desdobla un poco más, por no decir que se complica, después de todo.
Después de todo, ¿cómo se ve el Mundial? Este Mundial, Qatar 2022. Después de todo, cómo se ve. Porque ahora el todo es conocido. O mucho más conocido que digamos en Uruguay en 1930. Cada vez hay más todo conocido. Progresivamente, se conoce un poco más. Por ejemplo, la lenta transformación del Mundial en un evento corporativo más. Se dirá, no es nada nuevo. Y hay razón en eso dicho.
No es nuevo: ha sido como el progresivo abrazo de una boa constrictora, como el incremento de temperatura en la cazuela del cangrejo. Progresivo el cambio de una festividad de unos cuantos que ensayaban globalidad en un mundo mal conectado, al momento en el que la sociedad y el espectáculo se situaron en la misma casilla del tablero: el juego era rentabilizar las conciencias, las voluntades. A esto que es ahora. Una gran carpa de patrocinios donde lo principal es monetizar esos momentos en la cancha que Gumbrecht describió como «epifanías de la forma».
Es una interrogante ociosa, una dicotomía falsa. O si no falsa, impracticable. Qué más da que aquí y allá haya personas espectando este festival del soborno y la belleza atlética. Ociosa por impracticable desde la singularidad y del sofá: el futbol es inevitable y el espectáculo corporativo, también. Simon Critchley escribe de una dialéctica incesante entre lo individual y lo colectivo. Y también opera una condición similar, igualmente fluida e incesante, entre los sucesos atléticos y los anclajes nocivos de los grandes capitales. Entre «deleite y repulsión». A mí, eso me pone cascarrabias. Enfatizo, a mí. Cuestión de gustos, de preferencias, de inclinaciones: como sucede con el juego mismo. Ganar como sea o jugar como nunca; todos los balones al que sabe, o cada pieza del equipo toca la boca; llamar pieza al jugador, o llamarlos genio y diez más. Así también esta dialéctica más amplia: cuestión de repulsiones y de tolerancia. ¿Cómo se ve, después de todo, un Mundial así? Más que un Mundial, parece el desafío que plantea el status quo sobre la imposibilidad del ejercicio crítico: te reto a que mires a otro lado, parece decir la gasera, la transnacional de la cerveza, la carne molida entre dos panes, o el refresquito, la armadora de autos, y quien sea que esté formado en esa fila. A ver, niéganos. A ver, espectador cascarrabias, haz tu protesta.
¿Cómo se invade la cancha y se detiene el juego desde el sofá? Se dirá: pues no lo veas, carnal. Apágale a la tele y déjanos ver lo que queramos. Cada quién. Y sí. Pero al mismo tiempo, no. Al mismo tiempo importa reconocer, por lo menos para esta cofradía que, imagino, podríamos convocar alrededor de la pregunta inicial y la incomodidad: el Mundial es un ejercicio de confrontar nuestra mala fe.
Un tête-à-tête con la mauvaise foi, el uno a uno ingambeteable, para decirlo con la metáfora gastada que ilustra el punto. La mala fe de negarnos la libertad de voltear hacia otro lado; la paradoja de usar nuestra libertad para esclavizarnos a una situación de expectación pasiva a la espera de una prometida epifanía. Está por llegar el gesto improbable; está al caer el gol que rompe la quiniela, el que nos cumple el deseo elemental. Porque es inevitable el futbol con esta mencionada dialéctica, con esta indisociable condición de suciedad, es que toma fuerza la idea de unirse entre espectadores cascarrabias. Por fortuna la casca no implica superioridad moral. Está más cerca del desacato que de la oronda denuncia del vecino de butaca. El gesto que uniría a este movimiento que cada vez me parece más útil —y más generalizado de lo que aceptamos— es el mismo con el que se protestan las decisiones arbitrales: el corte de manga. Más que atarse con cadenas a los postes de la portería, cortar manga, y espectar con la mirada oblicua.
Después de todo, ¿cómo se ve este Mundial? Se ve espasmódico y forzado: a destiempo en términos de preparativos y muy a modo en términos de favores. A destiempo en términos de expectación —que siempre sí se permitirán manifestaciones de afecto entre personas siempre y cuando estén enmarcadas dentro de los recuadros que los organizadores determinen; que siempre sí la opresión sistémica a las mujeres va a tener tres semanas de mínima relajación. Que los jugadores llegarán a punto aunque lleguen una semana antes y no entrenen con su equipo. (¿Qué otra revelación más clara de la inclinación hacia el extremo de la celebridad y la vanagloria individual en un juego colectivo que el que no haya más que un par de semanas para entrenar como conjunto? Pero bueno, cada quién. Corte de manga y cada quién).
¿Cómo se ve este Mundial, después de todo y a estas alturas? Cascarrabias, qué vamos a discutir si el nueve falsea su posición sin preocuparse por tirar a gol, si la forma táctica corresponde a una y si el volumen de pases coincide con las oportunidades ofensivas creadas. Esa discusión no es la del espectador que espera epifanías; ese es el análisis postrero que explica las fuerzas que compusieron lo sublime. Para eso tenemos el excel de nuestros gastos y deudas. Mirar oblicuo. Mirar con ira. Osar no mirar, para reconocer que a donde sea que volteemos, ahí está, el Mundial o sus comparsas con la suficiencia socarrona diciendo: A ver, niéganos. A ver, espectador cascarrabias, haz tu protesta.
La frase diagnóstica, de tan mencionada, se ha convertido en consigna: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y parafraseando sin tergiversar demasiado: ¿qué tan fácil es imaginar el fin del futbol como evento corporativo? Espectadores cascarrabias, únanse.