Lecturas

Echar relajo con mi madre

Etgar Keret

A veces me pregunto cuánta de la gente que conozco ha matado a alguien alguna vez. No me refiero a asesinato. Es decir, ¿cuántos han atropellado a alguien, o dejado a un bebé en el auto, o dado por accidente a la abuela la medicina equivocada? No deben ser pocos. Después de todo, mucha gente muere todo el tiempo. Y hay alguien que los mata. No a todos, pero al menos unos pocos. Y aun así, cuando pienso en todas las personas a las que he conocido en mis más de cuarenta años en este planeta, no se me ocurre una sola además de mí que haya matado a alguien. Quizá los que matan consiguen ocultarlo, o quizá no piensan en ello todo el tiempo como hago yo. Quizá para ellos, el episodio es simplemente algo que sucedió hace mucho tiempo y ya no ocupa sus mentes: como una despedida de soltero, o una operación de una hernia, o un mediocre viaje de mochileros por el Lejano Oriente.

No sé cómo se llamaba el hombre al que maté. Era un soldado sirio y yo un soldado israelí, y estábamos en guerra. No digo eso para justificar lo que hice, sino sólo para explicar la situación. Sucedió en el sur de Líbano, por la noche. Estábamos a unos 5 metros de distancia. Intentó dispararme primero, pero su AK-47 se trabó. Después intenté dispararle yo, y mi rifle se trabó también. Saqué el cartucho, amartillé dos veces, y de la cámara cayó una bala. Volví a colocar el cartucho en su sitio. Todo este tiempo yo miraba al soldado sirio, quien hacía exactamente lo mismo.

Era obvio que bajo las circunstancias, con él situado tan cerca de mí, debí haber cargado fieramente para golpearle el cráneo con mi rifle. Supongo que él pensaba lo mismo. Pero en lugar de lanzarnos el uno contra el otro, continuábamos intentando desatascar nuestros rifles, como si fueran botes salvavidas: era algo que mantenía a raya al asesinato necesario, algo que nos permitía darnos el lujo de ser unos brutos vicariamente, en lugar de ser solo unos brutos.

Con el cartucho de vuelta en su lugar, percuto mi rifle y cierro un ojo para apuntar. El soldado sirio hace lo mismo. Su único ojo abierto mira directo al mío. Comienzo a apretar el gatillo pero el sirio se me adelanta por una fracción de segundo. Escucho el tronar de su gatillo. Su rifle sigue atascado. El mío funciona. El sonido es ensordecedor. De su rostro mana sangre. Me despierto.

Bye bye Babilonia 2.jpg

Ilustración de Lamia Ziadé, tomada del libro Bye Bye Babilonia.

*

Cada vez que Rivi viene para uno de sus chequeos regulares, le pregunta a mi madre preguntas tediosas como: «¿Cómo se llamaban tus padres?», o «¿Hace cuánto vives en Israel?», o «¿Cómo se llama el presidente?». Rivi dice que estas preguntas son como una rutina de ejercicios para el cerebro, pero como observador externo, tengo la impresión de que el cerebro de mi mamá no ha estado en forma para ejercitarse desde hace mucho tiempo. En su última visita, Rivi le preguntó a mamá:

—¿Recuerdas en qué calle vives, querida? ¿Sabes en qué ciudad vives?

Como si fuera una niña pequeña.

—Más o menos —contestó mi madre con una sonrisa tierna. Después se señaló a sí misma y le preguntó a mamá si recordaba su nombre.

—¿Ruthi? —intentó mamá—. ¿Te llamas Ruthi?

—Cerca —dice Rivi, acariciando la pálida mano de mi mamá—, muy cerca. ¿Y qué hay de él? —Me señala a mí—. ¿Sabes quién es él?

Mamá me dirige una mirada extraña.

—¿Él? —Se encoge de hombros—. Sé que lo amo. ¿No basta con eso?

Antes de marcharse, Rivi me pide hablar en privado. Dice que la condición de mi madre ha empeorado y le preocupa, y que debo llevarla a ver a un geriatra. Trato de explicarle que a mamá no le gusta ir al doctor, y que en lo que a mí respecta, el hecho de que no tenga grandes recuerdos es una bendición, porque cuando se es una viuda solitaria sin nietos y tu hijo es un perdedor desempleado, quizá sea mejor no recordar nada. Rivi me dirige una mirada profesoral y dice que cuando me etiqueto como «un perdedor desempleado» hago menos mi existencia, y que soy alguien que tiene mucho más que ofrecer. Le pregunto qué más tengo por ofrecer —no con ganas de pelear, sino porque en verdad me gustaría saberlo—, y dice que soy una buena persona, un hijo que cuida de su madre, y que como trabajadora social, sabe que eso no siempre sucede.

—Sé que pasaste por un divorcio complicado —añade—, y que te han diagnosticado una enfermedad mental, y que quedaste traumatizado en el ejército….

—Maté a alguien —respondo—. Eso no es estar traumatizado, es lo que se supone que los soldados deben hacer. Tengo una medalla de honor y todo.

—Lo sé. Tu mamá me contó que hubo una ceremonia con los altos mandos y que…

—No fui. ¿Te contó eso también?

—Sí, me lo contó. Sé más o menos todo sobre ti, desde el kínder en adelante. A tu mamá le gusta hablar. Pero sus capacidades cognitivas van en declive. Necesita ver un doctor.

Cuando Rivi se fue, le hice hot-cakes a mi mamá. Cuando le cocino algo, siempre se lo engulle, casi sin respirar siquiera, como si fuera a robarle la comida del plato en cualquier momento.

—Despacio, mamá —le digo—. Con calma. Ese hot-cake no va a ninguna parte.

Pero es inútil. Si le gusta, se lo devora en un segundo. Por eso esperé a que se marchara Rivi para darle uno de los hot-cakes, para que no se avergonzara.

—¿Cómo se llama la señora que estaba aquí haciendo preguntas? —pregunta mamá.

—Rivi. Su nombre es Rivi. Pero en realidad no importa.

—Sí importa —dice mamá y voltea a verme—. Sí importa, y lamento que se me olvidara quién eres. En ocasiones se mezclan mis pensamientos, pero eso no quiere decir que no te ame.

—Lo sé, mamá. —Procuro sonreír, y me acerco para darle un beso en la cálida mejilla—. Lo sé.

*

Por la tarde le lío un «cigarro saludable» a mamá. Es nuestro nombre en clave para un churro. Se fumó su primero a los ochenta años, unos pocos meses después de que me mudara de vuelta con ella. Todas las tardes nos sentamos en el jardín y fumamos la mala y grumosa mota que Nathan, el hijo del vecino, me vende barata. Mamá siempre dijo que la mota arruinaría su memoria de corto plazo, y siempre trataba de pensar en las cosas sucedidas en el pasado reciente que preferiría no olvidar: ¿que mi papá había muerto de un paro cardiaco? ¿Qué Dikla me había dejado por una mujer con Asperger que diseñaba productos en su empresa? ¿O era lo de que yo había aumentado once kilos en siete meses y ahora parecía el Sr. Cabeza de Papa?

Tan pronto como mamá comenzaba a fumar, su humor mejoraba. O quizá no era así, pero la mota me hacía pensar que sí. En una ocasión hizo una mueca de dolor, cerró los ojos y dijo:

—¡Estos dolores son insoportables! ¿Sabes qué parte de mi cuerpo duele más?

Cuando dije que no, me dirigió una mirada apologética, pacheca, y me pidió que le recordara de qué hablábamos.

—Te pregunté qué querías de postre —le dije.

—Mmmmh. ¿Tenemos helado?

—Claro que sí.

Me dirigí al refrigerador y, listo, en un parpadeo, el insoportable dolor se había convertido en un bote de helado Cherry Garcia, con M&M’s encima.

—Lo siento por lo de hoy —dice mamá, pasándome el cigarro saludable—. Quizá sí debería ver a un doctor.

Le doy un jalón.

—Está bien. Voy a hacer una cita. Pero dime primero quién soy.

—¿Tú? —dice con el semblante herido—. Sé quién eres. —Se queda callada, y me siento culpable de nuevo. No hace falta matar a nadie para sentirse culpable. Mamá tartamudea—. Eres… eres… — Y rompe a llorar.

Me levanto y la abrazo.

—Está bien, mamá, no te preocupes. Recuerdas que me amas y yo te amo a ti. ¿No es suficiente con eso?

Traducción de Eduardo Rabasa