Lecturas

Dominio (fragmento de novela)

Claudina Domingo

Gaby y yo entramos en un periodo en el que escuchamos música ochentera. No es difícil. Una de las estaciones más populares en la ciudad, Universal Stereo, es un viaje cotidiano a un pasado que en México sólo vivimos por sus salpicaduras. Nos da por escuchar «Total Eclipse of the Heart». Además, yo me hice de un casette con música de los ochentas en el auto de una de mis tías. Ahí escuchamos Gaby y yo la versión larga de «Total Eclipse of the Heart». Repetimos una y otra vez la canción para escuchar a Bonnie Tyler gritar, entre la súplica y el aullido lobuno: «I really need you tonight (forever’s gonna start tonight, forever’s gonna start tonight)». Cuando nos hacemos adultos, las baladas nos resultan ridículas, pues sólo un espíritu que desconoce el sufrimiento emocional derivado del amor puede anhelarlo con ansias tan amelcochadas. Los arreglos medio góticos, medio new age, de la canción me hacen imaginar en paisajes que después evocaré cuando lea Solaris: costas interminables y deshabitadas, azotadas por olas violetas tornasoladas. Ni Gaby ni yo tenemos televisión de paga: podemos imaginar, cada quien, cosas muy diferentes al pirado video que muchos años después me dará risa.

A esto sigue el descubrimiento (que encontramos asombroso) de que nuestra maestra de español se parece a Bonnie Tyler. Aunque es amable y jamás nos grita ni parece perder la paciencia o la compostura, todo en ella produce un tanto de modorra y una infinita distancia. Su cortesía, fría e indiferente, seguramente obedece a un calculado intento de no tener que tratar muy de cerca a los cavernícolas que tiene frente a ella, hora tras hora (día tras día), en una nutrida manada de cuarenta. En compensación, el grupo se comporta con instintivo aletargamiento y algo ligeramente parecido al respeto. El peinado debe tomarle horas. Gaby y yo especulamos qué tan temprano se levanta para llegar totalmente maquillada, con las uñas perfectamente pintadas y el cabello (una masa de olitas color arena) perfecto e idéntico cada mañana. Y, sin embargo, hay algo en ella que elude la belleza. No son el pecho o el abdomen, ya abultados en los treinta largos o principios de sus cuarentas. Tampoco la boca, un tanto delgada y dura. Quizá la transminación de la frialdad al cuerpo se impone y acartona la falda de cuero violeta, los ojos pintados de azul o los labios rosa chicle.

Hoy llega igual de bien maquillada y peinada, pero además viene inspirada. Vaya una a saber por qué acontecimientos. No recuerdo de qué hablaba cuando se interrumpe para darnos el único discurso apasionado en dos años de escuela. Está sentada en el escritorio como Mae West sobre el piano de algún bar del lejano oeste cuando dice que tiene algo importante que decirnos a sus alumnas. Para decepción mía y de Gaby no habla sobre sus métodos de peinado y maquillaje, sino sobre nuestra autoestima y autorrespeto. Dice que ahora que existen los condones parece «más sencillo» tener una vida sexual desordenada. Pero es una confusión; no hay nada de inofensivo en «este mundo cruel».

—Imagínense que su cuerpo y su autoestima son esta hoja de papel. Cada que ustedes se acuestan con un hombre distinto… —Arruga la hoja de papel.

Lentamente estira la hoja. En el salón se dejan de escuchar los permanentes pujidos, risitas y sapes que acompañan las clases de principio a fin. Miramos absortos la hoja arrugada.

—Y entonces decido acostarme con otro —dice, con un tono más entusiasta que admonitorio, mientras apachurra la hoja hasta hacerla una bola.

Una risita histérica se ahoga a sí misma en el fondo del salón. De nuevo se hace un silencio sepulcral. La maestra desarruga la hoja de nuevo.

—Yo puedo pensar que no pasa nada, que vuelvo a ser la de antes, pero no es así porque —arruga de nuevo la hoja— mi imagen se ve dañada, cada vez que yo, ¡fíjense bien!, con todo mi derecho y en uso de mi libertad, me acuesto con otro —esta vez le clava una pluma a la hoja— y con otro —de nuevo otro arponazo— ¡y con otro y con otro y con otro!

El grupo estalla en carcajadas y grititos. Diosmío: nunca había deseado tanto convertirme en una hoja de papel. Para cuando la hoja destrozada cae al suelo ha tenido la vida erótica más intensa y apasionante; una vida con la que yo sólo fantaseo. Luego la maestra se pone más seria mientras las voces bajan de tono. Nos recuerda que aunque podemos hacer con nuestros cuerpos lo que queramos, «nada pasa por el cuerpo y por la autoestima en vano». Se ve turbada al final de la clase. Guarda sus cosas en el brillante bolso de mano con manos nerviosas y la misma mezcla de gravedad y timidez que la caracteriza. El grupo espera a que salga del salón y se aleje del campo de visión (cortesía neolítica, supongo) para saltar histérico de los mesabancos. Se escuchan los ¡tras! ¡tras! ¡tras! de las hojas arrancadas a la espiral de los cuadernos.

EGG_JRuzzo_018.jpg

Ilustración de Johnny Ruzzo, tomada del libro El gran Gatsby.

—¡Tu hoja de papel! —gruñe un chico embarrándole a otro la hoja en la cara.

—¡Deja mi cuaderno! —brama una muchacha.

—¡No, me lo llevoooo! Ahora tus hojas son mías —responde el interpelado frotándose el cuaderno en los huevos.

La mayoría reímos y nos retorcemos con las manos en el estómago adolorido como una manada de hienas con amibiasis. Otros se sacrifican por la hilaridad general estrujando hojas de papel o untándoselas en el trasero para después intentar meterlas en la boca de alguien más. Un chico ofrenda a la verbena su trabajo de exposición de la clase anterior: un pliego de metro y medio con ecuaciones algebraicas que muestra al público como un trofeo.

—¡La hoja de papel de Clara! —grita un gordo con cara de puerco y voz de pito.

El grupo vuelve a la carcajada general mientras se pasan unos a otros el pliego para untárselo en los huevos. Ahí termina el chiste, porque el pliego se rompe y alguien hace con él una pelota con la que comienza un improvisado partido de futbol. Entonces algunas chicas nos acercamos al mesabanco de Clara, que tiene la cara y el pecho sobre él. Cuando al fin la convencemos de que levante el rostro, está casi morada por el esfuerzo (inútil) de no llorar y largos goterones de lágrimas le corren hasta la barbilla. Cada una la consuela lo mejor que puede, mientras ella hace la defensa de su caso que es, como todas las defensas en estos casos, un poco deficiente.

—No es cierto que lo haya hecho con tantos. La mitad son historias falsas.

—Pero la otra mitad, ¿son ciertas? —pregunta una chica, representando la curiosidad de todas.

Clara balbucea algo confuso y dice que casi nunca llega hasta «el final» o «todo», o algo así que nos deja todavía más picadas en nuestra curiosidad. (Después Gaby me pregunta: «¿Todo se refería a todo el pito o a todo el sexo?»). Algunas nos mordemos la boca para no reírnos. Una se atreve a decirle:

—La maestra tiene razón… un poco. Ve cómo te echaron de cabeza y se burlaron de ti. Ellos, que se supone que son tus amigos.

Yo siempre había envidiado un poco a Clara. Se atreve a lo que yo deseo tanto pero que me resulta tan difícil por mi torpeza social, mi timidez inexpugnable y mi reciente y bastante bochornoso cambio de voz a una un tanto gruesa (al menos para el común de vocecillas pedorras que tienen la mayoría de mis compañeros). Sin embargo, hoy agradezco todas mis dificultades para acercarme a mis compañeros. Clara, dulce, boba y más buena que un pan, ha sido crucificada por un par de mamadas y una o dos cogidas. En algo tiene razón nuestra Bonnie Tyler magisterial: el mundo es un lugar cruel.

Hacia el final del segundo grado de secundaria me dedico a un puñado de cosas: masturbarme, pelotear frente a mi canasta de basquetbol (y ver basquetbol en la tele), ensoñar largas historias telenovelescas de mis yos adultas, desvelarme viendo películas cultas en el canal Once por la noche, leer con desorden novelas y cuentos e intentar dominar los sueños. No recordaré jamás la técnica prescrita en la revista de sucesos paranormales, pero después de medio año me voy dando por vencida: no he hecho ningún viaje astral. Lo único ventajoso es que concilio el sueño más fácilmente.

Una tarde regreso de la escuela muy acalorada. Me tumbo en la cama con el uniforme puesto y caigo dormida casi enseguida. Después de un rato, veo un arco garigoleado, cada vez más cerca. Me muevo muy rápido para estar caminando o corriendo, pero tampoco floto. El arco está ya frente a mí. No sé si cruzarlo. Zumban avispas a mi alrededor. Se escucha, amplificado, el ruido de los insectos en la maleza. El sol comienza a bajar hacia el poniente, pero muy velozmente. Todo, de hecho, ocurre muy rápido. Escucho a las serpientes ir y venir con el vientre sedoso sobre la tierra. Puedo ver dentro de sus pensamientos. No son, obviamente, complejos aparatos dialógicos; más bien parecen pulsiones, «preocupaciones» súbitas que las hacen actuar. Hay una que mueve sus huevos de lugar. Uno por uno, los enrosca con el rabo y los cambia de madriguera. Al final regresa por el último. Lo mira detenidamente. Es el más grande de todos. Lo toca con la lengua y al final lo abandona. Sabe que si ese nace, la devorará. También atiendo, desde donde estoy, junto al arco, una acalorada disputa de aves en un árbol. En lo que fue un segundo desmesurado se reúne un Consejo que decreta la expulsión de una pareja de loros que robó tres crías, cada una de un nido distinto. Y hay una masacre sangrientísima de orugas a manos de un hormiguero cada vez más temido y poderoso en las ruinas arqueológicas. Pues me encuentro en unas ruinas arqueológicas rodeadas de selva baja. La descendencia del puñado de orugas que escapa temería durante generaciones a las hormigas que masacraron a su hermoso pueblo verdinegro. Desde «fuera», en el ámbito general de las ruinas, todo ocurre muy rápidamente, pero cuando me acerco a cada una de las historias éstas abren unos pétalos extensos y sinuosos. Los quince minutos de masacre de las hormigas equivalen a medio año de vida humana. En cuanto a mí, cada vez estoy más perpleja porque observo todo lo que ocurre en las ruinas arqueológicas y al mismo tiempo soy incapaz de moverme.

Me impaciento. Dije algo como «quiero pasar» y entonces comienzo a atravesar por debajo del arco. Conforme lo hago me invade una melancolía casi física: decenas de manitas de agua intentan asirme por los brazos. «¡No!, quiero salir», repito, y ya estoy del otro lado del arco. Miro hacia el cielo. Y no sé cuánto tiempo habré estado así porque cuando recobro de nuevo la consciencia estoy en el techo de mi habitación, flotando o sentada en algo invisible. De hecho, cuando comienzo a preguntarme por estas cuestiones me doy cuenta de que no tengo cuerpo. Es incómodo estar así: escucho y veo todo pero con una especie de piel «interior», si es que pueda tener adentro lo incorpóreo, y esta piel es muy sensible, por lo que todo resulta afilado o denso o asfixiante. El cuerpo no sólo sirve para moverse, también representa una muralla ante las corrientes sensoriales que ahora me atraviesan. Con un cuerpo no sentiría todas las historias de los seres a mi alrededor. Con un cuerpo como el que está allá abajo, dormido en una camita. Entonces reconozco como mío el cuerpo bocarriba con el uniforme de secundaria. Lo anhelo apasionadamente, como se anhela el mar cuando ves en la carretera las primeras gaviotas. Digo: «quiero bajar y recuperar mi cuerpo». El espacio me succiona y me doy de bruces contra mi pecho. Siento un dolor agudo pero confuso, como si en algún sitio tuviera un revoltijo de muelas, ovarios, cuero cabelludo y huesos.

Al mismo tiempo comienzo a despertar, pero no consigo moverme. Tengo algo encima que me tapa la boca y los ojos. Me duele el esternón, donde una especie de pelota con garras me escarba como si quisiera sacarme el corazón. Quiero despertar y no puedo. Aquello me mete una mano peluda en la garganta, así que tampoco puedo gritar. Se acaban el sueño y las imágenes y me quedo en la oscuridad, forcejeando con esta cosa formidable que sabe todo sobre mí, porque me dice cosas de una crueldad inimaginable. Todo se hace más confuso porque también me siento descorazonada. Mi cuerpo no quiere aceptarme de vuelta. ¿Quién diablos estaba metido dentro de mí que me opone resistencia? ¿O dónde estoy «yo»? Lucho a ciegas contra algo que tiene suficiente fuerza como para asfixiarme pero ya no queda claro si me defiendo o ataco. Me comienzo a cansar. Poco a poco dejo de sentir dolor y salgo de la oscuridad. Vuelvo a verme acostada en la cama y entonces presiento algo peor. Si me voy, no podré volver jamás. Y comienzo a alejarme más, como si la habitación, en lugar de medir dos metros midiera cinco, siete. Vuelvo a ver el arco antiguo bajo un cielo claro. Muevo primero un dedo, abro con lentitud exasperante la mano; la visión se desvanece conforme despierto, con el corazón a todo galope, un sabor amarguísimo en la boca y un dolor punzante en el esternón. También me duelen las muelas y las rodillas. Paso varias horas convenciéndome de la imposibilidad científica de salir del cuerpo o de ser «al mismo tiempo» una entidad que quisiera entrar en él.

Por la noche dejo abiertas las cortinas de la habitación para que se cuele la luz lunar. A partir de ese hoy dejo de intentar dominar los sueños. Voy a Cuicuilco, donde los guardias ya se están acostumbrados a mis visitas y me dejan vagabundear por aquí y por allá sin preguntarme nada. Encuentro en la biblioteca de mi papá un libro del arquitecto Barragán. A partir de la foto de una piscina bajo un muro con una agujero cuadrado pintado de fuscia, comienzo una de mis muchas fantasías, que sustituyen enracimadas el peligroso mundo del viaje astral. Vivo en una enorme casa. Visito al jardinero (que es mi amante) en uno de los cuartos de servicio del otro lado de la piscina. Camino descalza sobre el césped. Del otro lado de la alberca (el sitio que hay que imaginar a partir de la fotografía) hay un jardín lleno de matas de «camarones», las flores amarillas con blanco que parecen colmenas (y no camarones). El día es soleado y yo llevo una túnica de gasa blanca bajo la que estoy desnuda. El problema es que, cuando las ensoñaciones comienzan a hacerse detalladas, surgen preguntas como clavos en el césped: ¿cómo llegué a ser rica? ¿Trabajo o tengo un marido? ¿El jardinero tiene esposa? Entonces empieza a causarme angustia la fantasía.

EGG_JRuzzo_005.jpg

Ilustración de Johnny Ruzzo, tomada del libro El gran Gatsby.

Entonces busco otra fotografía para hilvanar una nueva fantasía. Después me conmoverán: algunas son de una mediocridad enternecedora y otras de una grandiosidad arrebatada y jocosa. En una soy oficinista. Cada día que visito la fantasía añado detalles al camino que hago de mi departamento de soltera a la oficina. Saco fotocopias, contesto el teléfono, cualquier cosa: mi trabajo es sencillo y básico. Siempre uso faldas tubo y blusas blancas o en color crudo de seda. La falda cambia de color cada día, pero en general las uso en rojo encendido o gris perla. Aunque sigo siendo esbelta, ya tengo cintura y caderas torneadas (en la vida real tengo unas nalgas bastante lánguidas y la cadera escurrida). Salgo temprano y camino cuatro cuadras a mi trabajo, en una ciudad repleta de jacarandas y edificios de cristales inmaculados. Soy libre, independiente económicamente, solitaria y una oficinista feliz. Aunque es de una simpleza arrolladora, la fantasía consiste en que nadie va con una blusa de seda a un trabajo de medio pelo en México ni es feliz con ello. Lo sabré años después, no mientras deambulo en la inocente fantasía satinada.

A veces dormito un rato en lo alto de la pirámide porque duermo pésimo, porque cada vez que comienzo a soñar, me despierto. Otra de mis fantasías la hago a partir de la foto de un atardecer con quiosco en Buenos Aires. He viajado por todo el mundo, tuve mil amantes y regreso devastada a lamerme las heridas a mi ciudad natal. También uso una blusa beige de seda, pero en este caso una falda lápiz de cuero color capuchino. En el dobladillo, a la altura de la rodilla, la falda tiene pequeñas florecitas café oscuro. Son las florecitas típicas de los estampados: los pétalos son medias lunas unidas y en el centro un simple círculo hace la vez de corola. Mis zapatos son del mismo color de la falda y tienen en aplicaciones las florecillas. Estoy del otro lado del Periférico, en el restaurante argentino. Tengo las uñas pintadas de rojo y las manos llenas de anillos. Tomo una copa de vino tinto transida de melancolía. ¡Todo lo que he vivido y amado: cuántos países y ningún arraigo! Tengo treinta y tantos en esta fantasía y no sé qué hacer con mi vida llena de emociones intensas y arrolladoras.

Los días que me voy de pinta regreso a la casa más harta de lo habitual: ¿cuánto más tendré que esperar en este maldito encierro de la pubertad? Me siento como en el juego de la Oca, que tenías que esperar en El Pozo a que la mala suerte mandara a otro a la casilla para liberarte. Evito pensar que soy una chiquilla, y cuando caigo en cuenta de ello me siento humilladísima. Esto me ocurre, por ejemplo, cuando tengo la regla, que cae el día que se le antoja, así que me toma por sorpresa. Siempre me digo que esta vez toleraré el dolor y así llego a la noche ya medio doblada. Subo las piernas a la pared, me hago bolita, me acuesto bocabajo, tomo té de manzanilla y me pongo un trapo caliente en la panza hasta que me arde. Entonces voy, de madrugada, y toco la puerta de la habitación de mis padres. Mi madre me inyecta, medio impaciente. A mí me hiere en mi orgullo tener que pedirle esto y a ella le molesta el hecho de que la despierte. El hecho me recuerda que sigo siendo una mocosa que no sabe qué día le toca la regla y que no tiene suficiente entereza o un umbral del dolor alto para tolerar el cotidiano y ancestral asunto de la regla. Estoy, pues, a años luz de salir de la casilla de la (inmunda) Pubertad.

Un día vuelvo de la escuela y me encuentro a mi tío en la banqueta. Me dice que mamá está en el hospital porque mi abuela tuvo una embolia en el baño. Me llevará allí para que le proporcione mi silenciosa, malencarada y fundamental compañía en la sala de espera.