Lecturas

La tradición oral en la obra de Virginia Woolf

Morris Berman

¿Qué mayor placer y asombro puede existir que abandonar las líneas rectas de la personalidad y desviarse hacia las veredas que conducen bajo los arbustos y gruesos troncos de los árboles, hacia el corazón del bosque en donde viven esas bestias salvajes, nuestros congéneres?

Virginia Woolf, «Ruta callejera»

La imagen de Virginia Woolf es ya de sobra conocida. Al igual que Frida Kahlo, se ha convertido en un icono internacional. Su rostro está estampado en camisetas, tazas, bolsas y muchas cosas más. Ciertamente, se ha convertido en algo kitsch. Y quizá así debería ser. Desde luego que era una genio: ça va sans dire. Pero yo pienso que era algo más. Creo que en términos literarios se encuentra dentro de los Más Grandes del siglo xx. De hecho, un crítico de su obra afirmó que «es quizá la mayor novelista lírica de la lengua inglesa». Dejando a un lado el asunto de lo kitsch, está la realidad de toda una Industria Woolf: sociedades con su nombre, departamentos de estudios, y demás. Las biografías de Woolf y los análisis de su obra podrían llenar una habitación grande en una biblioteca, como probablemente sucede. ¿Qué más se puede decir sobre ella? Quizá sólo debería ofrecer a los lectores una (extensa) bibliografía y alentarlos a que siguieran por su cuenta.

Lo cual, por supuesto, no correspondería con mi estilo, y en particular porque tengo una interpretación personal de cómo fue que alcanzó su enorme éxito. Sin embargo, para poder explicarlo debo pedir paciencia a los lectores para desviarme un poco, por así decirlo. Se requiere una discusión del clasicista americano, Milman Parry, y el historiador americano, Walter Ong, sobre la recuperación de una tradición oral arcaica. Trataré de ser breve.

Hace algunos años escribí un libro, Historia de la conciencia, que exploraba varios aspectos de las sociedades cazadoras-recolectoras (cr) y nomádicas. Me enfocaba en particular en modos de percepción y de conciencia. Recordemos algunas fechas: el Homo sapiens apareció hace unos 315,000 años; el Homo sapiens moderno (Homo sapiens sapiens, es decir, nosotros) apareció hace 200,000 años. Las prácticas cr, según los registros arqueológicos, se remontan a 2 millones de años, mientras que el sedentarismo y la agricultura se remontan apenas a 12,000 años. Hasta donde estos humanos (o proto-humanos) eran capaces de hablar, la comunicación (incluida la no verbal) era completamente oral, o física (gestos, por ejemplo). En comparación, la palabra escrita aparece por primera vez en Mesopotamia (el Irak contemporáneo) hace aproximadamente 5,500 años. Un parpadeo, realmente.

La brecha existencial entre culturas orales y literarias, dice Walter Ong, es inmensa: de esa forma, la emergencia de la escritura constituyó un inmenso parteaguas en la historia humana. Añade que existen aún muchas culturas iletradas, para quienes el mundo no es un objeto o un paradigma (cosmovisión), sino «algo dinámico e impredecible»; en mi libro sobre las sociedades cazadoras-recolectoras, llamé a este modo de conciencia difuso, periférico, dinámico, «paradoja». Es una percepción inmanente, u «horizontal» (en oposición a la percepción «vertical» de las sociedades sedentarias, con sus pirámides y demás); y si lo consideramos en perspectiva, representa algo como el 99 por ciento de nuestra historia. Se trata entonces de una memoria genética muy antigua, de mucho mayor impacto en la mente humana que la escritura, que puede compararse con una mosca sobre la superficie de un elefante.

Con la difusión de la palabra escrita, esta tradición paradójica fue desplazada cada vez más bajo la superficie, pero —y he aquí lo interesante— era demasiado poderosa, formaba una parte demasiado integral de nuestra historia acumulada, como para ser completamente suprimida. Así que de manera intermitente asoma la nariz en medio de la fachada literaria, y nos sugiere que una forma distinta de vida es posible. Algunos ejemplos de representantes de esa alternativa incluyen a Wittgenstein (en su fase post-Tractatus), Woolf, T.S. Eliot y James Joyce. Podríamos incluso meter también a Freud y a Jung en esta categoría.

Yo no conocía la obra de Milman Parry (1902-35) cuando escribí Historia de la conciencia. Me topé con ella un poco después, y ahí descubrí que se me había adelantado por más de sesenta años. Parry era un ávido estudiante de la antigua civilización griega, y sacudió el mundo de los estudios clásicos al desafiar la idea de que la Ilíada y la Odisea habían comenzado siendo textos escritos, creados por alguien llamado Homero. Armado con una montaña de detallada evidencia para respaldar su argumento clásico, mostró que «Homero» no era un escritor, y que estas obras clásicas habían sido compuestas de manera oral, por bardos que las cantaron durante cientos de años, dotándolas con ello de existencia. (De ahí la gran obra del discípulo de Parry, Albert Lord: The Singer of Tales [El cantor de historias]). La función de los repetitivos epítetos en estas obras («el voluntarioso Odiseo», «Aquiles, el de los pies ligeros», «la mar oscura como el vino» y demás) no era aportar algo a la trama o al contenido, sino al ritmo. Su función era rellenar líneas de versos para «alentar el flujo del gran río de las palabras». Estos poemas, elaboró Lord, muestran un distinto tipo de proceso creativo al que hallamos en la escritura, pero no por ello son menos creativos. La estructura repetitiva de la tradición oral, afirmó, producía un efecto hipnótico, así como un efecto musical. En realidad, era una especie de improvisación. Jazz, si se quiere ver así. Según Robert Kanigel, el biógrafo de Parry, éste fue influenciado por el antropólogo francés Marcel Jousse, quien afirmó que una verdad oral alternativa «nos aproxima más a saber quiénes somos como criaturas vivas, que unos garabatos abstractos plasmados sobre papel» (Le style orale, 1925). Y según Lord, las improvisaciones eran inconscientes, provenientes de un «depósito mental».

Pero —si me permiten adelantarme un instante— esto era justo lo que Virginia Woolf se proponía lograr, así fuera inconscientemente (nunca escuchó hablar de Parry, Lord u Ong). No es ningún accidente que la reacción más común a su obra, por parte de críticos y reseñistas (incluidas las negativas) coloque el énfasis en dos palabras: «ritmo» y «extraño». A Woolf no le preocupaba demasiado la trama o el contenido; su atención se concentraba en el ritmo de las palabras, el fluir del texto. Y «extraña» es la reacción que pudiera esperarse. Como dijo Ong: «Los efectos de los estados orales de conciencia le resultan extraños a la mente literaria». No debería sorprendernos que al menos un crítico comparara su escritura con el jazz, o que Parry fuera un gran admirador de T.S. Eliot y e.e. cummings.

Como explico en Historia de la conciencia, el relativamente moderno fenómeno del nomadismo (en oposición a la caza y la recolección) es un esfuerzo por devolver a la paradoja al centro de la conciencia humana, un esfuerzo por «volver a territorializar lo desterritorializado». El nómada pretende mostrar que la supuesta seguridad de la civilización es una fachada, una falsa seguridad, favoreciendo una seguridad más profunda y natural que se remonta a cientos de milenios. La sociedad, según el nomadismo, desea fijar todo en categorías, mientras que, para los nómadas, el camino hacia la verdad se encuentra siempre en construcción. «Tan sólo en la medida en que las personas son inquietas», escribió Ralph Waldo Emerson, «existe esperanza para ellas».

Claramente, Woolf era nómada, al igual que gente como Joyce y Wittgenstein.

«Un honesto pensador religioso es como un equilibrista», escribió Wittgenstein en Cultura y valor. «Casi parecería que no camina más que sobre aire. Su apoyo es de lo más endeble. Y aun así le es posible caminar por encima». Es algo muy incierto, pero Wittgenstein logró salir airoso. Para Virginia Woolf, resultó ser una carga demasiado fuerte. Incapaz de seguir caminando por la cuerda floja, se suicidó en 1941. Pero antes de eso, lo que ella, el Wittgenstein tardío y Parry ofrecían era una nueva manera de comprender el mundo; que resultaba ser de hecho sumamente antigua.

Habiendo dicho eso, no creo que lo que Virginia Woolf logró alcanzar se pueda atribuir exclusivamente a memoria genética de la tradición oral, aunque ciertamente lo considero un factor significativo. En su caso, tuvo también influencias más próximas, pues había en el aire una revolución de la conciencia, parte del espíritu de la época. Consideremos algunas de estas.

Una importante influencia se situaba al otro lado del Canal de la Mancha: en París. En 1900, George Duckworth, medio hermano de Virginia, se llevó a su hermana mayor, Vanessa, a un viaje a este centro cultural de vanguardia. Era una época vibrante en la capital francesa, la edad de la belle epoque. Todo era nuevo y emocionante, se abría de par en par, en particular en las artes, y le causó una fuerte impresión. De vuelta en casa, Vanessa, como artista en ciernes (comenzó a estudiar pintura en la Royal Academy en 1901), tenía claro que quería relacionarse con estudiantes de arte y no estar atrapada en la pomposa sociedad victoriana. El contexto social era de revuelta contra esta última. Con G.E. Moore como su gurú, el futuro grupo de Bloomsbury sostenía la verdad, la belleza, la amistad y el amor como sus ideales: en particular el candor. Y con la muerte de la reina Victoria en 1901 y la de Leslie Stephen (el padre de Virginia) en 1904, había la sensación en la familia de que finalmente fuera posible emerger de la sombra victoriana hacia la luz, y la claridad, del nuevo modernismo. Ese mismo año los hijos Stephen (Adrian y Thoby, además de Vanessa y Virginia) montaron un hogar en 46 Gordon Square, en Bloomsbury, que era una zona de la ciudad con un ambiente definitivamente bohemio y antivictoriano. La joven generación quería aire, simplicidad y luz y, como lo dijo Quentin Bell en la biografía de su tía, la «mudanza a Bloomsbury era un escape del pasado y todos sus horrores». Las amistades iban y venían, y en una reunión en 1908, Lytton Strachey señaló una mancha en el vestido de Vanessa y le preguntó: «¿Semen?». Eso abrió las compuertas para la discusión de cualquier tema, en particular el sexo. Fue, a decir de Bell: «Un momento importante en la historia de las costumbres del grupo Bloomsbury».

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Vanessa se casó con Clive Bell en 1907, un hombre fuertemente inmerso en la nueva escena artística al otro lado del canal, y el interés de ambos en las vanguardias tuvo una gran influencia sobre la futura carrera de Virginia. A finales de 1910 el pintor Roger Fry, quien se convertiría en un pilar del Círculo de Bloomsbury (y con quien Vanessa tendría un affaire), montó la primera exposición de post-impresionismo en Londres, donde se exhibía la obra de Gauguin, Cézanne y Matisse, entre otros, y causó un pequeño escándalo. Modificó la percepción pública de lo que era el arte, y Virginia escribiría en su diario, años después, que «En o alrededor de diciembre de 1910, el carácter humano cambió». (Una segunda exposición en 1912 añadió a Picasso a la lista). El post-impresionismo se encontraba en el ambiente, y para 1911 se habían vuelto muy populares las fiestas salvajes con disfraces salvajes. Los apellidos fueron dejados de lado. La intimidad era ahora la norma. La sexualidad era particularmente fluida. Parecía como si independientemente del género, todo el mundo en el Círculo de Bloomsbury se acostaba con todos los demás. En todo caso, París se convirtió en el hogar espiritual del grupo, llevando a que Ezra Pound declarara que «Bloomsbury era tan sólo una extensión de Montparnasse». En el Collège de France el filósofo Henri Bergson daba clases sobre el tiempo del reloj vs. el «tiempo de la vida», es decir, el tiempo de la experiencia subjetiva interna. T.S. Eliot, quien se volvería cercano a Virginia Woolf, acudió a las clases de Bergson en 1910-11.

Las relaciones causales de todo lo anterior no son claras, pero la sincronía está fuera de toda duda. El asunto crucial es que Woolf respiraba esta atmósfera. Concluyó la escritura de su primera novela, El viaje de ida, en 1913, el mismo año en que comenzó a publicarse En busca del tiempo perdido, y un año antes de que Joyce publicara Dublineses. (Unos años después, Woolf leería el Ulises en versión manuscrito). El viaje de ida se publicó en 1915, el mismo año que apareció el poema de Eliot «La canción de amor de J. Alfred Prufrock». Woolf no conoció a Eliot hasta 1918, pero es válido afirmar que ambos se encontraban a la vanguardia del movimiento literario modernista. Fueron amigos durante veinte años, y en Modernism, Memory and Desire [Modernismo, memoria y deseo], Gabrielle McIntire afirma que existen correspondencias importantes entre la obra de ambos, en particular en lo relativo al «lenguaje del deseo, la sensualidad, y el cuerpo, para traducir los procesos de la memoria». Y junto con Joyce y Proust, Woolf fue pionera en el uso del flujo de conciencia (monólogo interior) como técnica narrativa.

La posterior influencia de Proust fue algo que Woolf reconoció explícitamente en una carta a Roger Fry, fechada el 6 de mayo de 1922, mientras leía Por el camino de Swann: «Proust aviva tanto mi deseo por expresarme que apenas puedo escribir una frase. ¡Oh, si pudiera escribir así!» Y: «Se impone soltar el libro y tomar aire. El placer es casi físico: como el sol y el vino y las uvas y la serenidad perfecta e intensa vitalidad combinadas».

Toda esta influencia provenía de fuera. Pero había una influencia interna que, parecería, ponía a Virginia en contacto con la tradición oral arcaica, la memoria genética discutida con anterioridad. Woolf era bipolar, y tuvo varias batallas con la locura y la depresión, antes de suicidarse para evitar una más. Amy Licence, una estudiante del Círculo de Bloomsbury, escribió que durante sus periodos de locura era cuando Woolf era más real, hablaba con la verdad, y tenía sus más profundos vislumbres. En otras palabras, que su personalidad «loca» daba expresión a su verdadero yo. Me viene a la mente el viejo proverbio en latín, in vino veritas. Se trata de un tema familiar en la literatura (por ejemplo, El rey Lear). Me pregunto si también pudiera aplicar a Wittgenstein. El punto, como ya se sugirió, es que la división existencial entre oralidad y literatura, lo arcaico y lo moderno, no es un paso menor, y es suficiente para que cualquiera enloquezca, si se piensa con detenimiento. En ese sentido, los sueños pueden resultar útiles, y Woolf se apoyaba en los suyos como fuente de vislumbres e inspiración. (Es en los sueños y en la locura donde aparece el pensamiento no lineal). Todo esto le permitía adentrarse en una realidad alternativa. Y de hecho, en algún momento lo afirmó explícitamente. En una carta a E.M. Forster, de marzo de 1921, escribió: «He gastado cinco años enteros. No que no haya aprendido nada de mis locuras y demás. De hecho, sospecho que han desempeñado el papel de la religión». Esto es lo que le dio su estilo distintivo, la ausencia de un narrador omnisciente, el énfasis en el ritmo, el desarrollo de múltiples puntos de vista y personalidades, y así sucesivamente. Permítanme que diga unas cuantas palabras al respecto.

Woolf presagió su propio estilo literario desde 1908, cuando escribió en su diario: «Alcanzo una simetría mediante disonancias infinitas, al mostrar todos los rastros del pasaje de la mente por el mundo, y alcanzo al final alguna especie de todo hecho de fragmentos temblorosos». «Fragmentos temblorosos» es de hecho una buena forma de definir la forma en que se muestra buena parte de su prosa. El objetivo de Woolf era representar la conciencia de manera auténtica, es decir, como en realidad existe; dar al lector la sensación de la vida como es vivida. En el caso de El viaje, le dio uno de sus primeros manuscritos a su cuñado, Clive Bell, y posteriormente le dijo que lo había escrito «originalmente en un estado onírico». Freud sobrevuela esta y otras novelas suyas, y es notable que James Strachey, el hermano de Lytton, quien se movía en los márgenes del círculo de Bloomsbury, editó y publicó la edición estándar de las obras completas de Freud en inglés. Lytton le escribió a Woolf para decir que le encantaba el libro, al que denominó «muy poco victoriano»; y en su respuesta, Virginia dijo que su meta había sido «ofrecer la sensación de un vasto tumulto de vida, tan variado y desordenado como fuera posible», pero que había tenido dificultades para traducir con coherencia un proceso que era inherentemente incoherente. Los sueños, como ya se dijo, no son lineales ni ordenados, ni tampoco, trataba de mostrar Woolf, lo es la vida, ni la conciencia, esta última siendo preverbal y a menudo pictórica.

Adicionalmente, según el estudioso de Woolf, Mark Hussey, El viaje y otras novelas suyas asumen «un espacio vacío en el corazón de la vida, pero tan sólo pueden señalarlo, dejarlo implícito, trazar sus contornos. El espacio», continúa, «es inefable e imposible de construir. Elude la comunicación en el lenguaje [escrito]». Dieciséis años después, en Las olas, uno de los personajes, Bernard, se pregunta cómo podría describirse un «mundo visto sin un yo». «No existen las palabras», concluye. En medio, en la novela La habitación de Jacob, no hay protagonista o narrador omnisciente, como existe en las novelas tradicionales. La vida es tan sólo una serie de recuerdos, o de impresiones.

Para quienes estamos acostumbrados a las novelas con trama, y una narrativa coherente, este tipo de libros pueden ser un poco desafiantes, incluso hoy en día. El viaje de ida, por ejemplo, no tiene mucha trama, le falta un centro identificable, y no tiene un narrador constante (es decir, continuo). El narrador va cambiando, moviéndose de personaje a personaje conforme la historia progresa. Woolf intenta reproducir conversaciones reales, tanto internas como externas —«la sensación de un vasto tumulto de vida»—, aunque las conversaciones externas tienden a ser triviales. (La novela es, entre otras cosas, una sátira de las costumbres eduardianas). A fin de cuentas, la vida es impermanente; «pasan chingaderas» y no hay explicaciones convincentes para eventos aleatorios o inesperados. Uno de sus personajes considera la teoría que «hacía triunfante al caos, que las cosas suceden sin razón alguna, y que todo el mundo se mueve entre la ilusión y la ignorancia». Posiblemente esto no se alejaba de su propio punto de vista, al menos parcialmente.

Las imágenes de las olas y el mar es una de las formas en que Woolf trató de dotar de coherencia a parte de su obra, donde predomina el ritmo, el flujo de conciencia y el flujo de las palabras. Por ejemplo, el personaje de Lily Briscoe en Al faro, es una pintora, y un crítico escribió que cuando pinta, se ve inmersa «en el ritmo de las propias olas… un ritmo… que alude a la pulsación, el flujo, y la alternancia, en una imagen de la realidad similar a las olas, como la de la física moderna… [que genera] nociones fluidas de tiempo y verdad». Las identidades a menudo son fluidas en la obra de Woolf; en su ensayo «Ruta callejera», afirma que «una no está atada a una sola mente, sino que puede adoptar momentáneamente… los cuerpos y mentes de otros». Era una de las cuestiones con las que experimentó en El viaje, y en muchos sentidos su primera novela se convirtió en el molde para las que vinieron después.

El viaje de ida y Las olas a menudo han sido vinculadas, dice Mark Hussey. Ambas, a decir de un crítico, muestran «la repetición rítmica y el ascenso y caída de la mente». Algunos críticos señalan la música de Stravinsky como probable influencia en Las olas; otros, al uso de Cézanne del color y la composición. Woolf, escribió Quentin Bell, intentó «ver los acontecimientos fuera del tiempo, aprehender los procesos de pensamiento y sensación como si fueran formas pictóricas». Otros más argumentan la relevancia del cubismo, en donde todo está colocado en primer plano, de manera que se vuelve difícil enfocarse en alguna cosa en particular; y otros críticos señalan el uso de la repetición y el ritmo de una forma «ritualista». El propio Yeats argumentó la influencia de la antigua filosofía de la India. Y así sucesivamente. Finalmente, un crítico formuló las preguntas cruciales: si se abandonan los conceptos de un yo central, y un mundo estable, ¿qué tipo de narrativa es posible? ¿En dónde habremos de anclar una obra de arte si no es en el artista o el mundo? Todo esto parecería tener la sombra de Milman Parry sobrevolando por encima.

Así que en varios sentidos, la obra de Woolf es una especie de prueba de Rorschach, con varias posibles interpretaciones. Además de lo anterior, se ha convertido en un gran icono feminista, y su obra ensayística ciertamente contribuyó para defender las causas de los derechos de las mujeres y la identidad femenina; para dar a cada mujer «Una habitación propia».

La ruptura con el estilo formalista de la narrativa victoriana, y de una manera tan creativa, tan dramática, fue quizá lo central de las proezas de Woolf. Y aun así, su obra trasciende lo anterior por mucho. En última instancia, ¿cuál era su propósito? ¿Para qué vino a esta tierra? En un artículo publicado en el New Yorker en 1954, W.H. Auden afirmó que lo que Woolf expresaba con inmensa pasión era una visión de la vida mística o religiosa; y más aún, que su singular contribución era la combinación de esta visión con un claro sentido de lo concreto. Otros estudiosos de Woolf lo siguieron, reconociendo que era, en palabras de Wittgenstein, «Una honesta pensadora religiosa», que caminaba sobre un alambre. Ray Monk escribe sobre el filósofo: «De una forma que es sumamente importante pero difícil de definir, había vivido una vida de devoción religiosa». Esto mismo puede decirse de Woolf, quien fue fiel a sí misma y a su visión del mundo, hasta el día en que murió. De hecho, Las olas surgió a partir de una experiencia mística que tuvo en 1926; y en su diario, en 1928, escribió de su deseo de que dicho libro le permitiera hacer las paces con sus «sentimientos místicos». En algún momento afirmó que lo que sentía era «una conciencia de lo que llamo “realidad”: algo que veo delante mío: algo abstracto: pero que reside en los campos de Sussex Downs o en el cielo; al lado de lo cual nada importa, en donde habré de existir y continuaré existiendo… Qué difícil es no hacer que la “realidad” sea esto o lo otro, mientras que es [en realidad solo] una cosa». A pesar de su suicidio, se trata de una persona que nos mostró lo que era la vida verdadera. O lo que podía ser.

Traducción de Eduardo Rabasa