Dossier: Dossier: El Mundial contra sí mismo

Mi último fracaso

Rodrigo Márquez Tizano

Me acuerdo, no me acuerdo: de aquellos veranos de estampitas, cromos y retas hasta que los cuarzos del alumbrado público dilataban nuestras figuras de niños necios a la medida de los nombres venerados por televisión: Baggio, Romario, Laudrup; de las lluvias torrenciales de junio y los ríos de cascajo que obstruían el drenaje y nos dejaban la cancha como alcoba de tritón, de los himnos y las banderas, del vames muchaches, del Diegote amputado, cojeando rumbo a las duchas mano a mano con el ángel de la muerte, de los balones perdidos bajo los mofles de los autos estacionados en batería, las rodillas en carne viva, el mertiolate y las naranjadas en bolsa, del Hooligan demoliendo sets, Hugo y la soledad del banquillo, extraviado como astronauta fuera de órbita, la asimetría capilar entre la perversa calva de Letchkov y el vello facial de Ivanov, de las camisetas brillosas y eléctricas, los escudos abullonados y los shorts como papalotes, de memorizar formaciones, sistemas y probabilidades de no terminar eliminados, como siempre, antes de tiempo, o peor, hundidos en la aporía del tiempo: la tanda de penales. Desde entonces, y aun cuando el sentimiento fue mermando en cada iteración, la ceremonia mundialista exacerbaba al pequeño futbolista frustrado que todavía, de vez en vez, si las dolencias ceden, sacamos a orear en las pachangas ocasionales, último testimonio de aquellas infancias recosidas a los gajos chimuelos de una pelota. No veíamos la Copa del Mundo. La jugábamos. A nuestra manera, como parte de un combinado que hizo todas las categorías inferiores y poco a poco, con las obligaciones, los años y el cansancio, fue quedándose viejo. Otros tiempos. Entonces teníamos más pelo y los jugadores reparaban menos en el pelito. Hace cuatro años, en la víspera del Mundial de Putin, cuando la editorial que patrocina este órgano informativo me invitó a cranear un libro, Breve historia del ya merito, sobre los fracasos del seleccionado nacional y las infinitas memorias y visiones germinadas de dichas derrotas, paralelas o perpendiculares, da igual, me di cuenta de dos cosas: cada vez me importa menos lo que suceda con los designios de esa entidad falible que cada cuatro años invocamos bajo el nombre de «El Tri», y que este campeonato atípico, entre las dunas e invernal, será el último que, mucho o poco, me importe en absoluto.

Futbol 2

Será que me aburren los dramones de millonarios prematuros, Magister Bielsa dixit, o me la bajan los torneos de 451 equipos celebrados cada dos años, pero esta es mi renuncia pública a mantenerme instalado por más tiempo en la pantomima-loop del Equipo de Nadie. Ya era hora. Renuncio a seguir perdiendo, al menos en esta ranura de la vida, porque el resto, lo que sucede entre Mundial y Mundial, ya es de por sí puro adelgazar, quedarse en huesos. Lo obvio sería pensar que otro Mundial a la vista significa una oportunidad más, la enésima, para untarse en el barro la conmiseración, para transmutar la mediocridad en tragedia y más tarde en peda y luego en esa resaca que no se lava, que se niega a salir, mientras un grupo de amigos de la buena mesa pasea por, digamos, Medio Oriente, la ilusión —¿ilusión de quién, a quién carajos le importa ya?— del quinto partido vuelve a escurrirse por una alcantarilla y una legión de mercachifles intenta vendernos litros y litros de cerveza, pantallas planas y navajas de afeitar.

Qatar es la oportunidad final, la última que me doy, para perder por todo lo alto. No aspiro a otra cosa que la derrota, en octavos o en grupo, me importa un comino, pero debe ser un descalabro épico, recalcitrante. Rusia quedó a deber. No perdimos como siempre, solo nos apagamos con mansedad. No es lo mismo caer aplastados por una Canarinha intratable, sosa de tan superior, que con un penal semificticio en tiempo de compensación, o un remate súbito, sacado de la chistera cósmica luego de noventa minutos de sentirnos la Jericaya Mecánica. Para que el retrogusto de la derrota sea dulce de tan acre y su relato exceda la cuenta de los noventa minutos, debe existir una mínima chance de ganar. La famosa luz en el túnel. Y ese instante que nos muestra la posibilidad de torcer el fatum terrible, y en el cual depositamos, a modo de contrapeso, toda la ristra de frustraciones que nos delimita cuando la suerte por fin parece sonreír, debe expandirse hasta rozar proporciones mitológicas, un lugar fuera del tiempo y de la historia. Para perder como nunca hay que atomizar las pequeñas pérdidas en una sola: la derrota nodriza. Y entregarse a ella por completo. Para perder de una vez por todas, para jugarse la derrota final, México debe dejar de salir a empatar. Contra México, contra mí, contra ti, contra la legión de rodillas chingadas, el jamaiconazo, el Tata, el Sí Se Puede, contra la fifa, la concacaf, la Chiquitibum, la Rubia Superior y el tedioso empalago de la Ola. No vale salir tablas ni acumular derrotas de utilería. Esta vez perdemos para siempre. Y luego me pierden.

Fotografía de Raúl Vilchis