Columnas

Where You Been

Wenceslao Bruciaga

It’s the end of Twitter as we know it, and I feel fine…

La del 17 de noviembre del 2022 fue otra de esas tardes en la que supuestamente el mundo acabaría al ponerse el sol. Se respiraba la misma ansiedad e inquietud previas al 21 de diciembre del 2012, fecha en la que según el calendario maya, sucedería el apocalipsis. Recuerdo que un buen amigo se armó tremenda fiesta del fin mundo en la azotea de su casa cerca de la Avenida Chapultepec. El planeta no colapsó, pero para la cruda que me cargó después no hubiera estado mal que todo se fuera a la chingada. Vaya forma de sobrevivir al fin del mundo.

En esta ocasión no era el planeta Tierra quien parecía sucumbir. Según esto, Twitter daba sus últimas horas de vida.

Cientos de miles de usuarios colgaron tuits despidiéndose con un cierto melodrama suicida que conmovería hasta la vena más misántropa de Lars Von Trier. Aquello era como la simulación melodramática del guion de su película Melancholia, una masa gigante que parecía colisionar con el planeta Twitter y no había ni unas pinches ramas donde refugiarse. A pesar de las forzadas mascarillas de ironía, los usuarios eran incapaces de disimular la congoja, cuando no el desamparo: ¿Cómo es que voy a perder a mis seguidores de un día para otro?, escribían prácticamente a cada segundo. Sus tuits asomaban cierta lastimosa percepción de sentirse humanamente devaluados en caso de que la red social desapareciera del mapa, como se temía ante la llegada de su nuevo dueño, Elon Musk. Nada nuevo. Ya el director de cine estadounidense Hal Hartley vaticinó cómo los humanos terminaríamos reducidos a mercancía comercial sujetos al precio de la oferta y la demanda en su película del 2005 The Girl From Monday. El filme muestra un futuro distópico en el que la corporación Triple M gobierna los Estados Unidos de Norteamérica y sus habitantes monetizan económicamente cada uno de sus encuentros sexuales. La primera noción de lo que hoy se conoce como OnlyFans. En la historia, el valor de los encuentros sexuales aumentaba dependiendo de la difusión de estos teniendo impacto en el historial crediticio y económico de cada persona a tal grado que la estabilidad financiera depende del número de audiencia por cada encuentro sexual.

Si bien en Twitter no sólo los sextwiteros han creado un sistema económico cuya insistencia parece buscar el fin económico, son muchos los usuarios que buscan en el engagement y el aumento de seguidores una forma de validación social, de compasión exhibicionista: los hilos de sufrimiento y devastación personal seguidos de las muestras de apoyo se han convertido en un nuevo género pornográfico que también monetiza la competencia moral. Hacerse un nombre, sentirse respetados u odiados, no importa el sentimiento siempre que el nombre circule en redes.

Al final, una empresa privada nos ha lavado el cerebro creyendo que sin su presencia no somos nada. El absurdo distópico llegó y vomitó cuando no pocos tuits describían los microblogs de 240 caracteres como un derecho humano del que no merecían ser despojados. Es revelador cómo las posibilidades de narcisismo enfermizo, odio y cobardías propiciadas por el anonimato, la justicia del linchamiento digital, las formas de vida que masturba el ego a costa de lo que sea, incluso de la humillación propia pero que persiste bajo el algoritmo del reflector, hayan mutado hasta considerarse un derecho humano.

Despedirse de Twitter fue como vestirse de negro para ir a un McDonald’s antes de su demolición. Después de todo, ambas son marcas que dan prioridad al consumo chatarra.

El aparente desahucio de Twitter puso de manifiesto una vez más, lo suspendido que se encuentra el futuro desde hace varios lustros y décadas. No es la tecnología lo que se echa de menos sino el desahogo burdo. La satisfacción inmediata de la que la humanidad siempre ha sido presa sin importar los dispositivos que la rodean. La dopamina de las cámaras de eco que refuerza prejuicios básicos sin importar el espectro político que los impulsa.

No es la primera vez que la conectividad basura amenaza con dejarnos en el desamparo. Pero los viejos como yo recordarán que ya en el pasado nos habían prometido que en el futuro casi inmediato todos seríamos hackers en páginas de aol.com o Terra, y tan sólo unos cuantos años pasado el 2000, ambas páginas olían a naftalina; que seríamos un avatar dentro de la plataforma Second Life, que nuestras mentes se volverían adictas al MySpace como quien se vuelve adicto a la heroína al primer chute. O que Alexa y los altoparlantes inteligentes serían una pesadilla cuando cobraran conciencia propia como lo hizo HAL 9000 en 2001: Odisea en el espacio. Lo cierto es que Amazon ha anunciado una serie de miles de despidos, la mayoría programadores de Alexa, pues se han dado cuenta de que, pasada la novedad, Alexa queda arrumbada y cubierta de polvo que de vez en cuando da el clima y abre una aplicación o una lámpara inteligente. A pesar de la innovadora tentación que suena tener una casa programada con el internet de las cosas, la gente termina cediendo a los movimientos análogos para las cosas más básicas. Basta ver el costoso furor del que hoy gozan los formatos de acetatos o los casetes ,y muchos melómanos están volviendo a los reproductores mp3 por la calidad de audio que no ofrecen las aplicaciones de música. La constante búsqueda de rescatar la nostalgia es evidencia de que el futuro sobrevive cancelado.

No obstante, fue interesante leer hilos de usuarios echando de menos las interacciones virtuales cargadas de emoción, pero alejadas de cualquier átomo de realidad. Como si los sentimientos quedaran suspendidos y almacenados en las monstruosas memorias de la red social, dejando a los humanos como simples capturistas.

El despojo de humanidad en el plano real, ese es el futuro después de Twitter.